febrero 14, 2025

Memorias de una exalumna prodigio

By In San Valentín

I didn’t have it in myself to go with grace

Cause when I’d fight you used to tell me I was brave

Taylor Swift

“Eres mi alumna más brillante”.

Estaba sentada en tu oficina la primera vez que me lo dijiste. Levanté la vista porque te había dicho que ya no quería que dirigieras mi tesis —por primera vez— apenas dos horas antes, pero te habías negado y estaba aguantando las ganas de llorar. 

“Eres más brillante incluso que mis alumnos de doctorado, eres la alumna más brillante que he conocido”, seguiste, y sonreíste y sonreí y olvidé por unos minutos por qué ya no quería que fueras mi asesor.

Sé perfecto en qué momento comenzó todo.

A mediados del 2016 te invité a mi presentación en un mashup de periodismo pero la rechazaste, a pesar de que estarías en un foro de medios que ocurría en el mismo lugar. Eso fue un viernes. El lunes me encontraste en las escaleras de la universidad, me pediste que comiera contigo. Me contaste que el fin de semana habías cenado con la editora del Reforma que más admirabas, y ella te había hablado de una tal Sac-Nicté que había presentado un perfil sobre una escritora mexicana que le gustó a un respetado periodista que resultaba ser, además, tu tocayo. “Es mi asistente”, le respondiste, y así como así dejé de ser insignificante para ti. Pensé que había salido de mi papel de alumna que te idolatraba para ser una periodista que, sin tu ayuda, había fascinado a alguien a quien respetabas. Estaba equivocada, me veías como una especie de trofeo que había aterrizado un día en tu oficina y que a todo decía que sí, que estaba disponible siempre. Sé, porque me lo dijeron muchas personas, que esa frase, “Sac-Nicté es mi asistente”, se volvió una de tus favoritas. 

Don y Peggy en Mad Men

Así empezaron los mensajes a las dos de la mañana y tu enojo si no respondía inmediatamente, las peticiones variadas que poco o nada eran responsabilidades de una asistente académica, como ir a la Roma a comer contigo y un diseñador gráfico, o sacarme de clase porque querías un proyector específico a pesar de que había uno en el salón. Te negabas cuando mis compañeros se ofrecían a ayudarme, “Sac lo tiene que resolver. No es posible que no puedas, Sac”. Al finalizar una de esas clases Bicky me dijo, por primera vez: “no es normal que te trate así”. Pero siempre, después de cada regaño, de cada humillación, llegaba el mensaje en el que hablabas de mi futuro prometedor porque te tenía como mi mentor o cualquier otra cosa, así que pensé que estaba exagerando. 

Supe que no cuando escuché esa misma frase de mis papás: era sábado, te había avisado que me iba a mudar y que ellos estarían en la ciudad para ayudarme, por si tardaba en responder algún mensaje. Una intermediaria me escribió por la tarde para decirme que tenía que ir a una obra de teatro, ese mismo día, con los alumnos de Prende. Le expliqué la situación y ella insinúo que te enojarías si no me presentaba. Entré en pánico y mi mamá me dijo que iríamos los tres, para que supieras que no mentía. Nunca olvidaré lo encantador que fuiste con ellos ni tu mensaje cuando acabó la obra: “disfruta a tus papás y el fin de semana, te escribo el lunes”.

Hay una escena en la quinta temporada de Mad Men en la que Peggy, la escritora de una agencia de publicidad, le presenta su renuncia a Don, su jefe. El momento es impensable porque Don y Peggy tienen una relación laboral que se apoya muchísimo en la complicidad, en que Peggy es probablemente la única que alcanza el mismo nivel de inteligencia y tiene el mismo ingenio que Don. Don se resiste a la renuncia pero es inevitable, ella se va.

—Quiero que sepas que el día que viste algo en mí mi vida cambió por completo, y desde entonces ha sido mi privilegio no sólo estar a tu lado, sino ser tratada como tu protegida y que tú seas mi mentor, y mi campeón—, le dice.

Vi esa escena por primera vez en la pandemia, dos años después del terremoto que causé con mi huida, y deseé haber tenido el mismo coraje y el mismo temple de Peggy al irse. Deseé que en algún punto las cosas se hubieran solucionado. Deseé no odiarme por lo mucho que te admiraba, por lo mucho que había confiado en ti, por lo mucho que necesitaba tu validación, por lo mucho que quería escribir como tú, ser una académica como tú, una periodista como tú.

Pero la realidad es que sólo podía irme de esa forma, sísmica, desbocada. 

