Texto e imágenes: Paul Antoine Matos
Con 11 años de matrimonio, siete hijos y una mudanza a Tepoztlán, el esposo de Silvia María Refugio Pérez la dejó para irse con otra mujer. “Como todos los hombres”, dice Silvia en Nonantzin, su puesto de comida prehispánica en el mercado tepozteco.
Ella, que a los 16 años se mudó de Cuernavaca –originaria de Michoacán– al pueblo que entonces, en 1966, no era mágico, se quedó con su suegra, Aurora Miranda.
–Mi suegra siempre que llegábamos del campo hacía una cazuela grande de agua, eh. Y le echaba raíz de peyote, (dice algunas palabras en náhuatl que no comprendo), dos o tres costillas, cola de caballo (una planta) y órale, le mueve y le mueve. ‘Siéntense’, ya van a comer. Me estaba moliendo, me estaba haciendo tortillas calientes, y la sopita bien calientita con venas de chile y limón. Me sabía bien sabrosa y yo, escuincla cusca, pues todo me sabía bueno.
Silvia, de 74 años, se ríe al recordar su juventud: “estaba el tiempo de la unión libre, yo me vine con él así”. Ambos se conocieron en la escuela Normal, en Cuernavaca. “Hicimos un pacto, órale, entre los dos mocosos: nos juntaremos, viviremos y cuando ya no nos entendamos cada quien su camino, más nunca nos pusimos a pensar en el producto de ese amor que iban a venir a sufrir. Eso es lo que nunca pensamos, pero ni modo. Así se hizo”.
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El padre de Víctor Díaz García murió hace una semana en Tlayacapan, a tres cuartos de hora de Tepoztlán, a los 91 años. El rostro de Víctor, este 13 de septiembre, es de piel rosada, ojos verdes y una abundante y tupida barba negra. Su rostro verdadero, moreno y ojos negros, está detrás de ese rostro falso: es un chinelo de Tlayacapan.
Hace unas horas, Víctor y unos 200 chinelos de Tepoztlan, Tlayacapan y Yautepec bajaron desde las faldas del Tepozteco hacia el zócalo local, unas ocho cuadras por las que bailaron en sus atuendos negros, blancos y multicolores, con imágenes de leyendas e historia mesoamericanas como la del Iztaccíhuatl, de los tlatoanis Nezahuacóyotols y Cuauhtémoc, del enfrentamiento entre nahuales y españoles hace 500 siglos o de figuras más recientes como Paw Patrol en un niño chinelo de unos cuatro años.
–Se transmite de generación en generación. Tú ves niños de tres años. Nacemos en esa esencia del chinelo. Yo nací un 25 de febrero y el chinelo venía bajando, en su pobre casa, yo estaba naciendo. Fue lo primero.
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El ritmo de las aves era la señal que recibía Silvia de que tocaba dormir. En la tarde, como a las seis o siete, ya los pollitos, las gallinas y los guajolotes se subían a los árboles. A finales de la década de 1960 en Tepoztlán no había luz y los habitantes se guiaban por las indicaciones de su entorno.
–A la una de la mañana –cuenta Silvia–, oh, qué sorpresa, “cuando estás en lo mero bueno”, llegaba su suegra: ‘Levántense, ya nos vamos a tlahueyear’.
En la madrugada iban al monte a tlahueyear, recolectar las hortalizas en las faldas de los cerros de Tepoztlán.
En esos años Tepoztlán era un pueblo sin pavimentar. Puros árboles de nopal, milpas y baldíos, una escenografía para películas de Pedro Infante y otros artistas que filmaban ahí y en otros lugares en Morelos. Tampoco había luz. Para tomar un vaso de agua tenían que cruzar el pueblo desde el sur hasta el Tepozteco, en el norte, cargando dos botes con aguantador para mantener el equilibrio, un camino de media hora hoy en día. A Silvia le tocó lavar la ropa en los cerros y la tendía en los matorrales.
Su suegra vivió los cambios en Tepoztlán. Cuando les dijeron que iban a meter plomería para el agua, Aurora no se imaginó que sería subterránea.
