octubre 27, 2021

El Coyote

Octavo Códice

By In Enigmas El Coyote

El coyote llegó hambriento y desesperado a las puertas del templo de todas las sabidurías, o como todo mundo lo conocía: la casa de los colibríes. Con calma y en silencio se deslizó como una sombra; sus dientes, su visión, su cuerpo, todo estaba listo para saltar sobre una presa, cualquiera que esta fuera. Sin embargo, al recorrer la gran casa, habitación por habitación, sólo se encontró con muebles repletos de códices, tambores, incluso brillantes objetos de oro, pero nada que pudiera saciar su hambre. Caminó, se escondió y hasta corrió (a pesar de su debilidad) en las extensas habitaciones, pasillos y galerías. Nada o nadie que sirviera de alimento estaba por ahí.  

En una de sus tantas vueltas, se encontró de frente con una gran puerta que  no había observado, aunque estaba seguro de que haber pasado por ahí con anterioridad. Esto despertó su curiosidad, por lo que puso su pata sobre la gran y pesada puerta, la cual empezó a moverse lentamente y en silencio hasta quedar abierta por completo. Dentro estaba una habitación perfectamente circular que parecía estrecharse hacia el techo, y frente a él estaba un altar, el altar de todas las sabidurías. Era una especie de nicho sobre una enorme mesa, todo formado de una piedra negra y opaca. Dentro del nicho estaba una esfera de luz que en un momento dejaba ver una estrella tridimensional de cinco picos, que luego  se convertía en una estrella de siete u ocho picos. La pared estaba adornada con flores de color blanco y amarillo que brotaban de algunos tallos verdes que corrían por todo el muro para morir un instante después, pero de los tallos verdes nacían más y más flores.

Más de este desvelado: La Serpiente.

El coyote curvó su espalda para saltar sobre los colibríes que volaban alrededor de la estrella de luz, ante sus ojos hicieron más lento su vuelo y observó que solo eran siete y lo miraban fijamente. Se sintió confundido por la mirada de los pájaros, pero aun así saltó sobre ellos destrozando sus alas para evitar que alguno escapara, luego con gran calma empezó a devorarlos uno por uno, cada bocado lo hacía sentir  que saciaba su hambre pero confundía su mente. 

Antonio Ruiz

Lamió la sangre del suelo para evitar el desperdicio. La comida había satisfecho su cuerpo, pero dentro de su mente descontrolada pensaba que tal vez  no podría tener un festín como este en mucho tiempo.  Fue entonces cuando observó que la sombra de los pájaros estaba perfectamente dibujada sobre el suelo, sus plumas, sus picos, cada detalle era visible, poco a poco las sombras se fueron convirtiendo en una, para integrarse en la esfera de luz, que en ese momento era una estrella de ocho picos.

La esfera, el altar, toda la habitación empezó a despedir una fuerte luz y un calor insoportable como el de muchos soles de mediodía. El coyote quiso correr, gritar o morir, pero quedó paralizado, una extraña sensación invadió todo el cuerpo, sentía como los siete colibríes volaban libremente dentro de su ser, provocando en él visiones de mundos lejanos, extraños y deformes. También veía la vida diaria de los habitantes del valle, sus desventuras, sus alegrías, sus trabajos. Se vio en el espejo de la vida, como el depredador de grandes dientes, como el colibrí destrozado, también pudo verse como el juez dictando su propia sentencia.

Nadie sabe cuál fue la sentencia del coyote, de sus mil muertes y de sus mil almas, pero desde esa noche, llora con grandes aullidos porque sabe del dolor de los que son asesinados para ser comidos, sabe del dolor de las hembras cuando paren o de las que mueren en el parto, sabe del dolor de un corazón maldito, solo o perdido; sabe del dolor gozoso de los que copulan y de los que mueren en la gran batalla.

Dice el cuervo negro sobre el mezquite que aúlla por todas las criaturas del valle, aúlla porque todo lo sabe.

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