diciembre 22, 2022

El paseo

By In Ensayos

“Mi madre nunca me había apremiado a no 

perderme un placer, aunque fuese solo 

el placer del sol en la calle”.

 -Vivian Gornick, Apegos feroces

El trato entre mi madre y yo es cordial, tanto, que podría describir nuestra relación en ciertas etapas como frívola, lejana, transaccional. No sé cuándo la dejé de llamar mamá, ma, mami y comencé a llamarle “madre”, como una forma de reverenciar y mostrar un respeto temeroso que, para mí, dejaba en claro mi sentir respecto a la lejanía entre nosotras.

Interactuábamos casi como dos cortesanas de otra época que se topaban una vez al mes en la calle: “Madre, ¿cómo has estado hoy?” y una leve reverencia, “bien, hija, ¿vas a seguir discutiendo con tu padre o te vas a calmar?”, “no te preocupes madre, hoy no he elegido el camino de la violencia”, y nos marchábamos deseándonos un buen día. Al crecer nuestras tareas estaban muy delimitadas: ella, encargada del hogar y yo, ajena totalmente a esas labores, me concentraba en ser buena alumna y obedecer. Fallé mucho en la segunda, así que su desaprobación se reflejó en nuestros intercambios cordiales con su pertinente pedrada, comentario “bajo la mesa” o pasivo-agresivos y una que otra explosión. La primera y la más grande ocurrió cuando a los 18, justo en la peor de nuestras épocas, le espeté:

—Madre, no sabes lo que dices, tú no me conoces. No sabes quién soy, yo no sé quién eres. Es más, ni te conozco.

Le dije que era mutuo el desconocimiento sobre nuestros gustos, sueños, deseos e ilusiones, sazoné mi tono hiriente con ademanes groseros, así que entiendo por qué aquel día se volteó con el dedo en alto, haciéndome sentir por primera vez que me llegaría un golpe. En su lugar me atravesó su mirada y el profundo pesar que guardaban sus palabras:

—No digas tonterías, Miranda, que soy tu madre. 

La explosión fue breve porque a ella no le gusta discutir. El tema resurgió pero no llegamos a ningún lado. No me sentía vista ni identificada con mi madre y pensé que nuestros caminos se separarían una vez llegara a la universidad. 

Pero, después de estar 4 años lejos de ella, mi enfermedad y mi discapacidad adquirida me regresaron a su lado. ¿La enfermedad nos acercó y omitió todas nuestras diferencias? No, claro que no. Las resaltaron con mucha claridad. ¿Cómo le podía hablar de la transformación que estaba ocurriendo a mi cuerpa a alguien que consideraba una extraña? Los primeros meses fueron bastante desgastantes para ambas. 

Mi madre en su rol de enfermera comprometida con mantenerme con vida y yo en el de la hija enferma que no sabía qué pasaría con su cuerpa pero intentaba lo mejor posible, respetarla. Nos quisimos rendir más de una vez y encarar nuestro sentir respecto a que eramos el peor equipo. 

Quisimos soltarnos. 

No fue posible porque crecí sólo con mi familia nuclear, hasta aquel entonces yo solo reconocía como familia a mis hermanos y mis padres. Cuando mi situación de salud comenzó, me daba gusto tener amigos o a una pareja cerca pero mi crianza dictaba que los temas de salud eran exclusivos de la familia. Entonces, no teníamos escapatoria, yo estaba para ella y ella para mí, incondicional, con esa frialdad, cordialidad y dinámicas divisorias. Esa distancia presente era todo lo que teníamos. 

No nos soltamos.

Sobrevivimos. 

Hicimos nuestra la misión de mantenerme con vida y ayudarme a salir de eso, y aquí estoy. Si me estás leyendo mamá, que sé que sí, entre todo el jaloneo lo hicimos bien, fuimos dos extrañas que se cuidaron con bravura porque a pesar de la diferencia, de la incertidumbre, nos reconocimos como el reflejo de la otra. 