–Cuando llegó la tubería, ella no quería, nos hacía ir hasta donde íbamos. ¿Por qué? Decía que esa agua que estaba intubada era de muerto, que tenía otro sabor.
Dice Silvia que el turismo llegó en los primeros años de la década de 1970.
–¿Cómo piensa que llegaron los turistas?
–Así como usted vino acá y dice ‘ay, qué lugar tan bonito, a lo mejor sí me traigo a mi familia’. Y esa familia trae a los amigos, y esos amigos traen a otros amigos. Así fue como se fue haciendo Tepoztlán muy famoso. Pero déjeme decirle que está escrito en la historia. Está escrito en la historia, sí, porque cuenta la historia del Tepozteco, que no es otra cosa que el dios del aire. Cuando fueron allá a México no podían subir la campana grande de la Catedral, entonces iban tres hombres y uno de ellos vio que estaban forcejeando para subirla. Les dice ‘yo les voy a ayudar’, –él era el Tepozteco– les ayudó con el aire para subirla. Aquellos agradecidos le dijeron ‘te vamos a dar un regalo’, un cofre. El Tepozteco tenía un compromiso en Cuernavaca y le dice a los otros dos ‘llévense este cofre a Tepoztlán, no lo vayan a abrir hasta que yo llegue al pueblo, ahí lo abrimos los tres’. No hicieron caso, y lo abrieron donde dice Bienvenidos a Morelos y empiezan a salir palomas, que se desperdigaron por diversos lugares, menos Tepoztlán. Eso, decía mi suegra, quería decir que muchos nativos de aquí no iban a triunfar aquí, iban a triunfar en otros lugares. Y así es: viven en México, viven en Estados Unidos.
–Pero a usted le pasó lo contrario. Llegó acá y triunfó acá.
–Hay que ver también lo que yo aprendí. Si yo hubiese sido una chava rebelde de vivir por vivir, que es lo que pasó con los hijos de mi suegra, ninguno aprendió esto. Yo fui la única, porque yo viví día y noche con ella. ‘Hazme esto’, y se lo hacía, ‘hazme lo otro’, y lo hacía.
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El abuelo de Víctor era zapatista, revolucionario. A su madre, la bisabuela de Víctor, Odilona Ortiz, le tocó vivero la época de las tiendas de raya que fueron parte del entorno mexicano que mantenían en condiciones de semiesclavitud a los trabajadores y que serían una de las tantas chispas que encendieron la Revolución.
El chileno se detuvo durante la guerra. “La Revolución fue un movimiento muy abarcante y la tradición se perdió por unos años, en los veintes se reanuda”, dice Víctor. Su abuelo regresó de la Revolución y le gustaba tanto chinelo que entregaba la cooperación para su hijo, el padre de Víctor.
La tradición del chinelo se remonta a la época de la Colonia y su origen fue, como el de Víctor, revolucionario.
Antes del miércoles de ceniza daban tres días de asueto, las Carnestolendas. Los indígenas organizaron una cuadrilla conformado por los barrios El Rosario, Tescalpan y Santa Ana, en Tlayacapan, para satirizar a los españoles y tomaron elementos identificables de los conquistadores: los ropones blanquiazules con los que dormían las señoras españolas y que desechaban cuando ya estaban muy gastados, la barba tupida, la piel rosa y los ojos verdes.
Adoptaron una voz peculiar. Un falsete para disimular su tono verdadero, el cual les permitía burlarse libremente de los españoles y así evitar ser identificados, pues los chinelos se metían con la Iglesia y la Corona. Esa voz solo era usada por los chinelos de Tlayacapan, los de Yautepec y Tepoztlán no hablan.
–Mandan de Yautepec un comunicado: ‘Hemos sabido de ciertas planillas en estas fechas. Les pedimos que sean muy cuidadosos de vigilar a estas personas porque hacen vituperio de las autoridades y la gente honorable’. El chinelo era una forma de rebelarse y de decir: ‘no nos mandan, no nos han desaparecido’. El nativo se rebelaba de esa manera, lo dominaron de cierta forma pero no en espíritu, esa fórmula representa el orgullo del nativo originario.
