agosto 25, 2021

El monstruo marino

By In Ensayos

Por: Diana Leticia Nápoles

Fue una desvelada turbia. Resquebrajada. 

Estaba tan preocupada. No contestabas los mensajes ni llamadas. La noche se hacía cada vez más honda. Estabas obsesionado con la idea de que tenías que irte lo más pronto posible. No fui capaz de asumir cuál era mi nuevo papel en esa historia que a veces inventabas para mantenerte a salvo. ¿De ti o de mí?

Sentí ansiedad por entender qué estaba pasando, ¿a dónde fuiste? Sabía que si te buscaba sólo agravaría más todo. Merecías silencio y respeto, pero yo no era capaz de aceptar que era lo mejor.

Foto de Guilherme Rossi en Pexels

Berreé como un animal. Supe que cualquier instinto sería más fuerte que mi voluntad fracturada. No quería que todo terminara así, debía encontrarte, librarme de todo eso; volver, volver a lo que fuera, pero volver.

Mi cuerpo estaba momificado dentro de esa piel transparente y frágil. Ninguna palabra hubiera podido detenerme aquella noche para salir a buscarte. Debía verte de nuevo. Nunca medimos nuestros actos cuando la vida parece estarse escapando en cada bocanada. 

Corrí al coche y manejé sin darme cuenta de nada, apenas percibía las luces en la oscuridad, el camino parecía un elástico estirándose, impidiéndome llegar hasta donde estabas. Volví a sentir que no podía dejar que terminara así, no esa noche, con esas frases absurdas consumidas por su precariedad.

No estaba lista para decir adiós, ¿acaso alguna vez alguien lo ha estado? Cuando estacioné supe que invadía, pero entrar y verte fue un consuelo. Tus ojos estaban trasnochados. El aire se podía tragar de tan espeso.

Te sentaste en el piso a fumar, sabías que el peso de las cosas estaba por caernos encima. La agonía del monstruo marino que aleteaba mientras nos mirábamos parecía inminente. No quería ver la escena con su cruel realidad aplastándonos, mostrándonos sus ojos rancios, sus extremidades llenas de sarna.

La descomposición había comenzado hacía tiempo. El olor nos alertó de que algo se podría, pero no importó. Tú también lo sabías. Asistíamos a un fúnebre desfile de conmiseración, un espectáculo donde la carne se caía a pedazos y los ojos resbalaban lentamente por sus cuencas.

El monstruo estaba despedazándose. No podía tolerar siquiera pensar en que su fin nos alcanzaría. No; siempre podemos crear más tiempo, hay espacio para lo que decidamos. ¿No es así? 

Lágrimas, dolor. Más agua, más sed, más desprestigio para esa marca que defendimos como un par de comerciantes en bancarrota. ¿Cómo podría ser el último tramo? 

Esa noche tu mano lacia no apretó la mía. Tomé tus dedos y los estreché muy fuerte. Al hacerlo recordé aquella noche lejana en que tus dedos se deslizaron por mi mano y entendí que nos esperaban cientos de días confundiendo a la cotidianidad.

Foto de Daniel Torobekov en Pexels

Aprieta mi mano otra vez, supliqué por dentro. Pero en tus dedos no existía nada más que esa quietud. Por favor, respiremos, caminemos a otro sitio, ¡vámonos a donde sea! No me importa, estoy dispuesta a dejar mis dos o tres certezas. ¿Quién necesita esas fórmulas?

No digas nada todavía, sé que estás cansado, el tiempo perdió su conexión con este lugar. Me duele todo. Algo se vació. Ese olor a ropa sucia y descomposición nos persigue. Ambos lo percibimos. Nos alcanzará, también de eso estoy segura, no sé si al día siguiente o dentro de una hora. ¡Qué importa! Aún no llega aquí. 

Podemos salvarnos, construir una barrera. Y otra. Otra. Las que sean necesarias. Puedo romper todos los muebles, despedazar cada prenda y tapar con ellas los agujeros. Ese olor no nos alcanzará. Nada puede pasar si nos interponemos. Somos más inteligentes, más hábiles, somos escurridizos.

Ojalá la humedad de nuestros ojos pueda despejar el panorama, como esa lluvia que lava los espejos donde somos capaces de percibir de nuevo nuestro reflejo, sin deformidades, sin trucos, sólo recreando fielmente lo que hay frente al cristal.

Foto de cottonbro en Pexels

Sabías que no serviría de mucho regresar, algo en tu mirada me confirmó el peor escenario que pude imaginar. Estábamos al borde, e-s-p-a-c-i-a-n-d-o la realidad. 

Después de esperar, finalmente cediste y salimos de ahí, dispuestos a seguir cuidando al monstruo que todavía respiraba. Si el colapso llegaba mañana o dentro de una semana, no importaba, porque lo sabíamos, aunque cada gramo de esa estúpida certeza pesara en la sangre. Aún está respirando, déjalo continuar, en cualquier momento podría escupirnos en la cara su verdad y hacernos botar a carcajadas porque estábamos equivocados.

Finalmente sentí que apretaste mi mano, agradecí y respiré hondo. Tenemos que salir de aquí, irnos aprisa, porque en cuanto nos descuidemos ese olor volverá a penetrar toda la habitación y ya no podremos ignorarlo, sería demasiado escandaloso. Ya sabes lo que siempre digo: no es elegante. Salgamos de aquí, por favor. Estoy cansada. Me duelen la nariz, los ojos, los intestinos. 

Estoy agotada: el monstruo también.

Leave a Comment