En este punto, la feroz interioridad del sufrimiento había producido una confusión inmensa
que me impedía articular palabras más allá de un bronco murmullo.
William Styron
Por: Mariana Recamier
Es medianoche y aún no estoy dormida. Camino con mi maleta por los corredores del aeropuerto de Bogotá para buscar algo de comer. Estoy triste porque discutí con una amiga. Esa emoción tan común me había arrastrado a lugares extraños meses antes, me congelaba en un espacio que no era seguro para mí, me daba miedo porque en algún punto se convirtió en odio, en mucho odio, en una feroz sombra que me lastimaba. Cuando estaba triste y desesperada y llena de odio, me golpeaba la cabeza y las piernas. Con fuerza, con los puños cerrados, sin control. Era un trance, como lo describe William Styron en su libro Esa visible oscuridad. La tristeza que luego era odio se convertía en ganas de no estar, en una melancolía profunda, incontrolable, en deseo de tomar cualquier cosa que tuviera cerca que me permitiera descansar del llanto vocal que me ahogaba, de las migrañas después de tanto llanto, de los pensamientos de completo desprecio, de la falta de racionalidad, del dolor en el pecho, de la sensación de profunda soledad.
Pero ahora es noche en un aeropuerto de otro país que no es el mío. No permito que la tristeza se desborde. Respiro profundo, el llanto me vence y alguien se acerca para decirme que rezará por mí. Llevaba semanas bien, tranquila, no precisamente feliz. Ahora estaba hundida no sólo por la discusión con mi amiga, sino que había hecho dos cosas mal: no dormir y olvidar por casi una semana tomarme mis pastillas.
Y pensar que la sombra se enseñoreaba
en todos los abriles
y en todos los eneros, y erigía estatuas
al silencio en el ámbito de una almendra.
Velia Bosch
Leo poesía cuando estoy triste, es así como he llenado poco a poco mi librero de consuelo, pero esta vez no fue suficiente. Comencé a tomar antidepresivos en abril. Llevaba en un proceso terapéutico desde noviembre sin que se fueran las ganas de desaparecer ni los momentos de trance. Al contrario, se repetían todos los días antes de quedarme dormida agotada por el llanto. Entonces mi terapeuta, una joven que parece la maestra de primaria que todos quisimos tener por su dulzura y su cabello rizado, me dijo que considerara el tratamiento psiquiátrico. Como la mayoría de las personas que vivimos en contextos donde hay estigma en torno a los malestares mentales, me dio miedo y pregunté por otras opciones. Intenté terapia de activación que si mal no recuerdo consiste en obligarse a hacer cosas placenteras y productivas para alcanzar un poco de bienestar, pero la verdad es que mi voluntad estaba mermada y apenas podía con el trabajo, no lograba obligarme a más, a veces ni siquiera a cepillarme el cabello o lavarme los dientes, así que terminé en el sofá de mi psiquiatra.
No todo lo que estaba viviendo eran trances. También estaba experimentando algo que Styron nombra muy bien: la situación del herido ambulante. Cuando no estaba en esos momentos de alteración radical en los que pensaba en desaparecer, me encontraba con tan poca energía que no podía hacer más que lo indispensable y tenía que hacerlo, no podía caer en cama, tenía que seguir trabajando, tenía que levantarme cada mañana muy a pesar de que la voluntad me era tan ajena.
Sentía sueño todo el tiempo, mi cuerpo siempre estaba cansado después de los insomnios en los que me comía el cerebro con hilos de pensamientos negativos. Además no quería hacer ni aquello que casi siempre me daba placer como leer, escuchar música, ver películas, sembrar tomates en mi jardín o levantar a mi gata Boris y decirle que no hay ser más bonito que ella.
Simplemente no tenía energía ni deseo. La voluntad por las cosas me había dejado desde hace tiempo. Esa era mi cotidianidad más allá de los momentos de trance. Me costaba mucho hacer cosas simples como vestirme y comía porque tenía que hacerlo. No podía pensar en el futuro, planear cualquier cosa más allá de sobrevivir el día a día era una tarea imposible.
