Texto e imágenes: Sarai Gutierrez
“Toluca es una ciudad amada por quienes llegan y no por quienes se quedan”, es un pensamiento que constantemente viene a mi mente. Tras años de escuchar a mis amistades dar queja tras queja sobre esta ciudad, esta gente, estas calles, este tiempo, estas palabras que nunca parecen ser suficientes para describir el sufrimiento de no poder huir hacia otro lugar.
Huir es una palabra que conozco muy bien, aunque pocas veces lo haga. De hecho, suelo huir más en mis sueños. Aquellos donde corro, corro y corro hacia un lugar. Nunca llego, pero parece que no estoy cómoda de donde vengo. Huir es una acción que quisiera arrancar de mis noches y llevarlas a mis días, especialmente cuando el corazón me inunda en la nostalgia sin dejarme un hueco para respirar. Desgraciado, suelo pensar. Desafortunadamente, no me enseñaron a huir, sino a quedarme.
Quedarme en esas palabras sin terminar, esas acciones sin realizar, esos planes sin detallar. Quedarme con la esperanza de que el cambio llegará. Quedarme porque yo lo cambiaré, porque el tiempo cambiará. Porque si la esperanza todavía existe en esta vida, debe estar en el cambio de las cosas. En ser terco hasta el último momento para saber que quedarse valió la pena porque tampoco mi familia sabe huir, sino echar raíces en lugares, aunque sea en Toluca.
“¿Cuántas familias no han echado raíces en esta ciudad en la cual pocos se quieren quedar?”, suelo preguntarme cuando vuelvo a escuchar la historia de mi familia en una reunión donde existieron varios vasos de alcohol, canciones de banda y anécdotas que quisiéramos revivir, pero sólo queda repasarlas en nuestras mentes. Esa historia que mi abuelito empieza con una mirada de asombro, pero termina en lágrimas al recordar quién dejó de ser para ser quién ahora es.

Esa historia que inicia con una caja de huevo en un camión en vísperas de Navidad. Esos días donde el repicar de las campanas debía marcar los días de festejo, pero de un momento a otro estaba acostado en la cama de su tía para empezar esa vida ajena, que pronto sería suya. Alejándose poco a poco del lugar que lo vio crecer para llegar a una ciudad donde tendría su primer trabajo, su primer hijo, su primera nieta y sus primeras veces de contarle su vida a unos oídos que se dejaran envolver por sus palabras.
Esa historia que vivió lo hizo sentir en soledad, pero al compartirla, notaba que no era el único en estar agradecido de llegar, aunque sea a Toluca. A una ciudad que ahora ve urbanizada, pero bajo sus ojos alguna vez fue esa ciudad llena de calles poco transitadas, días de mercado y el punto de partida para tener su cama, su casa, su negocio.
Mi abuelito recuerda llegar a esa ciudad con casas de uno, dos pisos, pero nunca de tres. Sin piscinas, sin hamacas y sin parrillas porque las chamarras, los paraguas y los guantes necesitan espacio para guardarse. Esas casas donde los domingos reciben a familiares para gritar un gol del equipo que últimamente deja pocas alegrías, pero cuando las otorga, la ciudad enloquece con espuma.
Esas casas donde pocas veces hay un kilo de chorizo verde en el refrigerador. Chorizo verde. Ese alimento que deja huella en los visitantes de esta ciudad, pero para mí representa un trozo de carne más que suelo comer en tacos.
—¿Te acuerdas cuándo fue la última vez que comimos chorizo? —pregunto.
—¿Chorizo? No lo recuerdo —dice mi abuelita.
—Tiene mucho que no comemos, pero ahorita que lo dicen hay longaniza —añade mi mamá. Hay que comerla porque si no se va a echar a perder.
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Aunque no hay chorizo verde, hay tortillas, queso y aguacate para aliviar el hambre tras una tarde portaleando en el centro. Porque aquí no caminamos lento, sino que portaleamos. Porque incluso en una ciudad que no deja de tocar el claxon y mentarse lo que se pueda, todavía queda un lugar para caminar lento, comer palomitas en una bolsa de papel y mirar cada local como si fuera la primera vez. Y así darse cuenta que la tienda de discos Discolandia cerró después de ser poco a poco comida por la digitalización de la música, que ese árbol en la calle Independencia adornado con hilos de colores desapareció y que ese café no se había visto antes.
