octubre 25, 2022

El miedo de no volver a verlo

By In Ensayos

I. La visita de Alfonso

Hoy mi abuelo dijo que su hermano Alfonso, quien murió hace cinco años, había venido a visitarlo

Por la mañana mi tía Andrea lo llevó al cardiólogo y al salir de consulta dijo que le dolía el pecho.  En su casa vio un rato la TV hasta que dijo “ya mejor apágale, ya me cansé”. Entonces llegó Alfonso. 

Caminó el resto de la tarde, como suele hacerlo en un pasillo de unos diez metros de largo. Iba y venía, iba y venía. Por la noche estaba muy, muy cansado. 

Desde ese pasillo hay dos escalones para bajar a su cuarto. Cuando era más joven, mi abuelo era deportista. Corría maratones, hacía ciclismo y llegó a nadar en las lagunas del volcán Xinantécatl, en Toluca. Ahora, le da miedo bajar esos dos escalones del pasillo porque se ha caído varias veces. Se queda paralizado como si un pegamento muy firme no le dejara separar el pie del piso. Cuando le pasa, te voltea a ver como si no supiera qué está pasando. Tal vez no sabe.

Esta vez se tuvo que apoyar en mi tía para llegar a su cama. Iban a rezar. Le pidió disculpas por no poderse mover solo y se acostó de lado.

Mi abuelo mira hacia el jardín desde su sala mientras mi perro duerme, antes de la pandemia dejó de salir para evitar que se perdiera.

II. El aura

De repente, mi abuelo comenzó a tocarse el pecho y a ponerse morado porque no podía respirar. 

—¡Ayuda, ayuda!—, gritó Andrea a su hija que vive en el piso de arriba con su esposo. Cada que esto sucede ellos corren a auxiliar a quien se encuentre con semejante escena. Esta vez la reja tenía un candado. Tardaron más de lo normal. 

Su antigua oficina con todos sus trofeos de deportista y diplomas en la madrugada. Con la enfermedad olvidó que existía un segundo piso en su casa, no ha vuelto a subir.

Andrea colocó a mi abuelo hacia el otro lado esperando atenta por si podía hacer algo. No llegaba ni el aire, ni la ayuda. “Te juro que pensé que hoy me tendría que despedir de él”, nos dijo después en el teléfono. Y cuando bajaron mis primos, empezó la convulsión. “No fue nada como otras veces”, repetía. 

Cuando los abuelos tienen algún tipo de demencia repiten mucho las cosas, como si fuera la primera vez que las dijeran. Lo mismo pasa cuando el miedo rebasa tu capacidad de entendimiento. No puedes creer lo que has vivido, entonces, la única manera de asegurar que pasó es repitiendo. Mi abuelo estaba cansado, le dolía el pecho, lo visitó su hermano y en la noche le dio una convulsión inusual. “Creí que era un infarto”, dijo mi tía. 

Ella se mudó con él hace casi un año. Los hermanos se turnan para cuidarlo en guardias nocturnas, pero ella siempre está ahí. Las paredes no son muy gruesas, todo se escucha, y si hay algo fuera de lo normal, que es casi siempre, se despierta. Conoce todos sus ruidos, movimientos, silencios. Hoy estaba sola. Porque el candado estaba puesto. Si hubiera sido un infarto en lugar de una convulsión, habría sido la única en despedirse de él.

Pero no fue así. Tardó unos minutos más de lo normal en reaccionar y lloraron mucho. Lloraron juntos.

III. La foto

Hace unos años, cuando lo diagnosticaron con Alzheimer, empecé un proyecto fotográfico para documentar su memoria. Es la única manera que yo he encontrado de hacer paz con su enfermedad y con la angustia que nos genera como familia.

¿Y si esa fue la última foto que le tomé?” pensé cuando leí el mensaje en el Whatsapp de los Gutiérrez: “mi papi convulsionó”. Mi intención era documentar la pérdida de la memoria, mas no la decadencia de su cuerpo hasta su muerte. Marqué al momento. 

 —El agotamiento de las convulsiones lo ha ido dejando más débil—, le digo por el teléfono.

 —Ya está cansado de tanta convulsión.

—Sí, le han dado cuatro—, me dice Andrea, pero yo he contado seis.  

A mí no me ha tocado ver ninguna. Sólo llegué la primera vez, cuando estaba sentado en el piso, desorientado, y tenía frío. Mi tía ha estado en casi todas. Y en todas cree que es la última. 

