Por: Otilia Carvajal
La ciudad en la que he vivido los últimos 17 años será donde se anuncie el fin del mundo. El momento habrá llegado cuando la hormiga roja plasmada en la catedral de Azcapotzalco trepe por sus paredes resquebrajadas hasta alcanzar el campanario. O al menos eso dice la leyenda que sus habitantes han pasado de boca en boca y cuyo origen es incierto.

En los márgenes de la caótica y diversa Ciudad de México, la capital del país, está Azcapotzalco, una de sus 16 alcaldías. Ubicada al noroeste, está fuera del circuito turístico que extraños y propios tendrían en el mapa para su visita a la ciudad, como el Ángel de la Independencia, el Zócalo, el Monumento a la Revolución o la oferta gastronómica que se limita a Roma-Condesa.
Muchos sitios tienen un animal representativo. En la alcaldía de Coyoacán son los coyotes, protagonistas de una fuente ubicada en el corazón del lugar, cliché de primeras citas que suelen terminar mal.
Supongo que es como el hechizo “Patronus”: te toca un guardián mágico representado mediante un animal. En este caso, porque Azcapotzalco significa “lugar de las hormigas” en náhuatl, podría pensarse que nos tocó el animal más chafa de la ruleta.
No me imagino a la gente usando hormigas en la cabeza como si se tratara de los changuitos de Chapultepec. Creo que a nadie se le ha ocurrido, aunque hace unos años hicieron un “Hormibus”, una especie de tranvía que recorre los lugares emblemáticos de la zona.
Regresando a la leyenda de la hormiga, en el centro de Azcapo hay una gran catedral y un exconvento que data de la época de la Independencia. La fachada del santuario religioso —construido sobre un centro ceremonial prehispánico— es color hueso desgastado; la humedad y los años han carcomido la pintura, donde se asoma la mezcla de ladrillos grises, rojizos y amarillentos, en distintas formas y tamaños, que sostiene su estructura. Para ingresar a la plaza que protege ese templo hay que caminar por un mosaico de piedras que no embonan, y que en un mal paso te hacen tropezar, traicioneras.
Abajo de la torre del campanario, se aprecia una hormiga roja, que a diferencia del resto de la catedral, permanece intacta, como si las guerrillas y los fenómenos naturales no hubieran pasado por ella. Algunas personas dicen que cada año se acerca un poco más a la campana. Me pregunto si en unos cincuenta años más ya habrá llegado y en todo caso si estaremos aquí para saberlo.
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Hay un área de jardineras frente a la catedral amurallada. Un par de señoras mayores, cargando su respectiva bolsa del mandado, caminan hacia la salida y se persignan al pasar por la capilla que tiene un gran cuadro de la Virgen de Guadalupe. Me cruzo con ellas, imito el gesto para evitar alguna mirada incómoda —aunque desde hace varios años no comulgo con el catolicismo— y sigo caminando.
Al cruzar la calle, el ambiente es distinto. Un pequeño jardín con un kiosco rosa fucsia chillante en el centro y sus bancas de piedra que hacen juego. Al frente hay un templete con dos bocinas, que en meses pasados se usó para mítines políticos, pero este fin de semana, como los otros, es pista de baile para salsas, cumbias y danzón.

Las parejas bailan al ritmo de “Si no la tengo”, canción que cuenta la historia de un amor que acabó: “Entre nosotros nunca habrá algo que al fin lo borre todo”. En el suelo se entrelazan zapatos de charol, tenis y botas, de veinteañeros hasta adultos mayores. El sol quema la piel hasta sentir que hierve y la gente trata de apañar la poca sombra bajo los árboles.
A un costado hay una cantina y pulquería, donde más de una vez han tocado las canciones de José José, quien nació aquí, pero en la colonia Clavería. Y también más de una vez, he estado allí saboreando una cerveza de barril semiamarga, conteniendo lágrimas por un treintañero que no valía la pena.
Clavaste tu mente en la mía, como una espada en la roca. Y ahora, me dejas como si fuera yo, cualquier cosa.
De regreso a casa, transito por una especie de híbrido entre ciclovía y paso peatonal, porque la administración decidió que no había que quitarle más espacio a los carros. Antes de que todo eso existiera, corrían a lo largo de la avenida unas vías del tren que aún sobresalen por el concreto agrietado, metálicas y atemporales. En 1887 se inauguraron esos caminos como parte de una gran red ferroviaria que pasa al lado del Parque Bicentenario, un terreno que fue una refinería por más de 50 años.
—Olía a petróleo, como a gasolina. A veces había explosiones, sí nos daba miedo —recuerda Victoria, chintola (originaria de Azcapo) desde hace 40 años.
Por la madrugada aún se escucha el silbato de algún tren de carga, que sólo circula a esa hora. El sonido agudo y estridente irrumpe como un fantasma en el silencio total de la noche. El único rastro que queda de aquella época se niega a irse por completo.
Este artículo fue trabajado y editado en Si pudiéramos enviarnos cartas, un curso sobre crónicas de escritoras latinoamericanas de los siglos XX y XXI, impartido por Mariana Recamier en la #EscuelaDesvelada. En el taller se leyeron e hicieron ejercicios a partir de textos de Clarice Lispector, Cube Bonifant y Hebe Uhart.