agosto 25, 2024

Crónica de un after

By In Especiales

Por Misael García Aguirre

Serían apenas las 11:00 y yo estaba detrás de la barra, esperando la hora pico, que normalmente empieza cuando cierran los antros, a la una o dos de la mañana. En Chihuahua, cuando ya no hay dónde conseguir alcohol, los gays tienen dos opciones: ir por unas “clandes” o venir conmigo a comprar cervezas ilegalmente a precios inflados. Y a encuerarse. Además de vender alcohol sin licencia, tenemos un sauna, un jacuzzi y un cuarto oscuro. A esas horas, apenas tenía cinco clientes que se asomaban para pedir bebidas o descansar las nalgas desnudas en los banquitos.

Alex me dio la impresión de no traer lana. Seguido sentía una mal-ubicada pena ajena: “este vato no debería gastar su dinero aquí”. Una empatía juzgona que se desvanecía rápido en un suspiro: “allá él”, mientras le servía otra cerveza. Era común ver a trabajadores de maquila, con un sueldo de 1,500 pesos a la semana, gastando 500 en una madrugada de sábado.

Encontrar buenos motivos para tomar malas decisiones es fácil, especialmente cuando estás desvelado. Gastar de más, beber de más, coger de más, o confiar de más; hay malas decisiones clásicas y nuevas, más creativas, esperando ser probadas. Llamémosles aventuras, especialmente si se las podemos atribuir a la juventud. O a un facsímil pasable: la “adolescencia tardía”, común entre los gays que por fin destapan sus ganas de vivir después de años de atiborrárselas. Adolescentes de veintitantos, o treinta-y-tantos (como yo entonces), o más (como yo ahora).

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Por mi parte, acatando mi propio amago de juventud retardada, me aventé a trabajar de barman en los “afters”, las noches del sábado al domingo hasta las seis de la mañana, en el único bar gay de la ciudad que abría (sin permiso) a esas horas. Una aventura que decidí de día, despierto, y ejecuté de madrugada, desvelado, consciente de que no podría contar esta historia sin exhibir mi mal juicio. No sólo vendía alcohol sin licencia, autodenominándome “barman”, estaba yo solo y hacía de todo, desde sacar borrachos, hasta recoger condones y pasar el trapeador por los desastres más conspicuos. No sé, tal vez debería omitir que estábamos en medio de la pandemia, no vaya a ser que piensen mal del desarrollo de mi lóbulo frontal.

Alex no trabajaba en una maquila. Llegó antes de las 11:00 y lo reconocí como un gringuito mochilero. No había visto muchos de esos, y por eso le agarré cariño rápido y lo cobijé en la conversación mientras llegaban más clientes a relevarme. Le cayó al after después de una cita fallida de Grindr. Me platicó en inglés el esbozo del cliché de sus circunstancias: Con su audacia gringa se había venido a México sin hablar español, hacía un par de meses, para quedarse con su novio tapatío de internet, con quien rompió (oh sorpresa) en menos de dos semanas. Ahora andaba solo con su mochila, su teléfono y los pocos dólares que le quedaban.

Foto de Pixabay: https://www.pexels.com/es-es/foto/fotografia-en-escala-de-grises-de-botellas-sobre-la-mesa-274192/

Me relató su cita fallida de ese sábado con un tipo insufrible que lo sometió a un monólogo de dos horas sobre sus exes y la toxicidad de la comunidad gay local. Ya ves cómo son los chavos de ahora, todos superficiales y fijados, no como él: un vato de cuarenta que no sale con nadie de más de veinticinco, y no encuentra a quien lo juzgue por su superioridad intelectual, en vez de por su incapacidad para ofrecer buena compañía.

Después de desahogarse, dando muestra de su buen carácter, Alex se disculpó por hacer lo mismo que su cita: confundir la plática con un monólogo bilioso. “Es natural”, le dije, “y parte de mi trabajo”. Yo soy el confesor en estos rituales de arrepentimiento. “Un vato te llena de malas vibras, y necesitas pasárselas a alguien. Cuando me las pasas a mí, aquí se quedan y yo las mato de hambre”.

Ya como a las tres, con más clientes, música más alta y más borrachos, los gays empezaron a bailar. Un par de amigos de Monterrey llegaron al “after” y adoptaron a Alex, enseñándole a bailar cumbias regias. Empujaban con gusto contra su timidez y su sensibilidad indie-alternativa. En un radio de unos metros alrededor de la barra, gracias al gringuito, reinaba el goce de tener visita del “otro lado”, que nos permitía practicar nuestro inglés y presumir nuestro espíritu festivo mexicano.

Y le robaron el teléfono al pobre güero flaquito. No sé quién fue, pero sí sabía. Sin pruebas pero sin dudas. Era un tipo de mi edad, trabajador de maquila, que se gastaba un tercio de su semana en una noche y que volvía cada sábado a frustrarse, en etílica negación de la realidad: yo nunca lo iba a pelar. Mi mala decisión de haberlo besado por cortesía, tomada hacía un par de semanas, vino a pasar factura. De las cinco a las seis de la mañana, buscamos el teléfono hasta debajo de las calderas, pero ya se lo habían llevado. La búsqueda fue poco más que una muestra de simpatía de los pocos clientes restantes, que me ofrecían que los basculeara para demostrar que no lo tenían. Finalmente, los regios se llevaron a Alex con ellos, invitándolo a conocer Monterrey, y así siguió su aventura.

Una desvelada memorable, como fueron varias en el after, de momentos efímeros de conexión y decisiones cuestionables. Alex siguió su camino, llevando consigo una historia más que contar, y yo volví a mi rutina de madrugadas ojerosas, reflexionando sobre el precio de las aventuras, tan simple a veces como un teléfono perdido o un beso sin futuro.

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