agosto 25, 2025

Cuidar en silencio

By In Especiales

Por Laura Rodríguez

La sirena cortó la noche como un cuchillo. No recuerdo haber pensado en otra cosa, salvo que en unas horas cumpliría nueve años. Afuera de casa, las luces azul y roja de la ambulancia rebotaban contra la calle. Adentro, el aire olía a sueño interrumpido, a miedo, a algo que todavía no sabía nombrar. Hubo una niña —yo— que vio cómo su vida cambiaba sin comprender del todo qué estaba mirando.

Hasta entonces, mi cumpleaños era un acontecimiento en la colonia. Se cerraba la calle, se rentaban payasos, juegos inflables. Llegaban niños que ni conocía y siempre había un pastel tan grande que alcanzaba para todos. No recuerdo un año sin fiesta.

Ese 2009 iba a ser igual, pero dos días antes el teléfono sonó. Mi papá, trailero de oficio, había tenido accidentes antes, pero ninguno como este: el camión y sus dos tolvas cayeron por un barranco; la cabina se compactó y su cadera quedó atrapada entre el asiento y el volante.

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Días después nos contaría que, cuando un tráiler se accidenta en carretera, aparecen los rapiñeros: llegan antes que la policía para tomar lo que puedan. Uno de ellos lo ayudó a subir a la carretera y llamó a la ambulancia. Con las piernas inmóviles y un dolor que le partía el aliento, mi papá pensaba en cómo iba a decírselo a mi mamá.

Nosotras nos enteramos el 25 de noviembre. Mi mamá escuchó su voz quebrada y supo, antes de que él lo dijera, que algo estaba muy mal. Tenían esa conexión rara que les permitía intuirse. Él estaba en un hospital de Villahermosa y sería trasladado a Veracruz para recibir tratamiento en casa. “No te asustes cuando llegue”, le advirtió.

Yo pasé ese día en una bruma extraña, viendo llorar a mi mamá sin hacer preguntas. La noche del 26, poco antes de la medianoche, una ambulancia entró a mi calle. Su sirena partió en dos el silencio. Mi mamá salió de casa corriendo, y yo pensé: “Qué mal momento”. Me quedé quieta, demorando en bajar. Los paramédicos dijeron que no podía moverse de las piernas para abajo, que había que llevarlo al hospital. Él lloraba. Solo una vez lo había visto llorar de esa forma; escondido en la cocina me pedía disculpas a mí. En esta ocasión, le pedía a mi mamá que lo perdonara por algo que yo no alcancé a comprender.

Esa primera noche no dormimos y puedo contarla como la desvelada más memorable. Los paramédicos lo subieron a la habitación y mi mamá se sentó junto a él, en la cama, tomándole la mano, mientras los dos murmuraban palabras que me parecieron hechizos. En algún momento, él le pidió ayuda para ir al baño pero su cuerpo no respondió y ella no pudo cargarlo. En silencio, mi mamá trajo el mantel de plástico con el que se cubría la mesa del comedor y lo extendió, con mucha suavidad, sobre la cama y debajo de mi papá. Él, entre lágrimas y maldiciones queditas, defecó ahí mismo. La escena me dejó una presión en el pecho. Saber que mi papá, una figura tan grande e inalcanzable para mí, era así de vulnerable me dejaba angustiada

No me acerqué a ellos; me quedé tirada en el suelo, al lado de la cama, en silencio y tratando de volverme invisible. Porque en algún rincón de mi entendimiento, comprendí que el cariño también se ejerce en silencio, sin que nadie lo nombre ni lo mire. Esa noche, viendo a mis papás así, supe que el dolor físico no es el único que ocupa espacio cuando se trata de cuidar; también el miedo, la vergüenza, la rabia. Y que cuando esas cosas entran a una casa, desplazan todo lo demás

Mi cumpleaños dejó de importar. Durante los meses siguientes, nadie me preguntó cómo estaba. No hubo regalos atrasados ni explicaciones. Asistí en silencio a todo el proceso de recuperación. Me convertí en una sombra: aprendí a reconocer el sonido de sus quejidos, a anticipar sus movimientos, a acercar lo que necesitaba antes de que lo pidiera. No me quejé. No lloré delante de ellos. No pregunté cuándo volveríamos a ser como antes. Porque nunca lo fuimos. Ser sombra me enseñó que los cuidados invisibles sostienen más que cuerpos: sostienen memorias e historias.

Años después, cuando mis padres se separaron, una de las quejas más amargas de mi papá fue que mi mamá “ya se había cobrado” el tiempo que lo cuidó, que él no tenía que “estar agradecido eternamente con ella”. Yo escuchaba eso y recordaba esa primera noche: la sirena, el plástico en la cama, la sensación de que algo irreversible había empezado ahí.

Con el tiempo he pensado mucho en lo que esa desvelada me enseñó. No fue una lección bonita. Reflexioné que cuidar no debería significar borrarse, pero a los nueve años no tenía el lenguaje para decirlo. Durante meses fui más sombra que hija, más testigo que protagonista de mi propia vida. Y aunque esa invisibilidad me dolió, también me moldeó. Sin saberlo, estaba aprendiendo una forma de estar en el mundo que hoy todavía me persigue: que la forma en que me relaciono con quienes me importan —mi impulso por estar atenta, ayudar, anticiparme, incluso a costa de mis propias necesidades— tiene raíces en esa noche. Que si alguien que quiero me necesita, voy a poner el cuerpo para sostenerle.

Por eso, cuando pienso en “cuidado”, pienso también en la intimidad que no se cuenta, en los gestos que se sostienen a oscuras, donde nadie más los ve. En largas charlas durante la noche, esperando que lleguen los primeros rayos del sol. Aprender a cuidar en silencio me enseñó que el afecto puede florecer en lo secreto, en lo oculto, y que ahí también se sostiene el mundo de los otros. Pienso en cuerpos vulnerables. En manos que hacen lo que pueden, aunque duela, aunque incomode. Pienso en olores ácidos, en madrugadas frías, en el zumbido constante de la silenciosa noche.

Mientras escribo, me doy cuenta de que lo que estoy viviendo actualmente tiene sentido. Aquella madrugada me mostró que, a veces, en las historias de otros, solo está permitido ocupar el lugar de la sombra. Y que incluso ahí —entre lo secreto y lo oculto— también se puede amar.

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