Mi salud no nos ha dado sobresaltos en los años recientes y mi relación con ella ha cambiado. No se lo atribuyo a la enfermedad, esa tal vez fue el escenario o un factor que nos presionó a mirarnos y sí quiero hacer la distinción para evitar romantizar la enfermedad como ese espacio en donde “todos reaccionan” y se unen en amor, comprensión y cuidados. Es un proceso complejo y un desgreñe absoluto entre todos los involucrados. Además, creo importante distinguir que si hoy tengo otra relación con mi mamá fue por voluntad y deseo mutuo de conocernos más allá del vínculo filial. 

Ya digo “madre” con un gran respeto y con un tono de cariño que dista mucho de la pequeña corte que interpretábamos. Nos hemos concentrado en cambiar nuestro lenguaje de amor y ser más cariñosas con la otra. Cuando recordamos la carrera hospitalaria transitada, nos preguntamos cómo le hicimos sin tantas herramientas, conocimiento ni empatía hacia la otra, sólo podemos explicar que nos mantuvimos a flote porque el apego fue feroz. 

El paseo a la raíz

Vivian Gornick en su libro “Apegos feroces” explora la relación con su mamá mientras camina con ella por Manhattan. En estas caminatas recuerdan su pasado y diferentes eventos que impactaron su relación. El libro es una exploración del antagonismo entre madre e hija y en este recorrido, Gornick devela cómo esta relación determinó el transcurso de su vida y sus relaciones interpersonales. 

Su prosa te desgarra despacito y derrumba antagonismos con reflexiones en torno a relaciones entre madre e hija que “han vivido una dentro de la esfera de la otra casi la totalidad” de sus vidas y cómo ese vínculo puede hacernos sentir “que ambas llevamos toda la vida confusas acerca de quiénes somos, y cómo llegar a serlo”.

Sí, la confusión ha estado presente en los conflictos que he enfrentado con mi madre. Aunque tenemos un tramo recorrido sobre quién soy además de su hija y quién es ella además de mi madre, sentía que faltaban piezas. Me ha contado mucho, pero escuchaba escondido entre su voz que había cosas que no sabía cómo explicarme, dice ella que es por falta de palabras. Esto no ha sido obstáculo para percibir la nostalgia cuando habla de los cerros y comida de su tierra. El orgullo respecto a la fertilidad de su estado, a un clima en el que se da todo, tenemos montaña, tenemos costa, tenemos todo, decía. De un sol distinto al que abrasa en el caribe. Me ha compartido el miedo que tuvo cuando decidió salirse de su casa en búsqueda de un futuro mejor. Escuchándola entendí de dónde salió mi curiosidad, resistencia y ganas de avanzar a pesar del miedo.

Sin tener todas las piezas ni los puntos finales en mis respuestas, seguía preguntándome ¿por qué mi madre es como es? ¿Qué he calcado, imitado o aprendido? ¿De dónde surgió esto en ella? ¿Su rol de madre la hace ser así o viene de otro lugar? ¿Quién ha delimitado su personalidad? Pensaba que nos haría bien un paseo al estilo Vivian Gornick con su mamá o que tal vez mis preguntas nunca tendrían respuesta. 

Sin embargo, un día me preguntó: ¿te gustaría conocer mi casa? Me lo dijo en un susurro, ya no era mi madre frente a mí, parecía una niña invitándome a jugar, a explorar, con una timidez poco común en ella. ¿Decir que no a la posibilidad de conocer más a mi madre y en el proceso mis raíces? Me preguntó durante varios meses si estaba segura porque tenía miedo de que la rechazara dada la duración del viaje y su posible impacto en mi cuerpa y porque temía que no me gustase esa tierra que ella tanto ama. 

Me mantuve firme, con temerosa valentía -como he calcado de ella- y cada vez que me cuestionaba dije sí. En diciembre de 2021 pude ver con mis propios ojos ese cerro tan hermoso que vio a mi madre crecer. 

La mesa está abierta siempre para la familia

Entre los 3 y 6 años pasé algunas temporadas en la casa de mi madre, pero tengo pocos recuerdos de ese tiempo. Así que esta era, para mí, la primera vez. 