Caminar tan lento para escuchar una mezcla de sonidos, como el sonido de las fuentes, las risas de las familias por el show de los payasos en la Plaza González Arratia, el tacón de las señoras al bailar danzones en La Concha Acústica, las caídas de las patinetas en el Parque Simón Bolívar, la vuelta de las parejas al ritmo del sonidero en La Alameda, la misma voz resonando en las paredes de un concierto en el Landó o el Teatro Morelos y el andar del tren que deja un dolor de cabeza en quienes se avientan a manejar.
Manejar y andar en la ciudad donde atropellan a peatones y ciclistas, pero en los locales se lee “No a la ciclovía en Isidro Fabela”. Manejar y andar en una ciudad donde arreglan el asfalto para que en otros tres años los carros vuelvan a esquivar los baches. La ciudad de los baches. Manejar y andar en una ciudad donde los asaltos, las desapariciones, los asesinatos y las injusticias aumentan, pero las puertas son las protegidas con postes de metal, barricadas, granaderos y patrullas porque a las puertas y a las paredes se les llora, no a las personas, aunque cada vez salgan más a gritar un 8M, un 25 de cada mes o hagan un plantón de 344 días. Manejar y andar en una ciudad donde se esconde al ambulantaje para liberar las banquetas, como si ese pedazo de cemento pudiera llamarse banqueta.
Sí, Toluca es una ciudad amada por quienes llegan y no por quienes se quedan
Sí, Toluca es una ciudad amada por quienes llegan y no por quienes se quedan. ¿Cómo cambiarles la idea? Tal vez por eso escucho un “múdate a Ciudad de México” con mayor energía. Múdate, aunque los ojos te lloren por la contaminación, múdate, aunque el desplazamiento a tu casa no sea de media hora, sino de tres. Múdate para que crezcas. Múdate para que te paguen mejor aunque ese dinero extra se vaya en la renta. Múdate para ampliar tu círculo, aunque te sientas sola porque nadie te escucha. Múdate para que la ciudad te agote. Múdate. Múdate para que escribas y tengas una vida interesante.

Una vida interesante de los días que pasaste de fiesta en algún bar. Una vida interesante que escribas frente a tu escritorio y esa ventana que da hacia un monumento histórico. Una vida interesante donde tengas un amor cada vez que tomas vacaciones. Una vida interesante que no se da en Toluca.
La autora Berenice Reyes Almazán escribió que Toluca “es una ciudad de la que hay que enamorarse de a poco, saberla apreciar por las pequeñas cosas” y a mí me gusta creer que eso hace una vida interesante: las pequeñas cosas que la grandeza de las ciudades no devora por completo, aunque sea en Toluca.
Sí, las pequeñas cosas en esos desayunos con fruta, café y pan con mi familia. Las pequeñas cosas en ese cielo que se pinta de amarillo después de un día soleado, lluvioso y con viento para después verlo en todas las redes sociales de mis amistades. Sí, las pequeñas cosas, como amar ese olor a galletas o café por la tarde y odiar ese otro a croquetas por las noches.
Sí, las pequeñas cosas. Los pequeños círculos, como esos animales de la manzana que tienen nombre, casa y plato, pero para quien transita con frecuencia la avenida es el perro que vio el martes y el gato que casi atropellan el jueves. Esas pequeñas cosas que atormentan y al otro día son por las cuales preocuparse.
¿Por quién es querida Toluca? Tal vez sea una pregunta a la cual nunca llegue con una respuesta. Tal vez ni deba buscar la respuesta. Sólo sé que Toluca, de alguna manera u otra, no deja de tener esas pequeñas cosas, esas historias, esas personas, esos lugares, esos sonidos, esos colores y esos olores que provocan constantemente el sentimiento de huir, quedarse, construir y tirar al mismo tiempo, aunque sea en Toluca.
Este artículo fue trabajado y editado en Si pudiéramos enviarnos cartas, un curso sobre crónicas de escritoras latinoamericanas de los siglos XX y XXI, impartido por Mariana Recamier en la #EscuelaDesvelada. En el taller se leyeron e hicieron ejercicios a partir de textos de Clarice Lispector, Cube Bonifant y Hebe Uhart.