octubre 26, 2020

Los lugares fantasma

By In Ensayos

Cuando era niña y viajaba por carretera, creía que los indicadores de alineamiento llamados “fantasmas” eran fantasmas de verdad. Creía que, cuando mi papá me advertía antes de cruzar frente a uno, mientras manejaba de noche en la sierra duranguense, no era para que cerrara los ojos, sino para que prestara atención. 

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Todos conocemos una historia de fantasmas. 

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La ciudad en la que mi abuela esperaba era un incendio al final de la carretera (“¿alcanzas a ver cómo todo se está incendiando, menos nuestra casa?”, me decía mi abuelo cuando viajaba con él y, al dar vuelta en una curva, la ciudad aparecía iluminada). La de mis padres, en plena sierra, era un bosque encantado. La carretera era sumergirse en ese puente: mitad incendio, mitad bosque encantado. Al final del viaje, la que emergía era yo, una versión ligeramente distinta para cada extremo del camino.

Así, entre incendios y bosques estaban mi familia, mis amigos y mis mascotas. Y estaban mis casas. Y la escuela, los callejones, las tienditas. 

Cada uno de estos espacios era habitado por fantasmas. En la casa de mis padres, había alguien que se aseguraba que despertaras a tiempo para ir a la escuela. En la casa de mis abuelos, alguien que jugaba con nosotros desde la terraza. En la primaria, espíritus que nos observaban desde la casa vecina, una propiedad abandonada.

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“El fantasma es una metáfora muy poderosa de la memoria”, dice Mariana Enríquez en una entrevista con Olmo Balam. 

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Dejé la ciudad-incendio a los veintitrés. Mi casa en el bosque la había dejado antes, a los diecisiete. Cuando volvía, era para dormir con tranquilidad y estar con mis perros. Mi casa, esa casa, era una burbuja por la que no pasaba el tiempo. Por siempre las mismas medidas, el mismo olor y la misma disposición en los objetos que la habitan. Si yo crecía, ella crecía conmigo, en ese ejercicio de cerrarnos al mundo para no ver más allá.

¿Qué había fuera de mi casa? No lo sé, no me importaba. 

Ya una vez, hace un par de años, me había encontrado de frente con un retrato del presente. Descubrí que una de las casas de mi infancia, la de mis tías abuelas, era más pequeña en la realidad que en mis recuerdos. 

“Descubrir”, como si fuera un secreto y no algo a la vista de todos. 

Ahí, como ahora, escribí para tratar de sanar el sentimiento.

Ahora, la pandemia me encontró en la casa del bosque. La que guarda las muñecas y los cuadros de la Bella y la Bestia.

 Y, obligada a salir de la burbuja, los lugares de mi infancia se me aparecen más y más como esos cuadros en los que, al prestar atención, puedes ver el dibujo previo, los trazos que alguna vez estuvieron y ahora son sólo un recuerdo difuso del pasado.

Más de esta Desvelada: Liliana Blum: escribir al monstruo

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Una escena.

Es de madrugada y vamos al hospital. La camioneta avanza por calles vacías, tal vez por la hora, tal vez porque no es fin de semana, tal vez porque aquí afuera hay una pandemia. 

Sé lo que significa ir al hospital en este lugar que intenta disfrazarse de ciudad.

Por eso desde el 2015 trato de evitarlo y lo he logrado de formas sorprendentes. 

Ir al hospital significa pasar por la calle de casa de B, subir el callejón empinado que está justo enfrente. 

Pasé mucho tiempo ahí cuando era niña. 

En la sala, descalza. En la cocina, sentada en el piso. Escuchando las voces de nuestras madres a lo lejos.

Trato de no ver. Trato de fijar la mirada en el celular, en la ventanilla contraria, como lo he hecho las otras veces que no he podido evitar el recorrido. Pero hoy, en esta madrugada, aguanto la respiración y trato de observar las líneas que construyen su casa en mi memoria, sólo para descubrir que no están y dudar, no saber, si es la realidad o su casa es otro de esos recuerdos que, bloqueados por el dolor, se afantasman

Como una casa de muñecas que un día alguien se lleva para otra niña, dejando sólo una línea de polvo en el espacio que ocupaba. 

Una huella casi imperceptible para el recién llegado.

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Hablando de la hauntología o fantología, el concepto creado por Derrida, Mónica Cragnolini la define como una “filosofía de umbrales” que se mueve entre vivos y muertos, y, por tanto, entre el pasado y la espera, entre lo que ha ocurrido y lo que está por llegar: 

“En el juego de memoria y espera, el otro es siempre en mí una huella, un vestigio, está siempre diferido […] Se abre, en este sentido, una perspectiva de pensamiento en torno a la memoria y la espera que, quebrando los esquemas de la unión y los horizontes totalizadores, asume el riesgo nietzscheano del ‘quizás’ en esa marca fantasmática que es la presencia del otro en mí. Derrida señala que ‘Todos los fenómenos de la amistad, todas las cosas y todos los seres que hay que amar dependen de la espectralidad’. Por ello, tanto como figuras de la memoria, cuanto como figuras de la espera, ‘hay que amar a los espectros’”.

