agosto 25, 2025

La madrugada que nos devolvió el nosotros

By In Especiales

Por Leyre Diana

Hay noches que no se duerme porque el corazón no lo permite. Así empezó para mí el 2025. En Machala, ciudad costera que vio nacer y despedir a mi padre, nos desvelamos en familia. No por insomnio, sino porque el tiempo por fin nos pertenecía.

Yo emigré de Ecuador en 2021, y no fue hasta dos años después que entendí que mi hogar ya no era mi residencia. Migrar te enseña muchas cosas, pero también te roba otras. Te acostumbras a celebrar en videollamadas, a fingir que no duele perderse los abrazos de fin de año. Pero esa noche, la brisa tenía algo distinto. La felicidad y la nostalgia me abrigaban, como si supieran que era mi turno de volver.

Hay una chispa en las primeras veces. Somos una familia marcada por el dolor, pero que nunca dejó de reír. Una familia que, incluso con la pérdida, sigue creciendo. Era la primera vez que mi esposo vivía una celebración al modo ecuatoriano, y lo hacía rodeado del milagro de tener a casi todos reunidos en la terraza de la casa de mi tía Mirella. Después de recibir varias celebraciones en Estados Unidos, era el turno de que supiera que soy quien soy por el país en el que crecí

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El ambiente olía a pólvora, muñecos de papel para quemar, el pavo que se sirvió a media noche mientras no aguantabamos el hambre y unos mojitos caseros. Sonaba a toda la música latinoamericana que sabe cómo pausar las penas, a los juegos pirotécnicos que cruzaban el límite del ruido. Y se veía como un sueño para mí. Dicen que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Pero a veces sí se sabe, y aun así la vida no hace excepciones. Esa noche, sin embargo, le gané yo. Tenía lo que mi corazón más atesora: mi familia junta.

Las tradiciones de año nuevo no faltaron. —Préstame esa maleta, yo también quiero viajar, me dijo mi tío Robert. Junto a él, mi mamá y mi tía Eliza corrieron por la calle, mientras yo deseaba que alguno de esos viajes fuera una visita hasta donde yo vivo. Comimos las doce uvas, quemamos el viejo. Y nos abrazamos con ese sentimiento que se atora entre la nariz y los ojos, esas lágrimas de un sentimiento que no puedo nombrar.

La celebración después de la cena duró hasta las seis de la mañana. Creo que nadie quería dejar ir esa noche por lo que significaría hacerlo. Durante esas horas, mis abuelos nos miraban reír, mis primos compartían un trago juntos por primera vez desde que todos legalmente podíamos, mis tíos bailaban sin zapatos, grabando todo no sólo en los celulares. Éramos todos cantando hasta que las cuerdas vocales no daban más. Era el calor costeño haciendo brillar los rostros, como si la felicidad sudara.

No lo puedo negar, mientras el sol salía, luché para aguantar más, para no dormirme. No quería que acabara. No quería enfrentar la realidad de no saber cuándo será la próxima vez que suceda.

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