agosto 25, 2024

Me voy a desvelar… ¡Y que me pongan una de Antonio Aguilar, para entrar en ambiente!

By In Especiales

Desvelos he tenido muchos, ¡se sabe!  

La mayoría patrocinados por fiestas, alcohol, risas y una que otra droga desprestigiada socialmente. También me he desvelado para cumplir con las obligaciones laborales, aunque los desvelos que más disfruto son los que me dan cuando escribo cosas. Últimamente son involuntarios y cuando me harto de vagar en la web, me pongo a leer y tomo apuntes hasta que la luz del día se asoma por las persianas de mi cuarto. Treinta y cinco años y  los desvelos siguen siendo incontables.

Sin embargo hay uno que me cambió la vida. Uno que recuerdo y me pongo a chillar.  Sac me invitó a colaborar con un desvelo y qué bueno que lo hizo. Tuvo que pasar un año para que yo pudiera escribir sobre esto. No encontré mejor formato que una carta, porque la persona a la que le escribo está muy, muy lejos de este plano y las cartas siguen siendo ese medio en donde prevalece la nostalgia que nos invita a seguir comunicándonos.

***

Hola, Cande.

Espero estés bien. Seguro lo estás porque un par de veces te he visto en mis sueños vestida de blanco, callada y observando. Sí, estás bien. Te escribo estas líneas porque hay muchas cosas que nunca te dije, porque siempre pensé que habría tiempo para hacerlo. Qué equivocada estaba.

Cande, eras todo un personaje. ¿Sí te lo decían? A veces creo que nunca terminé de conocerte. Eras ocurrente, graciosa, alburera, inquieta y la mayor parte del tiempo siempre hacías lo que te venía en gana. Yo te presumo como una abuela amigable, la que a los setenta años se pintaba el cabello y me buscaba abuelos en la televisión. Eras popular, de las pocas personas a las que le regresaban los buenos días, tardes o noches. Eras tan sociable que en el tianguis de los domingos la señora del puesto de micheladas te invitaba tu respectiva miche escarchada con ajonjolí.

La última vez que me despedí de ti fue en febrero del 2023. Estabas sentada en la cama, tenías una playera blanca. No te gustó mucho la idea de tener que mudarme a trabajar a Tijuana: entre tantas preocupaciones, te preocupaba que mi mamá se preocupara y eso me preocupaba a mí. Un mes después la vida le dio una puñalada por la espalda a la familia. No sabíamos que el perder un nieto te iba a quebrar por dentro.

En julio del mismo año te volví a ver, pero estabas internada, acostada en la cama del hospital. Cuando me viste lo primero que me dijiste fue que ya me regresara, para que mi mamá dejará de preocuparse. Conste que cumplí mi promesa y aquí estoy, en el centro del país sobreviviendo a la cotidianidad. Pero el motivo de esta carta/reflexión comenzó desde el momento en que tus hijas se estaban poniendo de acuerdo para turnarse a cuidarte durante toda la noche. Yo me ofrecí sin pensarlo. 

Ese día decidí desvelarme porque sentí que nunca hice nada por ti. Hasta el momento, ese desvelo a tu lado ha sido el más fugaz y frustrante de mi vida. Mientras te cuidaba me cuestionaba sobre la muerte, si mi vida tenía sentido y me atrevi a compararme contigo. No lo tomes personal Cande, ya sabes por donde va esto.

Mientras te miraba maldecía el sistema de salud público en México, reprochaba lo miserable e inhumano que puede ser el personal médico al minimizar el dolor de un paciente a punto de morir. Cande, cuando tú te quejabas de la incomodidad, del dolor y de no poder dormir yo corrí varias veces a buscar a la enfermera para que te diera un medicamento que te hiciera descansar. Insistí tanto que te inyectaron un calmante, pero no funcionó. Lloré de no poder hacer nada, me reproché de los estudios de los que tanto me felicitaste, ¿de qué me servían si no pude calmar tu dolor? ¿De qué servían si en ese hospital nadie me hizo caso?

Cande, aquella noche yo no descansé ni un minuto. Me desvelé echándote aire con el abanico y con ese pequeño ventilador de bolsillo. Te refresqué la frente con trapos húmedos y cuando tuviste sed te di agua. Me sentí impotente por no hacer más y me reproché por no tener dinero suficiente para que tu último suspiro se desvaneciera en un hospital privado, con una cama cómoda, con los servicios que merecías.