Aquella primera vez te lo dije en un descanso de tu curso de doctorado. Dos amigos me habían entrenado para no responder cuando me gritaras, porque sabíamos que eso era lo mínimo que pasaría. Pero en realidad lo único que salió de tu boca, una y otra vez, fue un: “no, no acepto, no te voy a dejar”. A partir de ese día, no sólo comíamos juntos casi a diario, también subíamos, a las 10 de la noche, al mismo autobús de la universidad. Fue justo ese dato el que le soltaste a otro de mis profesores cuando le preguntaste por qué te había dejado: “incluso nos vamos juntos todas las noches”, le dijiste.

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Living for the thrill of hitting you where it hurts

El segundo intento de huida ocurrió casi seis meses después. No llegaste a una evaluación de mi tesis que era importante y supe que era ahí o nunca. Cuando me encontraste en la sala de profesores del departamento y te pedí que fuéramos a tu oficina, tu rostro cambió y te sentaste a mi lado. Cuando cuento esta historia siempre digo que me sentía en una pésima telenovela mexicana, contigo gritándome sin parar que no podía abandonarte, que si entonces eso significaba que ya no podías hablarme, que tú no me importabas y nunca me habías importado, y yo suplicándote que bajaras la voz. También tardé demasiados años en entender lo que querías transmitir con el discurso que estabas utilizando. Después sí quisiste que fuéramos a tu oficina, y ahí me dijiste que siempre me ibas a proteger, me pediste que hiciera lo mismo por ti y me dijiste que era demasiado inocente para saber todo lo que ocurría en el departamento

Supongo que algo tenías de razón. Pero reconocer mis errores no implica obviar los tuyos (¿ves como ahora, al fin, puedo tutearte?), como que gran parte de las cosas que hiciste en ese último tramo de nuestra relación maestro-alumna venía desde un lado profundamente manipulador: los comentarios ligeros —amenazas— de que podía perder una de mis becas, cosa que al final pasó cuando dejé de responder tus mensajes (que aún enviabas de madrugada) y decidiste mentirle a la encargada y me notificaron en un mail que me habían sacado del programa de ayudantías, sin avisarle a mi nuevo tutor ni a la coordinadora del posgrado.

Por orgullo, esa beca no la peleé. Me enfermaba pensar que eso era justo lo que querías. Así que aunque ganaste esa batalla, mi huida fue un movimiento poderoso, y muchos años estuve demasiado aterrada como para verlo así. Pensaba que mi carrera periodística se había acabado, así que mi ética de trabajo se volvió aún más consistente de lo que ya era. Sabía que el trabajo académico que apenas estaba construyendo no lo podrías tocar, así que me volví más exigente conmigo misma, quería ser más crítica, más innovadora, más “brillante”, pero también me volví más cautelosa y retrasé dos años mis aplicaciones de doctorado.

Mucho tiempo me dolió pensar que este evento me había frenado la vida y para ti yo sólo había sido una alumna más, traicionera y engañosa, como sin duda me calificabas. Comprobé que es verdad que a ustedes no les pasa nada —como cuando hace un par de años ganaste el Premio Rey de España por, ironías de la vida, un perfil sobre una escritora mexicana—, es una la que se aleja, la que se encierra, la que aprende a andar con cuidado. Me tardé en escribir sobre esto, e incluso en contarlo, porque me pegó en uno de mis puntos frágiles: ya no ser la alumna perfecta y sumarme a la lista de las “problemáticas”, y porque yo misma me cuestionaba si lo que viví había sido violencia. Ahí aparecía el rostro de Bicky, diciéndome de nuevo: “no es normal que te trate así, que te escriba así, que te hable así, que reacciones así, que le tengas miedo”.  

Pero ahora ya no siento que me debas nada y ya tampoco tengo miedo. Y soy aún más brillante que cuando me conocías.

No necesito que lo admitas.

Written by Sac-Nicté Guevara Calderón

Maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid y Maestra en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Fue becaria del programa Prensa y Democracia (PRENDE) de la Universidad Iberoamericana y parte del MashUp de periodismo “Balas y Baladas” de 2016, finalista del Premio Internacional de Crónica “Nuevas Plumas” 2017 y, desde 2019, forma parte de la #RedLATAM de Jóvenes Periodistas y de la Redacción Líquida de Distintas Latitudes. Como académica, ha presentado su trabajo en el Observatorio Cervantes de la Universidad de Harvard, y en diversos congresos nacionales e internacionales. Sus áreas de especialidad en este ámbito son la crónica virreinal novohispana y la crónica latinoamericana del siglo XIX. Como criatura híbrida, adora explorar los puntos de unión entre géneros y temas, por imposibles que parezcan. Escribe sobre cultura -desde todas sus concepciones, aunque le obsesiona la pintura- y sobre moda. Desvela enigmas literarios y periodísticos.

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