Año con año, la tradición se refinaba en los carnavales hasta normalizarse ya entrado el siglo XX, por eso Víctor dice que fue lo primero que vio, ya que las carnestolendas coinciden con el mes de febrero o los primeros días de marzo, en las fechas de su nacimiento. En las celebraciones incorporaron grandes sombreros con las máscaras y bordados con distintos símbolos indígenas. Víctor porta los tres barrios de Tlayacapan en su atuendo.
Desde los siete años iba a la plaza de Tlayacapan a ver las comparas los lunes de Carnaval. Luego, en su adolescencia, iba los domingos, los lunes y los martes de Carnaval.
–Siendo Tlayacapense, el chinelo lo traes acá–, Víctor se señala el corazón.
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El mercado de Tepoztlán es nuevo. Se inauguró hace 15 días con la presencia del todavía gobernador Cuauhtémoc Blanco, el exfutbolista del América con nombre de tlatoani mexica que ya se incorporó como diputado federal por la Ciudad de México. Desde hace 70 años, cuando Silvia tenía cuatro y le faltaba una niñez y media adolescencia para mudarse con su novio a Tepoztlán, se esperaba la construcción de un mercado. Antes del 28 de agosto de 2024, los vendedores se colocaban en el zócalo, en pasillos oscurecidos por los toldos para cubrirse del sol. En aquel mercado, uno de los puestos vendía comida tradicional prehispánica, en específico carne de armadillo, jabalí, iguana o insectos como chapulines, tarántulas, gusanos de maguey, alacranes y hormigas chicatanas. Era el puesto Nonantzin.
Nonantzin ahora está en el nuevo mercado de Tepoztlán frente al museo Carlos Pellicer. El mercado destaca por contar con varios miradores que permite apreciar el paisaje de las montañas de Morelos. El mercado municipal es más limpio y con más espacio que cuando los puestos se colocaban en la plaza principal, a costa de la cercanía que se sentía con los puestos y otros comensales que se cruzaban por los pasillos del zócalo tepozteco.
–Pásele bonita, deliciosas tlaltequeadas. Es completamente vegano.
Doña Silvia llama la atención de una mujer que viene con su pareja. Leen el menú: tortitas de Siete semillas –nombradas así por sus siete hijos, aunque tiene más de 12 semillas, confiesa-, de chaya con zanahoria, de plátano-piña, de naranjada, de camote morado con zarzamora, de huazontes con moringa, jamaica con xochipal. También hay caldo de hongos y caldo de chapulines (agotado), y guisos con las especies exóticas que también estaban en el puesto ubicado en la plaza principal: tarántulas, alacranes, jabalí, armadillo, iguana.
Tlaltequeadas, ese es el nombre que se le da a las tortitas prehispánicas que combinan las semillas, flores y plantas de los alrededores de Tepoztlán y que a veces incluyen chapulines.
–¿Y ahora con el turismo cómo ve Tepoztlán?
–Soy una de las personas que quizás a lo mejor dice verdades, pero yo decía ‘por qué un mercado grandote, si la gente citadina le gusta ver gorgoreando los frijolitos en una olla de barro, y que estés haciendo las tortillas y que se estén inflando’. Nos mandan a un mercado y ya no va a ser así. Esos son los cambios que ha habido. También los citadinos vienen a buscar eso.
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Después de las cuatro de la tarde de este 13 de septiembre cientos de chinelos de Tlayacapan, Yautepec y Tlayacapan recorrieron las calles de este Pueblo Mágico en el Tercer Encuentro y Desfile de Chinelos. El maestro de ceremonias en el zócalo presumió en varias ocasiones que es la primera vez que un Ayuntamiento de los tres municipios organiza el evento. En las dos ediciones previas se realizó como parte de un interés por parte de los chinelos para preservar su tradición y reunirse, ya que durante los carnavales cada pueblo tiene sus propios chinelos y no hay un intercambio entre sus experiencias.
–No vamos a competir, vamos a representar la esencia del chinelo –dice Víctor.