Esa impotencia me llevó a cuestionarme sobre el por qué sufriste tanto. No sólo en esos instantes sino a lo largo de tu vida. Después pensé en que la mayoría de las mujeres de mi familia también han sufrido: por violencia familiar o violencia económica. Las mujeres que perdieron hijos, las niñas que perdieron a su madre. Las madres que se sacrificaron, las que fueron señaladas por rehacer su vida, a las que abandonaron, las que fallaron y las que son juzgadas por no tener pareja, por no tener hijos. El sufrimiento nos ha construido. 

Foto de Pixabay

Las condiciones de tu partida me dan mucho coraje. Llevo el coraje de mi propia existencia y ahora el coraje de tu sufrimiento, de la pobreza en la que sobreviviste, de tu infancia, tus matrimonios, de tus malos ratos. Trabajaste hasta los últimos días de tu vida teniendo setenta y cuatro años. Una vez me dijiste que no fuiste una buena madre… ¿Pudiste ser mejor? Tal vez sí. Pero Cande, nadie te juzga porque hiciste lo que estuvo en tus manos: fuiste fuerte, valiente y perseverante. Tus hijas te recuerdan con mucho cariño. Fuiste una gran mamá. 

Cande, morir es lo único seguro en esta vida, pero tu ausencia significa para mí que estamos envejeciendo, que nos estamos acabando y que algún día nos tocará partir. No me da miedo la soledad, me da miedo ver morir a la familia. Me da miedo pensar que una despedida sea la última. Me da miedo que duela. Aún recuerdo cuando de niña, mirando la televisión, le pregunté  a mi mamá si ella y mi papá también se iban a morir, ella me dijo que sí, que era algo natural, pero que para eso faltaba mucho tiempo. Sentí miedo, me aferré a su cintura con mis brazos y le dije que no quería que se murieran. Ella dijo que no pensara en eso, que faltaba mucho tiempo. Cande, ya pasó mucho tiempo y cada vez tengo más miedo.

Seguro esto que te cuento se desvanecería con tu frase célebre: “¡Aguántala que es delgada!” ¡Jajaja! ¡Ay Cande! Ojalá hubiera podido hacer más por ti, ojalá pueda hacer más por mi mamá…¿pero sabes qué? Leer me ha permitido comprender que no es nuestra culpa, que es más complejo de lo que imaginamos. Las ganas de salir adelante, por hacer cosas chingonas, son tan grandes como las brechas sociales que nos atraviesan. Perdón Cande, ya sabes que me gusta andar de rojilla. Pero haré lo que esté en mis manos, hasta que me canse, porque soy terca, así como tú. 

A un año de tu partida te extraño y extraño mucho el sabor de tu arroz rojo. Extraño cuando me pagabas veinte pesos si bailaba una cumbia con el primo. Extraño verte llegar del mercado. Pero tú te querías ir y como siempre te salías con la tuya, ahora sé que estás a lado de tu nieto, te sientes tranquila y en paz, bailando una guaracha, escuchando la Matancera, unas rolas de Sonia López o exclamando: “¡pongan Antonio Aguilar para entrar en ambiente!”

Cande aún sigo tus consejos y a donde quiera que voy me cubro del frío y me tapo del sol. Siempre me cuido mucho, tengo bien limpiecito mi cuarto y a veces trapeo con fabuloso del morado porque decías que ese limpia mejor. Aunque no te prometo no estar tanto tiempo en la calle, porque a mi me gusta mucho andar por allí: tomar rumbos para perderme mientras conozco lugares. Supongo que eso inconscientemente lo aprendí de ti.

Candita, gracias porque en esta vida fuiste mi abuela, ojalá las circunstancias nos hubieran permitido a mí y a mi hermana, convivir más contigo. No dudes que, pese a la distancia, siempre estuviste presente. Ojalá el tiempo se detuviera muchos años (así como dice la canción) pero como eso no puede ser, siempre busco sacarle brillo a la adversidad, vivo y reflexiono. Sólo me queda aceptar que cada día que pasa envejeceré, lo bueno es que ahora empiezo a comprenderte y entenderte mejor. Cande, creo que eso es lo que llaman experiencia.

Te abrazo bien fuerte, Cande. Nos vemos en mis sueños.

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