Por Pilar P.
Desde ese viernes de octubre tengo la teoría de que las mejores noches son esas de las que uno no espera absolutamente nada. Esas noches por las que “no das ni dos mangos (pesos)”, diríamos en Argentina. Y aunque nunca en mi vida pensé que lo que estoy por contar fuera un hecho para romantizar, la realidad es que es, innegablemente, mi desvelada más memorable.
Recuerdo las 24 horas de ese viernes primaveral en Buenos Aires. Si alguien me hubiera dicho temprano cómo terminaría mi día (o, mejor dicho, cómo comenzaría mi sábado), yo lo habría tratado de loco. No había motivo alguno para imaginar que algo así podría suceder: no estaba de novia, no estaba saliendo ni hablando con nadie y tampoco estaba dispuesta a compartir ese momento con alguien con quien no tuviera confianza.
La rutina seguía como la de cualquier otro viernes: cursar, pasar horas y horas en la radio de la universidad, un viaje largo en colectivo y llegar a casa pasadas las nueve de la noche. A pesar de terminar cada semana agotada, el cansancio acumulado y el estrés del programa hasta la noche no evitaron que fuera al cumpleaños de mi amiga.
Bueno, creo que mentí cuando dije que la rutina seguía como la de cualquier otro viernes. Algo que no pasaba tan seguido era sentirme tan linda y relajada. Ni siquiera recuerdo haber tardado en elegir mi outfit por sentirme incómoda. Me sentía tan linda que quise capturarlo con unas cuantas selfies que ahora miro cada tanto con mucho cariño. Después de todo, ¿por qué iba a sentirme incómoda? No había nada que me generara ningún tipo de presión. Iba a una fiesta en un bar tranquilo que ni conocía, con mis amigos.
En mi vestidito negro favorito y mi campera de denim celeste salí para Recoleta escuchando “Masseduction” de St. Vincent, una y otra vez en loop. Pasadas las doce, el personal del bar levantó las mesas y corrió las sillas para convertirlo en un boliche (antro o discoteca). Una barra libre no se desaprovecha por más de que una no necesite desinhibirse esa noche: para las dos de la mañana ya había tomado unos seis vasos sex on the beach. Una buena racha de confianza tampoco se desaprovecha y para las tres de la mañana estaba besando a algún desconocido.
No sabía y nunca sabré su nombre, pero también debo agradecerle a él porque fue quien indirectamente desencadenó lo importante de esta historia. Me invitó a ir a su casa, que estaba a pocas cuadras, y bien podría haberse convertido en el protagonista de esta historia. Pero no. Esperen. Es solamente un personaje secundario. Admito que lo pensé: le di vueltas y vueltas porque sentía que ya era hora y que quizás ese era el momento. Si bien había tenido situaciones parecidas antes, por alguna razón pensaba que, en una de esas, ese viernes de octubre era el día. Todavía no sabía que sí era el día, pero él no era la persona.
Juro que los seis tragos no me habían despojado de capacidad de consentir ni de la cordura. Recapacité y me di cuenta de que para lo que yo quería era una locura. Por supuesto que no juzgo a nadie que tenga sexo casual con desconocidos, pero en el fondo no era lo que yo deseaba. Rechacé la invitación y volví con mi grupo de amigos, que estaban en la otra punta del bar.
Nadie daba ni dos mangos por esa noche, pero ahí estaba mi mejor amiga a punto de irse con el chico que le gustaba. Con una evidente cuota de alcohol en sangre, se despidió de mí mirándome a los ojos y me dijo “cuidate”. “¿De qué?”, le pregunté. Mi amiga solamente repetía muy seriamente “vos cuidate”. No entendía nada, pero ahora creo que las mejores amigas sí son un poco psíquicas.
Entre risas le conté la secuencia con el muchacho desconocido a mi amigo A, que cuestionó mi decisión de no haber aceptado. Le expliqué que me parecía un poquito peligroso y que además nunca había estado con nadie. Me hizo la pregunta que tanto odiaba: ¿por qué? No hay respuesta para eso, simplemente no se dio la situación, aunque yo sabía que seguramente tuviera que ver con que mi cuerpo me generaba mucha vergüenza y eso le expliqué.
— Yo creo que deberías estar con algún amigo tuyo entonces.
— ¿Sabés que la pensé? Pero no tengo ningún amigo como para eso.
Sin pensarlo y mucho menos dudarlo por un segundo, A dijo: “Yo puedo ayudarte, si querés”. Obvio que quería, de hecho sigo sin poder imaginar una situación más perfecta. Bailamos un rato más, fuimos los últimos en irnos de fiesta y a las cinco y media de la mañana llegamos a su casa.
Gracias, amigo. Por ayudarme a perder la vergüenza y ganar más confianza que nunca, no solo con tu “ayuda”, sino con todo lo que me escuchaste y me aconsejaste durante esos meses siguientes. Eso es lo que realmente no se olvida nunca. Me alegra haber ido a esa fiesta por la que ninguno daba ni dos mangos.