—Y un día lo será—, dice mi madre. —Mi papi se va a morir del cansancio, porque de salud está muy bien.

Hace unos meses tuvo neumonía y requirió oxígeno, pero desde el primer día estaba sentado en el sillón viendo la tele, como un día normal. Se enojaba porque no lo dejaban caminar. 

Mi abuelo camina todos los días de un lado a otro entre los pasillos de su casa, casi nunca está quieto.

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IV. La familia

Mi madre ayuda a mi abuelo a caminar hasta su cuarto para dormir. Por las medicinas, en la noche casi nunca puede mantenerse de pie solo.

Mis primos, que viven lejos, lo visitan de repente. Es normal cuando se vive lejos. Y es tan normal que él olvide lo que pasa fuera de su casa, que ya no los reconoce. A veces creo que también registro el avance de su enfermedad para que ellos se enteren de lo que pasa por las noches. ¿Cómo van a saber todo lo que implica llevarlo hasta su cama y despegarle los pies del piso? 

—Al final, para allá vamos todos si no nos queremos morir jóvenes—, me dijo un día el doctor que lo atiende. 

Todos hemos tenido momentos especiales con mi abuelo, cuando intercambiamos una mirada y sonríe. A veces lúcido hace bromas. Hace poco empezamos a leer en voz alta. Siempre le gustó leer, sobre todo poesía e historia. Descubrimos que si le leíamos verso por verso en voz alta, él los repetía y llegó a declamar, otra vez, ‘El brindis del bohemio’. Una poesía larguísima que recitaba cada año nuevo. Siempre lloraba al final cuando se acordaba de su madre. 

V. La enfermedad

Hace cuatro años comenzaron los síntomas de su enfermedad. Mi abuelo publicó su último libro sobre mujeres célebres de Toluca y yo lo revisé entre pendientes. Un capítulo entero era de cómo todos recordábamos a mi abuela, que había fallecido un año atrás. Fue la mujer de su vida. Escribió eso en un texto para la presentación. Lo practicamos en su casa, yo lo grabé. Ya se le olvidaban algunas palabras. 

En la presentación se le olvidó que había leído dos páginas, y volvió a empezar desde el principio. Cuando llegó a la segunda página, volvió a olvidar. Todos nos desconcertamos. Otra de mis tías se acercó a decirle, frente al público, que ya había leído. Se enojó. Nos dijo que no sabíamos y volvió a empezar. 

En el buró de mi abuelo hay una foto suya recibiendo un premio, cuando era periodista y, encima, un peine, que siempre ha usado para cuidar su cabellera blanca.

Tras la muerte de mi abuela, Beatriz, él se deprimió. Recargaba la cabeza sobre la mesa cada que íbamos a comer. Dejó de hablar. Lloraba todo el día. Y comenzó a olvidar. Platicando con mi mamá decíamos que el Alzheimer había sido una salida de su mente para no morirse de tristeza, pero parece que en realidad la depresión es uno de los síntomas de esta enfermedad.

Todavía no hay una cura para el Alzheimer, ni se conoce su causa. Hay muchos avances, muchas investigaciones, incluso clínicas con tratamientos integrales: 85% con terapias y rutinas, y 15% con medicamentos. 

—Podrían ser un placebo— bromea el doctor, pero el contacto con la familia ayuda a que el deterioro sea menos impactante. 

VI. La despedida

La chamarra de mi abuelo cuelga sobre el barandal al amanecer, pues es lo primero que se pone para cubrise del frío en las mañanas. Siempre que se va a dormir la cuelgan en el mismo lugar.

Desde que supimos esto, todas las tardes mi tía lee en voz alta “El brindis del bohemio”, pero mi abuelo está cada vez más cansado.

Hoy le dolió el pecho en la mañana. Por la tarde vino Alfonso, y por la noche convulsionó. “Pudo ser la última vez que lo veía” dijo mi tía ¿o no dijo eso? Así, también van cambiando las historias los pacientes de Alzheimer. Te repiten lo mismo una y otra vez. Cada vez es diferente y las palabras se van perdiendo. 

—Vino Alfonso en la… en la… Estoy cansado—, tal vez dijo mi abuelo.

—Todavía falta que varios vengan a visitarlo—, le dije a mi mamá cuando colgó el teléfono. Faltan mi abuela y su madre.

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