Me niego a que el espacio vacío (¿vacío en la realidad o vacío en las trampas que construye mi mente?) reemplace los recuerdos de mi -nuestra- infancia.

Y mientras me aferro a esas imágenes, a las escaleras larguísimas, al techo en pico como casa de duende, a las ventanas blancas, a los imanes del refrigerador, a los fantasmas que asomaban desde el segundo piso, me pregunto qué dice de mí el abrazar con tanta fuerza un recuerdo que, respetando su naturaleza, se diluye poco a poco.

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Tu casa es otra de las casas de mi infancia que no quiero abandonar. 

Casas, escuelas, lugares, que abren fracturas en mí cuando me muevo a un nuevo espacio.

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“¿Cómo opera un fantasma? El fantasma resiste a la ontologización: a diferencia del muerto, que está situado y ubicado en un lugar preciso, el fantasma transita entre umbrales, entre la vida y la muerte. No habita, no reside, sino que asedia”, escribe Cragnolini. 

En una línea similar, Walter Benjamin escribe que: “El lenguaje ha indicado de modo inequívoco que la memoria no es un instrumento de exploración del pasado, sino su escenario. Ella es el medio de lo vivido igual que es el medio donde las ciudades muertas yacen sepultadas”. Así, para Benjamin la memoria no es el instrumento luminoso que nos permite caminar por sus calles mirándolo todo con fascinación; es, en realidad, un espacio en el que entran en juego también las cosas que olvidamos, y aquello que esperamos nunca olvidar. 

En Los Ingrávidos, Valeria Luiselli crea una narradora que escribe para completar los vacíos en su pasado. Citando a Teresa González Arce, elige no sacrificar el plano de la ficción ni el de la realidad, y los hace convivir. El afantasmamiento ocurre aquí, cuando espacios que parecen contrarios empiezan a cohabitar.

Memoria y espera. 

Filosofía de umbrales. 

Si habitara una novela de Valeria Luiselli, sería uno de esos personajes que se afantasman.

Porque asomarse a la memoria es como intentar ver el mundo a través de un fantasma. Como intentar manejar en una carretera repleta de niebla.

Y, en realidad, siento que yo soy el fantasma que ronda estos lugares de mi infancia.

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“Una mujer que escribe (o reescribe) y que alguna vez fue un fantasma”, escribió Vivian Abenshushan en Permanente obra negra.

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Entre mis muchas contradicciones, está la siguiente: ansío el cambio, pero le temo también. Me aferro a la imagen en que esas casas, la escuela, la tienda, son gigantes y niego la realidad, en la que ocupan apenas un par de metros, en la que la pintura se ha desgastado, los árboles han desaparecido y ocupan su lugar construcciones que, en mi necesidad de rechazarlas, encuentro espantosas.

Recorro en bicicleta lugares que no viven en mi memoria. Termino adolorida por el miedo a caer, y por la conciencia plena de que estoy creando nuevos recuerdos. Intento que no desplacen los anteriores. Que haya un consenso, que ninguno salga perdiendo. Que la marca fantasmática que han dejado en mí no deje de palpitar.

El movimiento trae quiebres. Una mudanza no representa romper con todo lo que existía antes, como pensaba cuando era más joven, pero sí representa una alteración, como una estría delgadita que aparece de pronto en las rodillas, cuando nos estiramos sin que el cuerpo alcance a procesarlo, o un tatuaje que elegimos. 

Poblada de fantasmas, habito estas pequeñas fracturas.

Written by Sac-Nicté Guevara Calderón

Maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid y Maestra en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Fue becaria del programa Prensa y Democracia (PRENDE) de la Universidad Iberoamericana y parte del MashUp de periodismo “Balas y Baladas” de 2016, finalista del Premio Internacional de Crónica “Nuevas Plumas” 2017 y, desde 2019, forma parte de la #RedLATAM de Jóvenes Periodistas y de la Redacción Líquida de Distintas Latitudes. Como académica, ha presentado su trabajo en el Observatorio Cervantes de la Universidad de Harvard, y en diversos congresos nacionales e internacionales. Sus áreas de especialidad en este ámbito son la crónica virreinal novohispana y la crónica latinoamericana del siglo XIX. Como criatura híbrida, adora explorar los puntos de unión entre géneros y temas, por imposibles que parezcan. Escribe sobre cultura -desde todas sus concepciones, aunque le obsesiona la pintura- y sobre moda. Desvela enigmas literarios y periodísticos.
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