Emmanuel León Vázquez
Me agaché instintivamente cuando escuché la bala. El “tracatá” del fusil trituró el silencio de la madrugada.
Me asomé, temblando, con una presión en el pecho. El soldado, o lo que parecía ser uno, bajó el arma. Tiritando, noté el uniforme y el casco. Tras de sí, le seguía de cerca un reducido convoy, liderado por un camión color verde oliva.
A esa distancia y a oscuras, era difícil distinguir algo, pero supongo que el miedo agudizó mi vista. Me alivió que fueran soldados. En Acapulco “los malos”, o “la maña”, como nos referimos a los civiles armados, se pasean sin pudor por el puerto. No es mejor el ejército, pero preferí aferrarme a la narrativa oficial, esa que nos cuenta que los uniformados nos cuidan.
Esperé que mis padres subieran aprisa las escaleras. Un escándalo en la casa de doña Rosa, Victoria y Delia. Pero la puerta metálica no chilló, ni la luz de ninguna casa se encendió.
¿Por qué y a qué disparó el soldado? No sabría decir. Pasó hace 10 años. Tenía entonces 21 y no asistía a la escuela. Había abandonado una carrera en Ciencias Químicas para intentar entrar a la universidad y estudiar periodismo en la Ciudad de México.
Les puedo contar qué creí esa madrugada por lo poco que alcancé a ver. Antes que el militar jalara el gatillo de su matagente, vislumbré a un grupo de personas caminando cerca de un consultorio médico. No identifiqué si eran solo hombres o era un grupo diverso.

Desde el primer piso de la casa de mis padres hay una vista privilegiada de la Zapata, colonia popular azotada por la violencia de grupos criminales vinculados al narcotráfico. Se logran ver las camionetas que van para Lomas Verdes, que están a casi 10 kilómetros, aunque parece que puedes llegar solo con brincar de la azotea.
Miraba las estrellas, como acostumbraba después de una sesión de estudio y lectura prolongada (para mejorar mis posibilidades de ingreso a la universidad a la carrera comunicación y periodismo en la capital), cuando vi a ese grupo de individuos. Me pareció que llevaban rifles en las manos. En Acapulco, seguro era así.
Me desplacé de un extremo a otro de la barda para ver mejor y ocurrió el disparo.
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Observé la escena unos pocos segundos. El convoy siguió su camino bajo la intensa luz de la lámpara del alumbrado público, que creaba una aislada zona de luz en medio de una tibia oscuridad.
En parte comprendí que nadie se levantara para verificar qué ocurría. Eran ya casi las tres de la madrugada y mitad de semana. Seguro toda la colonia escuchó, pero al final, mañana había que trabajar, así que o era un cohete o un disparo, que para el caso era lo mismo: ¿qué podíamos hacer?
No miré más hacia la calle. Al bajar las escaleras, para buscar un vaso de agua y refrescar mi seca garganta, noté que mi corazón quería atravesarme el pecho. Abrí la puerta despacio. Observé a Maya, mi perra, mirándome atenta. Ya ni ella se mosquea, pensé.
Caminé furtivo hasta el refrigerador. Tomé la jarra, helada, y serví el agua. Me dirigí al cuarto de mis padres. El ventilador giraba incesante, ruidoso, y aun así el ronquido de mi padre reverberaba en ese espacio 4 x 4. Dormían ambos plácidamente.
Más calmado, subí las escaleras hacia mi cuarto, en silencio. Al llegar a la mesa de estudio, un librote del Conamat mostraba el capítulo de física. Olvidé en qué ejercicio estaba. A la fecha no recuerdo con exactitud qué tema estaba viendo. Seguro era la parábola.
Cerré la libreta y el libro. Terminé el vaso de agua.

¿Servirá de algo estudiar? ¿Qué podría cambiar con el periodismo? Me refiero, investigaciones van y vienen, señalados, culpables también y no pasa nada.
Rumié varios minutos en eso hasta que comencé a sentirme triste, molesto y al final desesperanzado. Negué con mi cabeza violentamente para deshacerme de eso. Advertí que, pese a todo, era peor no tener esperanza. Ese sentimiento de que algo se puede hacer es como un resorte. En cambio, la desesperanza es más bien un ancla.
Quizás el impulso no te lleve a la meta. Tal vez no veas los impactos de tus acciones o creas que tus convicciones están mal, que es mejor darse por vencido. Pero luego, me dije, moverse hacia adelante, así sea medio milímetro, es avanzar.
Todo eso pensé mientras caminaba hacia mi cama e intentaba dormir. En eso, otro sonido, idéntico al disparo que escuché minutos antes, tronó en la noche. Me quedé quieto sobre la cama, en espera de más ruidos similares. No llegaron.
Maya ahora sí ladró, brevemente. Un pesado sueño se instaló en mis pestañas y en unos minutos caí rendido. Antes de perder el conocimiento me pregunté qué podría hacer una cámara contra un fusil, un reportaje contra una camioneta repleta de sicarios con pasamontañas sobre sus rostros. No tuve la respuesta entonces.
Ahora, desde un reducido cuarto en Nezahualcóyotl, tras terminar la universidad y ejercer el periodismo por varios años, me cuestiono lo mismo. Decidí abrazar la incertidumbre y aferrarme a la esperanza. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Al menos actualmente, cuando miro por la ventana, no veo camiones del ejército mexicano. Tampoco estrellas, por la contaminación lumínica. No vivo en una zona desagradable, pero la gente escucha “vivo en Neza” y me tienen una especie de lástima.
Pues miren, cuando me voy a dormir ya no pienso en violencia, como diariamente lo hice en Acapulco. Al caer la noche, le pido a Alexa que apague la luz, beso a mi esposa y pienso en el trabajo antes de dormir. Luego silencio. Dulce silencio.
Este texto fue escrito luego de leer el especial Desveladas Memorables.
