“¿Lucha libre en un deshuesadero de coches? ¿Qué tal se pone?”, me preguntó un compita luego de ver mis historias en Instagram.
“No te puedo contar, tienes que vivirlo”, respondí al más puro estilo de esos grupos religiosos que dan retiros espirituales para “cambiar vidas”.
A finales o inicios de cada mes ocurre una función de lucha libre extrema en Tultitlán, Estado de México; sobre la Avenida José López Portillo, a un costado de la estación Ciudad Labor del Mexibús encuentras al famoso Deshuesadero Zona 23.
Llegué. Un filtro de seguridad sencillo revisaba a cada asistente, no hubo otra indicación adicional para mi cobertura, solamente un: “mucho gusto, pásale y date. Sólo no rebases la cinta de seguridad”.
Las gradas de la Zona 23 no son convencionales: puedes meterte entre los restos de un camión, una caja de trailer, el cofre de un camión de carga u ocupar el asiento de una grúa o un montacargas. Existe una “zona preferente”, pegadita al ring, con una fila de sillas acomodadas atrás de la cinta amarilla que luego del inicio de la primera lucha ya estaba vencida.
Hay un consenso implícito en la lucha libre entre público y luchadores en el que una mentada de madre o cualquier insulto verbal va de ida y vuelta. La bienvenida fue un: “Que chinguen su madre los de las fotos”, seguido de unas carcajadas y un saludo a lo lejos, dirigido a quien le quede el saco.
Luego de esa bienvenida calurosa, desde un par de asientos de Tsuru llenos de polvo, clavados en la tierra que rodea el ring de lucha, escuché a dos asistentes recurrentes explicar que desde hace aproximadamente tres años se realizan estas funciones al aire libre que ya son toda una tradición en la región, donde se combinan la lucha libre, la música y el desestrés.
Supuse, desde mi ignorancia y como consumidor de lucha libre convencional mexicana y gringa, que el término “lucha extrema” podría estar más relacionado a lo mercadológico que a lo sensorial. Pero no, desde la primera lucha se ve de cerca que los pierrotazos se marcan en la piel y suenan sabrosos, que los empujones hacia un coche destartalado sí lastiman al luchador y que los sillazos, tablazos y cortes con una botella de chela no son de mentiritas.
Cuando creí que la lucha era lo más sorprendente de esa tarde, pude ver entre el público a un personaje que me causó intriga. El color negro en su ropa estaba presente desde arriba hasta abajo: una pañoleta que le cubría la cabeza, una gorra militar, una gafas de sol tipo aviador, una camisa con un calendario azteca en el pecho, una bermuda de cargo y una botas de cuero bien amarradas. Al filo de las acciones ponía su crucifijo de madera por delante, enrollado con una especie de rosario con cuencas y distintas piedras de colores, mientras en voz baja enunciaba letanías, oraciones y otros enunciados indescifrables como si estuviera en estado de trance. No interactuaba con otras personas, como si su única misión para esa tarde fuera interceder por sus dioses para que todo fluyera bien en el Deshuesadero Zona 23.
Durante las funciones hay venta de dulces y botanas entre los tres y 15 pesos; chelas de 500 ml (clara y oscura) en 50 varos; máscaras nuevas de distintos precios y máscaras “luchadas”, con sangre todavía, en $1,300.
En este circuito y en muchos otros independientes, al término de cada lucha, aparte de la foto clásica con su luchador favorito, el público realiza regalos a su luchador favorito o al grupo completo de luchadores que van desde billetes y monedas hasta objetos personales.
Entre cada lucha hay un acto musical que aliviana los ánimos de las personas y le da un ambiente festivo al evento. Durante la tarde ya habían ocurrido Tres luchas que sobrepasaron los parámetros de lo violento sobre lo performático en la lucha libre. Y mientras sonaba “Rosa Pastel” de Belanova cambiaron las cuerdas de poliuretano del ring por alambre de púas, lo que dio paso a las luchas más extremas (modalidad Rancho de Texas y Fuego Extremo) de aquel domingo y, con esto, el chipi-chipi de la lluvia.
“No hay pedo por la lluvia, aquí siempre le seguimos”, me dijo un señor luego de echarnos ese trago fraterno de Vicky. Entre todo, salieron los luchadores que, por la situación, hicieron una entrada corta y comenzaron los chingazos, la lluvia arreció en una especie de sincronía climática-teatral: entre más golpes, gritos y sangre, más agua caía en el Deshuesadero, hasta que fue imposible mantenerse y no atajarse de la lluvia. Corrí hacia un coche que estaba vacío para no mojarme más, sequé mi cara y mi cámara con mi chamarra y seguí viendo la lucha desde lejos.
Al parecer a Tláloc le gusta la lucha libre extrema y bajó un poco la intensidad de la lluvia para que pudiéramos acercarnos a sentir la lucha y que pudiera hacer las últimas fotografías. Aquello parecía película postapocalíptica: lluvia, gritos, pelea en varios espacios, al fondo un cerro lleno de casas, fuego, vidrios en el ring, luchadores arriba de un coche sin puerta aplicando una llave para el deleite del público. Terminó la lucha estelar y de nuevo la lluvia aumentó, a tal grado de no poder salir del predio.
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Decidí esperar a que terminara la lluvia mientras se comentaba entre la gente las impresiones sobre la función, pasaron varios minutos y no se veía fin para la tormenta. Cuando caímos en cuenta el nivel del agua ya rebasaba el nivel de los tenis, al ir caminando hacia la única puerta de salida el nivel aumentó, para cuando estuvimos en la Av. López Portillo el agua estancada me llegaba a la mitad del muslo. Luego de unos minutos de caminar (o nadar) hasta la parada del Mexibús pude tomar un respiro y darme cuenta de lo complicado que fue salir de esta cobertura. Ahora sólo faltaban unas horas de incertidumbre debido a que, como en la mayoría de mis traslados, tenía que pasar un par de horas más en el transporte público más inseguro del país. En fin, gajes del oficio.
El Deshuesadero Zona 23 es una experiencia que atraviesa el deporte, el entretenimiento y el surrealismo. En el Estado de México se vive una pasión única por la lucha libre extrema, otro esfuerzo periférico que entrecruza la cultura, el deporte y la pasión.
La fama y el renombre del Deshuesadero Zona 23 ha ido escalando. Nació como un esfuerzo periférico que busca la descentralización de la lucha libre hasta posicionarse como uno de los circuitos más interesantes y respetados del país y que ahora busca una expansión internacional.
La próxima vez que alguien me diga que la lucha libre es actuada y aburrida les platicaré qué tal se pone en el Deshuesadero Zona 23. Asistir a una función de este calibre no te cambia la vida, pero si no lo vives y sientes, no lo entenderías.