Llegué a Chilpancingo, Guerrero, un 16 de diciembre de 2021. La travesía fue demandante, el camino maravilloso. Parte de esa maravilla se creaba al ser esta la primera vez que las mujeres de mi familia, es decir mi hermana, madre y yo, viajábamos juntas. Hicimos equipo y sentimos que nos complementamos muy bien, ir a la aventura era algo que nos emocionó explorar. Mi hermana y yo fracasamos con las curvas de las montañas y solo unos sagrados tacos nos pudieron revivir. Las primeras interacciones con los hermanos de mi mamá fueron complicadas para mí porque veía en sus rostros las facciones de mi madre pero sabía que no podía quedarme mirando. No sabía qué decir. Y fue constante esta sensación, con los tíos, tías, primos, primas, sobrinos que conocí. Mi madre tiene 10 hermanos y no conocimos ni a la mitad de la familia. No sé si esta extrañeza era mutua, pero el silencio se rompía porque siempre tenían un plato de comida que ofrecernos.

El platillo que mi hermana y yo recordamos con más amor es el pollo a la naranja con sopa fría que el tío con el que nos hospedamos preparó para nosotras. Nunca nos había cocinado un tío. Podrá sonar irrelevante pero para nosotras no lo fue, para mi mamá tampoco. Sentimos bonito y nos lamentamos bastante que nuestras habilidades culinarias no estén tan desarrolladas para poder ser recíprocas.  Solo fue el inicio de días continuos de manjares.

Mi tía y tío adecuaron una de las habitaciones de mis primos para que fuera mi oficina de home office y como las escaleras a veces me son complicadas, mi madre me subía el desayuno. Prueba ahora este tamal, anda hija toma tu atole de piña, en Cancún jamás encontraremos de esto, tus tías vienen a las 6:00 al café ¿vas a poder bajar?. Recibir visitas para compartir pan y café, una experiencia enteramente nueva para mí. ¿Qué era eso de recibir visitas? 

Probé el tamal herido cuyo nombre hace referencia a su color rojo. El tamal de verduras, las picaditas, el famoso pozole de Guerrero, la barbacoa de borrego, las chalupas, y el insuperable chilate que nos enamoró, una bebida de cacao exquisita. No faltó el trago de mezcal todos los días para la buena salud -eso nos dijeron- y las quesadillas o tacos dorados sumergidos en caldo de pollo picante, un shock cultural para mi hermana y para mí del cuál mi mamá se reía para después responder: ahora saben porque a su madre le gusta su comida remojada. 

Cuando pasó la parte más fuerte de mi situación hospitalaria, mi madre un día me dijo que era mala enfermera, que era muy tosca y que solo se sentía capaz de encargarse de mi comida, que aunque tenía limitado ciertos alimentos quería que me supiera rico y fuera sano. Nunca me llenó de besos, ni abrazos ni palabras de consuelo. Nunca lo reclamé, tampoco estaba acostumbrada a su tacto, pero sí me cuestioné por qué era así ya que escuchaba de otras maternidades con mayor inclinación al contacto físico. En este viaje comprendí fácilmente este aspecto de mi mamá, al ver cómo sus hermanos, también de pocas palabras, se desvivían porque todos sus hijos, nietos y familia comieran rico y estuvieran lo más cómodas o cómodos posibles. Me reí mucho porque en todos veía a mi mamá, aunque sea un poco. En ademanes, sentido del humor, forma de servirse, de comer, de mandar a volar a sus hijos cuando los desesperaban, en el orgullo, en el amor a Chilpancingo y en el carácter fuerte de “prefiero no discutir, adiós”. 

Y entre cada bocado había una historia, de mis tíos, de mis primos, momentos en los que pudimos conocerlos más y conocí parte de mi genealogía materna porque muchas veces salió al tema mi abuela, a la que nunca conocí. Yo fui feliz en esas escenas, disfrutaba la comida, la charla y ver a mi mamá interactuar como hermana. Nunca la había visto así, siempre como madre, seria, cumpliendo, atenta de todo lo que tiene que ocurrir en la casa. Y ese mes también me cuidaba,  estaba siendo una madre pero simultáneamente era solo una hermana que hacía 20 años que no pasaba una navidad en su casa, con su gente, su comida, sus costumbres y se apretó mucho mi corazón al pensar en lo sola que se debió de haber sentido todos estos años.