Los contingentes bajaron la calle Del Tepozteco, la vía principal en la ciudad que conecta la zona arqueológica con la plaza principal y decenas de restaurantes que venden cecina, cecina enchilada, azulitos, micheladas, máscaras de chinelos, espejos, antigüedades como juguetes de Batman máquinas de escribir relojes de bolsillo cámaras analógicas balones de futbol de los años 30’s, masajes y alineación de chakras con cuarzo, chocolate, enfrijoladas, enmoladas, itacates rellenos de guisos como flor de calabaza, cecina, cecina enchilada.
La marcha era liderada por los chinelos de Tlayacapan, por ahí estaba Víctor y su amigo Armando Santamaría, con sus trajes blancos con detalles en azul. Seguidos iban los chinelos locales. Los tepoztecos vestían trajes negros: alguno con la pirámide maya de Chichén Itzá bordada con chaquiras. Intercalados entre los pueblos chinelos iban los grupos que tocaban la música tradicional que salía de trompetas y tambores. Los chinelos saltaban con brinquitos queditos, su danza, inventada en 1862 por Chucho El Muerto y a la que nombró “Tsineolohua”, que significa “el que brinca”. El contingente era cerrado por los chinelos de Yautepec, aquella tierra donde uno de los alacranes más venenosos del mundo picó a Hernán Cortés quien se encomendó a la Virgen de Guadalupe –la original, en Extremadura– y le ofreció llevarle al alacrán incorporado en un relicario que se perdió a finales del siglo XIX. Los de Yautepec vestían ropajes coloridos, psicodélicos. En tonos fosforescentes morados, amarillos, naranjas, azules, rojos, verdes. Una ruptura en la solemnidad de las ropas albas de Tlayacapan y negras de Tepoztlán.
Era curioso ver por aquí y por allá algunos chinelos que se saltaban la tradición. Uno de ellos vestía amarillos y azules; barba azul, rostro amarillo. Su sombrero dice “soy leyenda” y tiene un águila y algunos jugadores de futbol. Es un chinelo que simboliza al Club América de futbol.
A veces pasa. Ocurre que algún chinelo desentona con el resto que trae plasmada sobre su vestimenta bordados indígenas.
Entre los chinelos también hay mujeres. La ventaja del atuendo que cubre rostro y cuerpo es que pasan desapercibidos y no se sabe si es hombre o mujer quien está detrás de la máscara.
En uno de los atuendos más bellos aparece el encuentro entre un náhuatl y un español. La mitad de la falda muestra al español, ojos azules, barba negra tupida, casco de conquistador; la otra mitad al náhuatl: arete prehispánico, bigote que surca los labios y baja al lado de las comisuras de la boca de la cual sale el tlahtolli, el caracol mesoamericano que simboliza el habla, los cantos, la voz. El español calla.
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Silvia fue al doctor porque se enfermó. El médico le indicó que no podría comer más carnes rojas porque no sanaría la enfermedad. Le dijo a su suegra las indicaciones que le dieron.
Lola, como le decían a Aurora, le respondió: “Ay, Nantli (hermana). A ver, pon una olla de agua. Ahora échale esta verdurita, esta otra verdurita, esta otra verdurita. Un montón de verduras para que no te sientas triste porque no lleva carne. Échale este cacahuazintle (un grano grande como pozolero), un elote partido en tres. Muélele éste, muélele otro, muélele éste”. Eso resultó en un caldo tlalpeño.
–“Ahora ponle ejotito tierno, pero el grande –le decía su suegra–, ponle calabacitas, trocitos de calabaza, y chilacayota, ejotitos tiernos, ora échale su epazote y muélele chile pasilla”.
–¿Usted come carne?
–No. A veces la pruebo, pero me sabe como a trapo.
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Algunas de las frases bordadas con chaquiras en los atuendos de los chinelos dicen cosas como “arriba el peón, muera el patrón”.
–La lucha es política, volvemos a lo mismo. El oligarcado siempre trata de hacerse más rico y nosotros más pobres. Como pueblo, ya sentimos que los políticos, a lo mejor hay elecciones, todos tienen una finalidad: oprimir al pueblo, mantenerlo pobre, ignorante.
Eso ocurre hoy en día, y sucedió durante la Colonia y durante el México del siglo XIX, cuando se cocinaba lo que sería la Revolución y los blancos, españoles y mexicanos, eran dueños de la tierra y los náhuatls la trabajaban.
