octubre 27, 2025

Diáfana

By In Enigmas

Por: Valentina Almaraz

En las horas incansables, me habito entre trazos y pigmentos, entre líneas y luz. 

El azul ocupa el quinto lugar en el espectro luminoso y hay días en los que soy de ese color.  Pero no un azul funesto como lo opaco de un día nublado, más bien azul mar: intenso,  salvaje, valiente. Azul cielo, inmenso, ligero y voluble. Azul témpera que hiela la vértebra. 

Azul que permanece, callado y contemplativo, que observa los ademanes y pasos en las  calles, que exige la dulce tranquilidad de las reminiscencias olvidadas. 

Pero otros días, a otras horas, soy verde. Verde como el hueco en el césped transitado, verde  que se cansa y se magulla con la promesa de no ser, de sí ser y de no ser otra vez. 

Verde palmera que observa vehemente desde lo alto, que especta entre las hojas sus múltiples  tristezas sosegadas. Verde enredadera bajo el inexorable letargo de las noches de verano. 

Luego, con la sensible rigidez de lo desconocido, abandono espectros tropicales para ser  amarillo; amarillo brillante como el nenúfar ardiente, como el sol en la esquina de una hoja.  Amarillo vital que goza entre amapolas, que llena el corazón, que impregna las venas y  desborda por los ojos. Amarillo inocente que acaricia las pestañas. 

Pero el amarillo siempre tiene fecha de caducidad antes de llamarse rojo. 

Rojo como la futilidad de las palabras que mi voz pronuncia, como la ira que me crece en los  huesos extintos, como aquello que no está sujeto a interpretaciones erróneas. Rojo como el  amor que se queda en las manos, como el latido que no trasciende. 

Rojo granada, no rojo cereza. Rojo agrio, no rojo dulce. El rojo no ha de ser dulce (no sabe)  porque siempre está a la espera de lo que nunca llega. 

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Pero dicen que el rojo ha de ser morado con las dosis correctas de azul. Por eso cuando soy  morado, soy calma neutralizada, soy el bostezo a las cuatro de la tarde, el gato sobre la teja.  Soy la flor de lavanda en tu jardín olvidado y soy las palabras que se suicidan a la espera de  la noche mientras voy morando insidiosos escenarios y atisbando sueños que se esfuman. 

“¿De quién es aquello que nadie recuerda haber perdido?”, pregunté. 

No hubo respuesta. 

Es entonces, cuando el color sucumbe al alba, que yo existo. Impávida, inocente. Ineluctable  ante la experiencia humana que significa vivir.

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