Sé también que por temas diversos que se han atravesado en nuestra historia, este viaje se postergó por tantos años. En pláticas entre ella y yo me confesó que ese viaje era importante para ella porque le resultaba valioso que sus hermanos y hermanas conocieran a sus hijos porque “significa que ustedes no están solos en el mundo, como hemos vivido por acá sin ningún lazo familiar. Y eso a mí me da tranquilidad porque aunque sé que no es una regla, pero si en algún punto ustedes dios no lo quiera, tuvieran un problema, no tuvieran a donde ir, saben que allá está mi familia”. 

El cariño con el que nos recibieron nos hizo sentir que las puertas de su casa y su mesa siempre estarían abiertas para nosotras. 

Un significado distinto para la palabra hogar
Mi primo Irving y Chloe, nuestra sobrina.

Transcurrieron los días en un soplo. Mi hermana y yo estábamos maravilladas con esta dinámica familiar, con saber que teníamos tantos sobrinos, sobrinas, primos y primas. Subimos un montón de peso en amor y experimentamos una Navidad y Año Nuevo como ninguna otra. Tengo muchísimas anécdotas pero cada una haría un ensayo, así que en esta ocasión puedo decir que encontramos un significado distinto para la palabra hogar. Sentimos una calidez muy fuerte que a un año de viaje, aún nos acompaña. 

Mi madre recuerda con alegría ese viaje porque también me dice, “pudo disfrutar nuestra relación de otra manera”. Verán, aquí me cuida, sí, pero un poco tensa, allá fue desde otro lugar, queriéndome mostrar cosas, con el conocimiento que podía dejarme a cuidado de mis tías, aunque ya no soy una pequeña latosa ni nunca lo fui, a ella le daba gusto decir esa frase de “ahí te encargo a Miranda”. Allá no quería cumplir con nada, solo quería que conociera de dónde venía ella y disfrutar su casa.

La sorpresa invadió a mi hermana con la faceta que vimos de nuestra madre: “mamá estaba en su mero mole, vi otra faceta suya, una faceta de hogar, mamá sí tiene una casa, tiene un hogar en el que quiere estar. Fortaleció nuestro vínculo, conozco más de ella, su contexto, por qué piensa así y eso, siento, me ayuda a entenderla mejor”. También mi hermana y yo nos sentimos unidas en este proceso de exploración de otras costumbres y estilo de vida. 

Nosotras estamos acostumbradas a que si nuestros vínculos se fortalecen es tras una ardua batalla, prueba, problema, se fortifica tras el temple. Tener ahora en nuestra memoria la experiencia de un fortalecimiento a partir de convivencia amorosa, risas y la complicidad es algo que nos hace muy felices. Sabemos que existe un abrigo distinto cuando escuchamos la palabra hogar y nos emociona.

Mi madre y yo.

Esta Navidad y Año Nuevo no pudimos viajar a Guerrero, nos entristeció un poco pero ya pusimos la alcancía. Deseamos que nuestra madre pueda volver a su casa y procuraremos que así sea. 

Por el momento nos contentamos al saber de dónde venimos. Sé que soy feliz por conocer mis raíces y las de mi madre. Sospecho también que mi paseo fue un poco más entretenido que aquel que Vivian Gornick tuvo con su madre por las calles de Manhattan, en Chilpancingo no discutí ni una sola vez con ella, no nos recriminamos nada, se sentía como un empezar de cero y con toda nuestra genealogía abrazándonos en el proceso.  Ese mes sin duda me ayudó a resolver muchísimas dudas respecto a mi mamá, aprecié el viaje que ha sido su vida, sus sacrificios, su amor, su existencia y valía como mujer. 

Estoy segura que podremos avanzar menos confundidas sobre quiénes somos y cómo hemos llegado a ser en este camino madre e hija del cuál aún nos queda un tramo por recorrer. Soy feliz porque sé que además de hacerlo con consciencia de que somos el reflejo de la otra, sé que lo haremos sin soltarnos, mirándonos constantemente, recordando que además de madre e hija, somos dos mujeres firmes como los cerros de su tierra y en expansión constante como el mar que ella tanto ama. 

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