–El español llegó a ser tan aprensivo, al grado que las haciendas, mi abuelo era niño. Les daban mantas, velas, lo básico, pero nunca acababan de pagar, siempre debían. Entonces el nativo siempre estuvo bajo el yugo del español, haciéndose multimillonario cada vez. El estado de Morelos pertenecía a siete familias, llegó a ser un monopolio familiar. Por eso la lucha de Zapata nació en esa inquietud, el nativo no tenía un metro pa’ sembrar. Todo era del hacendado, y no te prestaban. Ese reclamo fue muy grande por el clamor de la presión de un pueblo; un pueblo no puede permanecer oprimido tanto tiempo porque las generaciones se van levantando. Mi abuelo vio eso, se fue a las armas. Mi abuelo se llamaba Julián Díaz Ortiz, regresó, la Revolución le dio sus tierras. Le dijeron que vaya a Cuernavaca por sus medallas, pero él dijo: ‘yo no quiero medallas, no necesito reconocimiento. Mi mayor satisfacción es ver a todo mi pueblo arando su propia tierra’.
Víctor, al igual que su padre y su abuelo, al igual que sus vecinos y amigos, trabaja el campo, la caña de azúcar.
(Además tiene otra chamba con la que complementa su ingreso. Limpia albercas)
–La tierra es generosa, pero uno tiene que tener ese cariño.
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–Me vine con mi marido por amor, si tu quieres, aguanté todo por amor, si tu quieres, pero qué crees, se fue y me dejó con siete hijos. Pero no lo convertí en corajes, no, no, no, le agradecí mucho que me dejó 7 hijos, tanto que me sentía Blancanieves y los siete enanitos. ‘Taba yo bien joven y no me volví a casar, todo mi mundo giró alrededor de mis siete hijos. En la vida hay que trabajar con amor, no renegando.
Silvia puso el puesto después de la muerte de su suegra. Continuó con la tradición de recorrer el monte para recolectar hongos, semillas y hierbas, los ingredientes con los que cocina. A la recolección de hongos se le llama “arreo”, a la de las semillas “motitixi” y a la de las hierbas “tlayehuada”.
–Cuando empecé sí iba por las semillas, pero después vi muchas viejitas que carecían para comer, otras no alcanzaban para encontrar trabajo. Les decía: ‘Nantli, ¿tú qué estás padeciendo? Tú vete a traerme un chiquihuite, así mira yo te lo pago y todos comemos con manteca’. Es ayudarnos unos cuantos a otros, para que todos tengamos.
Silvia presume que cocina con amor: “ese amor a la naturaleza, ellos creen que el amor carnal, no, no no. Es el amor a la tierra, todo lo que Dios ha creado para que sus hijos se disfruten, los cerros, los árboles, ese oxígeno que recibimos, ese sol que nos calienta, esas nubes que nos dan aguita, todo eso es hermoso joven, todo es lo que Dios nos ha dado para que sus hijos lo disfruten y nos queramos. Lo único que Dios quiere es que nos queramos mucho, como hijos de Dios. Acuérdese, está como el paraíso de Adán y Eva, puso un árbol de bien y otro del mal, eso es lo que tienen por ejemplo los hongos, hay unos venenosos que te destruyen la vida, hay otros que vuelas, pues también el organismo se echa a perder, te destruyes, pero todo es con cautela, con medida”.
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–Yo soy tlayacapense, mis orígenes son de seis generaciones, desde el papá de mi abuelo.
A su padre y a su abuelo les gustaba el chinelo, tanto que lo transmitieron de generación en generación. Su padre, el que murió hace una semana, tenía mucha memoria antes de su fallecimiento. Víctor se sentaba a su lado y le contaba sobre cuando iban a la comparsa. Cuando Víctor era joven, su padre llegaba y le decía: ‘Mira, te conseguí un sombrero con el artesano fulano’. Recuerdos como esos le salen durante la plática. Repite que el chinelo, como la comida prehispánica de Silvia, pasa de generación en generación.
Víctor busca en su celular una imagen. Es una fotografía de su hija junto a un chinelito: su nieto.