Por: Melisa Rabanales
Alba era mi amiga.
Alba era nuestra amiga.
Alba está muerta.
Hace unos días me mudé de departamento en un país que no es el mío. Después de un año de vivir en siete casas distintas, cuatro países, y mucho -mucho- miedo, encontrar por fin un lugar estable y seguro se siente un alivio. Pero también se siente como un huequito profundo en el pecho. Aunque ha pasado tiempo desde que me separé de mi novio, aún me cuesta trabajo pensar que una casa que había soñado para dos, toca, de nuevo, armarla para mí sola. Eso, y hacerlo lejos de la patria.
Supongo que mi mudanza fue como son todas: agotadora. A mi hermana y a mi cuñado se les acababa el tiempo de su doctorado y estaban por regresar a Guatemala. En sus últimos días en Buenos Aires se esforzaron por hacerme sentir acompañada. Me ayudaron a poner mi vida en dos maletas y cinco bolsas, a desempacar -como tantas veces este año- en el nuevo placard y a jugar al tetris con el miniflete que llevaba los pocos muebles de segunda mano que había conseguido.
Hasta entonces todo iba bien. Pero en el segundo que ellos pusieron el pie en el aeropuerto, como era de esperarse, en mi casa nueva, todo lo que podía fallar, falló. El supermercado me canceló la compra de la refrigeradora, no me dejaban contratar el internet sin una cuenta de banco fija, el aire acondicionado dejó de funcionar, una fuga en el lavamanos casi inunda todo el baño y el colchón de la cama no llegó a tiempo. Ese día dormí en el piso.
Para colmo, mientras intentaba ponerme en una posición cómoda que me hiciera sentir menos patética, comencé a sentir un fuerte olor a gas. Pensé que podía ser mi culpa, quizás no había aprendido a usar bien la “caldera” y aflojé un tornillo. Me levanté, revisé y todo estaba en orden. Bueno, todo no, seguía oliendo a gas.
Pensé en Alba como pienso siempre que siento ese olor saliendo de una hornilla, como lo hago cada vez que enciendo un fósforo o veo una llama. Pensé en ella y en el accidente. En la llamada de Jessica que auguraba una mala noticia. En la recaudación de fondos y en las conversaciones con mis amigos, cuando nos debatíamos si era justo que viviera con el cuerpo quemado, como si tuviéramos algún poder de decisión. Pensé en que no pude regresar para verla y en lo mucho que dolió no despedirme cuando la pusieron bajo tierra.
Abrí todas las ventanas y volví a la mantita en el piso con la esperanza de amanecer viva. Al día siguiente, al despertar, revisé Facebook. Una de las publicaciones era de H, el exnovio de Alba. Eran fotos de su boda. Se casó con una chica egipcia, como él. Ella estaba vestida con un vestido blanco, cortito, y él con traje azul. Los dos sonreían. Y yo, solita, en medio del living vacío, comencé a llorar.
Lloré porque H se casaba con alguien más que no era mi amiga, porque mi amiga ya no está. Lloré por Alba, que quizás hubiese llorado también con esas fotos. Lloré porque olía a gas y tenía miedo.Y luego lloré por todo lo que no he podido llorar. Por el miedo que sentí el año pasado, y lo mucho que me duele irme. Por las personas que me fallaron y las que no me sostuvieron cuando lo necesité.
Porque en en este país a la refri le llaman heladera. Porque a pesar de los años aquí, aún no sé dónde quedan las cosas, ni qué marcas son buenas, ni en qué tiendas comprar. Porque no me aceptan mis tarjetas, y porque aquí la gente grita para hablar, y aunque intento no tomármelo personal, aún me hace sentir mal. Lloré porque el encargado del edificio me vio intentando hacer entrar una mesa en el elevador y me dio vergüenza que presenciara mi torpeza. Porque tuve que fingir que mi exnovio vivía conmigo porque mi papelería no era suficiente para firmar el contrato sola. Porque no pude reparar la canilla del lavamanos.
Por estos tres años que no han dado tregua. Porque estoy a punto de cumplir los 27 y mientras el agua corría por todo el baño lo único que quería era gritarle a papá que viniera. Que me arreglara el gas, y el agua, y la vida. Que Mario estuviera acá, que se subiera él a la escalera y pagara las expensas.
Lloré porque quiero volver el tiempo atrás y porque me gustaría que me dijeran qué hacer.
Nunca llegué a preguntarle a Alba si a ella le dolía crecer. Si era por eso que siempre trataba de irse lejos, de empezar de cero cada tanto. En Egipto, en España, en Nepal, en Perú, en Atitlán. Me hubiese gustado preguntarle si, como yo, tenía miedo. Si alguna vez lloró cuando algo dejó de funcionarle, o cuando no tenía con qué prepararse un té. Si también le costaba dejar tanto a quién amó. Si estaba harta que le preguntaran de dónde era su acento. Si estaba cansada de moverse tanto, de meter la vida en una maleta. Si a ella Guatemala también le dolía tanto, y el hambre, la injusticia y la impotencia.
Me pregunto si el día que murió estaba sufriendo por crecer. Si por eso no sintió el olor del gas o creyó que no era para tanto. Si intuía que H se iba a casar con alguien más, y estaba triste. Si aún le hablaba cuando se sentía sola. Si se arrepentía después de hacerlo.
Me hubiese gustado contestarle ese mensaje que no le contesté y que creciéramos juntas.
***
En unos días cumplo 27 años, rebasé la edad que tenía Alba cuando tuvo el accidente.
Cada vez me hago más adulta, y me pregunto si alguna vez crecer dejará de doler.
Alba es mi amiga,
Alba es nuestra amiga
A Alba ya no le duele crecer.
Muy buen texto, La Desvelada! Si todos pudieramos desnudarnos así, seguro que entenderíamos mejor que las sonrisas de las redes sociales solo son máscaras.