Una de las primeras preguntas que me hizo la psiquiatra fue cuándo me sentí triste por primera vez con esa intensidad. Lo cierto es que no lo recuerdo. Siempre fui una niña llorona. Lo que viene a mi mente con precisión es la primera vez que quise desaparecer para evitar el sufrimiento. Tenía 11 años y me había mudado del pueblo zacatecano donde crecí a Guadalajara para continuar con mis estudios. Los problemas para adaptarme me hicieron llorar muchas noches. Estaba viendo por la ventana de mi cuarto en una segunda planta que daba hacia el patio y lo pensé por primera vez. Un salto y desaparezco. Tal vez mi cálculo era impreciso, pero la angustia acumulada y mi sentido trágico no me permitieron más.
***
Mi psiquiatra se tiñe el cabello naranja, casi siempre viste de colores cálidos y tiene cierta presencia que no me permite sentarme cerca de ella. Elijo el sofá que está un poco más alejado que las sillas frente a su escritorio. Desde ahí he hablado con serenidad de lo que me sucede como si se tratara de los síntomas de cualquier otra enfermedad, como de un resfriado. Intento ser ecuánime, aunque a veces me rompo y lloro; otras veces hablo demasiado porque me cuesta no pensar nuestra relación como una continuidad de la relación con mi terapeuta. Ella, la psiquiatra, me escucha, me ve como si fuera un perro con una patita fracturada y casi siempre hace las mismas preguntas sobre el cansancio, el apetito, la impulsividad y la tristeza.
La primera vez que nos vimos estaba casi muda. Contestaba sus preguntas con murmullos. Ella no dejaba de preguntar sobre mis hábitos y yo apenas tenía fuerza para recordar los detalles más simples de mi comportamiento —mi memoria estaba astillada— menos para hablar sobre lo que me tenía ahí. Me dijo que estaba viviendo un episodio depresivo grave: hay algo de paz en el diagnóstico, casi un permiso para tirarse en la cama, como dice Almudena Sánchez en su libro Fármaco. Garabateó algo en una receta y me comentó que iba a comenzar con una dosis muy pequeña.
La recomendación era una cápsula color melón llena de grageas blancas que al principio me costó encontrar. Había desabasto de medicamentos psiquiátricos en Guadalajara. Caminé de una farmacia a otra hasta que por fin encontré una caja. No sé de dónde saqué la fuerza para buscar el medicamento que dudaba tanto en tomar. Supongo que la desesperación y el hartazgo después de tanta tristeza me llevaron a la siguiente farmacia y a la siguiente y a la siguiente.
El antidepresivo que empecé a tomar tarda en hacer efecto. Las primeras semanas son duras. La pastilla había potenciado mi tristeza. A la misma hora, como a mediodía, tenía que regresar a la cama porque tenía sueño, pesadez, y ya ahí el llanto y todas las ideas negativas sobre mí me invadían, una compasión muy extraña, negativa, oscura, incapacitante. Luego ahí, de nuevo, el deseo de desaparecer más presente que nunca. Todo cesa en menos de un mes, el medicamento se asienta en el cuerpo y paulatinamente las cosas mejoran.
Aquí dijiste:
“son hermosos
los ojos húmedos de los caballos”.
Y aquí: “me encanta el viento”.
Piedad Bonnett
Cuando menos lo esperaba, las pastillas me ayudaron. Esto no significa que sea el camino para todos. Llevo cuatro meses en tratamiento y a veces aún lloro en aeropuertos y otras veces, muy pocas, paso la noche en vela porque la realidad sigue ahí, las cosas que nos hacen sufrir siguen ahí, pero la tristeza es más tenue, casi adecuada, racional.
La depresión es un malestar complejo, pero con terapia, medicamento, hospitalización u otros métodos es posible sentir otra vez la tibia calma que parece tan perdida. Recuperar el anhelo por el futuro debe ser de lo más difícil después de la depresión, sin embargo hay cosas que regresan un poco antes y llegan para llenarnos de energía vital. Virginia Woolf dice en su ensayo “Estar enfermo” que la enfermedad permite apreciar la “perfecta dignidad y contención” de la rosa pero la tranquilidad que viene luego de la depresión también devuelve esa capacidad para ver destellos en lo pequeño: en el picante del clavo en una taza de té, en las patitas de un chanchito de tierra, en el amor congregado en el silencio entre dos personas, en la belleza de mi gata Boris y de sus orejas grises.