Texto y fotografías: Fabiola Gurrola
Esa noche de frío y bruma llegamos a Copenhague, una ciudad con la que había soñado muchas veces. Quien ha estado en Europa, en pleno invierno, coincidirá conmigo en que la falta de sol crea la ilusión de que los días duran menos. Llegamos, porque no viajaba sola (pero esa es otra historia), alrededor de las seis de la tarde. Suena contradictorio, pero a pesar de ser apenas las seis, la negrura del cielo empezaba a espesarse.
Esperar al día siguiente no era una opción, los que hemos nacido con un alma viajera sabemos que el tiempo, sí es relativo, pero también cuesta oro y hasta dormir se vuelve un lujo cuando lo que se quiere es devorar el mundo.
Salimos con la idea de dar una caminata y ver qué sucedía. Entregados a lo desconocido, a la espera de esa buhardilla, de ese rincón, de ese café que pudiera darnos una probadita de lo que podríamos ver en los días siguientes. Pero no, sólo bicicletas y aire fresco. Por un instante tuve la impresión de qué tal vez había apostado demasiado por aquel lugar y que finalmente podría no ser, después de todo, ese lugar idílico que había imaginado, como muchas de las historias románticas que sólo ocurren en mi cabeza.
Continuamos la caminata por un rato, sin rumbo fijo, sin reloj en mano o sin la presión del tiempo de un día cotidiano. Llegamos al Nyhavn, el canal más famoso del centro de este lugar. Entonces recordé la peculiaridad que he encontrado siempre en la noche, no sé si por efecto lunar, porque las pupilas están más dilatadas, porque la misma noche es una invitación a la desinhibición o porque crea un aire de intimidad que el sol nunca podrá… pero puedo asegurar que muchas de mis mejores historias han pasado de noche.
Nos detuvimos a observar tres chicos -dos chicos y una chica- desnudándose sin pudor, en una especie de reto por meterse al canal que debe haber estado a menos tantos grados. Los detalles de los muchachos ya se han borrado de mi memoria, pero recuerdo haber apelado inconscientemente a mis prejuicios, al ver a la chica extremadamente curvy, con cabello de un azul vibrante, despojarse de cualquier inhibición o mirada a su alrededor para meterse en el agua en una especie de hipnosis, haciendo vaporizar el río en cuanto su cuerpo tibio entró en contacto con el frío, tal vez casi hielo, del agua. Nosotros mirábamos sorprendidos, envueltos en chamarras, bufandas, guantes y toda clase de accesorios de invierno. Deben habernos visto tan extraños como nosotros a ellos.
Eso fue el inicio de lo que hoy puedo contar como una de mis mejores desveladas. Al fin, en medio de una caminata sin luz y sin tiempo, se abría una esperanza. Un bar, bastante peculiar, hay que decirlo, nos invitaba a colarnos entre su gente. Un chico, lugareño hasta donde mi memoria llega, nos ofreció una cerveza acompañada de una charla bastante amena. Ese gesto, en aquel momento, era lo más tibio que había tenido hasta entonces la noche.
Pero luego se puso mejor, mucho mejor. Entramos, bebimos. Aún con la cara de quien llega como visitante a un lugar desconocido. Descubrimos que este sitio tenía un piso subterráneo y poco a poco fuimos sintiendo cómo la magia de este lugar se apoderaba de nosotros.
Era un salto a lo desconocido, a lo excepcional, a lo diferente. O tal vez era tan sólo la noche y el efecto de las cervezas. Unos músicos, extravagantes para mis ojos, parecían haber salido de un concierto de los 60, su ropa vintage y excepcional talento se apoderaron de aquel lugar. Let’s rock! Los ritmos tal vez me sonaban familiares, la música probablemente no, pero cerré los ojos y entonces bailé con si nadie me viera, mi imaginación escapaba en ocasiones y vagaba sin nortes.
Recuerdo al pianista pararse en el banco donde normalmente los músicos “deben” sentarse y llevar a todos a un momento de éxtasis con la energía que desbordaban. Sería tedioso dar cuenta detallada de nuestro vagar por aquella caverna. No bebimos demasiado, pero la noche, la música, el lugar y lo inesperado nos comprobó, una vez más, que lo mejor casi siempre resulta cuando te descubres en medio de una noche sensacional y volátil, de esa intensa y romántica conexión con lo desconocido.
Finalmente, esta primera probada era en realidad un sorbete que superaba por mucho las expectativas del lugar. Tal vez solo faltó que salieran mariposas, pero habría sido demasiada magia y tal vez habría parecido irreal, pero sí puedo decir que el aire fragante se mezclaba con notas a flores y humo como si una fogata ardiera en la distancia.
En medio de esa ciudad organizada y que algunos han calificado de aburrida, nosotros encontramos una noche a la altura de las circunstancias.
Tal vez hace falta no desistir.