Por: Fernanda Hernández Orozco
Me gustaste el primer día de tu taller, un jueves de octubre de 2014. Desde adolescente tuve debilidad por los hombres de cabello rizado y negro, como el tuyo. Pero tus manos y tus brazos eran lo que me atraía más. Me moría porque me abrazaras y me enredaras en la serpiente de tu brazo izquierdo y me acariciaras con esas manos largas.
El sábado me presumiste varias veces que irías a un concierto de Andrés Calamaro. Estuviste a punto de invitarme, me dijiste más de una vez que tenías dos boletos, pero no te decidiste y yo no capté la indirecta. Ahí nuestra primera indecisión, la peor de todas.
El taller concluyó el domingo. Para despedirnos, nos dimos un abrazo fuerte, el primero y el último.
Al día siguiente nos citamos para tomar un café con un compañero del taller con quien pasaste tu última tarde en México. Solo llegó él, que no dudó en confesar su amor por mí. Salí corriendo del local. Jamás supe más de él, pero de ti sí.
En la mañana siguiente, partiste a Argentina.
Contigo en Buenos Aires y conmigo en Ciudad de México, se desató la peor de las melancolías. Yo te extrañaba como se extraña al mejor amigo de la secundaria. De ahí, todo aumentó.
—Ver tus ojos es como ver a través de la ventanilla de un avión en un vuelo nocturno: por un lado, ver el cielo artificial que forman las ciudades y, por el otro lado, ver el otro cielo, el real, y no saber si quieres subir o bajar—, escribiste.
—¿Te das cuenta que esas no son las cosas que se dicen los amigos?—, respondí.
—Lo sé—.
Esa noche y las siguientes hablamos hasta muy tarde. Comenzaste a insistir que fuera a Buenos Aires, pero no podía. Estaba atada a Ciudad de México, con un trabajo mal pagado y con cuatro días de vacaciones al año.
Te cansaste y desapareciste por primera vez. A mis 23 años y con mi miedo al rechazo, no podía hacer más que insistir. Pero no respondiste más.
Sin ti, el otoño y el invierno chilangos se fueron rápido. Yo me cambié de trabajo, uno que me dejaría libre en julio de 2015 para ir a donde sea.
En Twitter, un DM. Así volviste. No podía creerlo, que volvieras tan de la nada.
–¿De qué color dirías que son mis ojos?—, te pregunte para probarte.
—Hoy diría color del tiempo–.
Eras tú. Me dejé ilusionar de nuevo.
El viaje
Encontré en junio un vuelo a Montevideo, Uruguay por unos 350 dólares. Hice cuentas. Incluso pagando el ferry a Buenos Aires, llegar a Argentina me saldría a la mitad del precio regular. Compré el boleto.
Te escribí mi itinerario y los días que llegaría y me iría de Montevideo. Propuse un par de fechas para vernos en Buenos Aires. Jamás respondiste.
Partí una mañana de agosto. Después de una escala de seis horas en San Salvador, de una revisión exhaustiva en Lima y de un vuelo turbulento sobre la cordillera de los Andes, llegué a Montevideo a la mañana siguiente.
En Uruguay, me olvidé de ti. Conocí a gente genial en el hostel: a una politóloga brasileña con la que hablaba en francés, a un periodista de Río de Janeiro, a un viajero francés con el que iba cambiando de idioma según quién quería practicar su lengua extranjera y a un chico bangladesí que me daba de su curry.
Me ligué a un chileno que no se quería despedir de mí en el Mercado del Puerto. Aprendí a preparar mate como solo los uruguayos lo hacen. Pasé noches cocinando pizza con turistas argentinos y aprendí a quejarme del maltrato de los boliches en portugués.
Argentina terminó por jalarme.
A veces, me da por recordar a Buenos Aires solo porque me la pasé mal. Por el tipo que me robó el celular en la Floralis Genérica o por la laringitis que me dejó sin voz.
Prefiero recordar ahora a Andrés Neuman y sus novelas. O las caminatas largas por Recoleta, San Telmo y Balvanera. O el concierto de Kevin Johansen al que pude entrar gracias a la generosidad de los argentinos que no querían que nadie se quedara fuera. O a Martín, el colombiano-argentino que me acompañó con ruana y mate en mi última noche porteña.
Regresé a Ciudad de México con las maletas llenas de recuerdos: dos cajas de alfajores para repartir entre los amigos y la familia, un par de botellas de vino y los libros que compré en Tristán Narvaja y Corrientes.
Deshacía las maletas cuando me llegó un mensaje en Facebook.
—¿Seguís aquí?—, me interrogaste.
No recuerdo ni que te respondí.
Qué bien que captura esta historia la nostalgia de esos vínculos que no fueron. Me despertó todas las sensaciones que he vivido en esas situaciones.