agosto 25, 2023

Aquellas noches de abril…

By In Especiales

*Este texto se lee escuchado la siguiente canción: 

“Solo se muere cuando se olvida, y yo nunca te olvido”

-Coco.

Ha pasado un año desde aquel 26 de abril, cuando el universo decidió que sería el momento para que una de las personas más importantes de mi vida partiera: mi abuelo. 

Recuerdo bien ese martes, me había puesto el suéter azul que tanto me gusta y fui al hospital para cuidarlo. Había dormido tranquilo y se le notaba un mejor semblante que en días anteriores

— ¿Cómo amaneció, abuelo? — fue lo primero que pregunté al entrar al cuarto, saludarlo y peinarle un poco el cabello. Asintió y pronunció un “bien” mientras cerraba los ojos y empezaba a cuestionarme dónde estaba la abuela. 

Al cuarto entró el médico que lo atendía, le saludó, le hizo algunas preguntas y después de revisarlo le dijo “Don Gero, salió muy bien en sus estudios. Ya se va a casa”

— Fer, hija… ¿Nos corren o nos vamos?— preguntó. 

Mi corazón latió fuerte y las lágrimas estaban por rodar. “Se acordó de mí”, dije en mi mente, ese momento fue bonito, porque entre todas esas cosas que “olvidó” momentáneamente a raíz de lo que le pasaba, estaba yo… su primera nieta

— Nos vamos abuelo, ya nos vamos a su casa. — respondí y él sonrió. 

Después de todos los trámites para su alta, nos fuimos. La tarde transcurrió bien, él estaba tranquilo y nosotros felices de volverlo a tener en casa.

En ratitos iba y me acostaba a su lado pidiéndole que le echara demasiadas ganas para que se recuperara por completo y que me diera una segunda entrevista sobre su vida. Como respuesta recibía una caricia en el cabello o una palmadita en el hombro. 

Hasta que llegó la noche y las esperanzas de que pronto el abuelo se sentaría conmigo en la cocina a tomar cafecito y contarme sus anécdotas se fueron en un instante

Cinco personas estábamos en la habitación, pero ninguna pudimos hacer mucho. Sólo veíamos como sus ojitos se iban cerrando poco a poquito y su mano dejó de apretar la nuestra. 

Ni todos los rezos, ni todas las súplicas lo mantuvieron con vida

La sala de la funeraria se volvió “nuestra casa” por tres días. Esas 72 horas llorando, asimilando y, sobre todo, cuestionándonos el por qué sucedió si el abuelo estaba bien.

Una noche después de su sepelio, mientras recordaba el último momento que viví con él, encontré la respuesta. 

Los ojos me pesaban, pero no tenía sueño ni estaba dormida, sólo no podía abrirlos por alguna razón

El ambiente cambió, de mi habitación pasé a la sala de casa de mis abuelos y en ella se encontraban mi mamá, mi hermana, mi abuela, mi tía y un primo. Los miraba, pero ellos a mí no.

Fijé mi vista en el pasillo que daba a la habitación de mi abuelo, como si algo me llamara y segundos después salió de ahí Don Gero. Vestía un pantalón café, una camisa verde, sus huaraches y una gorra roja, sus prendas favoritas. 

Me sonrió y caminó hacia mí mientras decía “Fer, hija… necesito que les digas algunas cosas”, refiriéndose a los que se encontraban en el lugar. 

Mi corazón se aceleró, asentí a su petición y tomó asiento a mi lado. Puntualizó qué debía decirle a cada uno y luego hizo una pausa, me miró y me apretó un cachete, como solía hacerlo, mientras decía:

“Te elegí a ti porque sé que podrás decirles esto en el momento que lo necesiten. Estoy bien, estoy tranquilo, dejen de preocuparse por mí, necesitaba descansar. Dejen de llorar porque siempre voy a estar”

Iba a responder cuando abruptamente abrí los ojos. Hacía frío, me levanté de la cama y la cortina que estaba en mi habitación se movió, como si alguien hubiera salido por la ventana. 

A la mañana siguiente repasé todo lo ocurrido, por momentos pensé que sólo había sido un sueño, porque a final de cuentas el hecho era reciente, hasta que, mientras le daba tantas vueltas a todo y por mi mente pasaban los mensajes que tenía que dar, un olor peculiar se coló en el ambiente: el perfume que usaba mi abuelo.

En memoria del sr. Gerónimo Figueroa Ortiz (1949-2022)

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