Por: Nery
Cuando lo conocí, aún seguía conociéndome a mí misma. Yo seguía en la preparatoria y la idea de que un chico tan guapo se fijara en mí era, en ese momento, indescriptiblemente maravilloso. La desventaja es que él vivía en un país diferente al mío. Pero qué romántico, ¿no? Que me haya escogido a mí a pesar de la distancia, que se haya enamorado de mí a pesar de nunca vernos. Pensaba que era un hermoso inicio para nuestra historia. Una historia que luego contaríamos en nuestra boda en la playa, sobre cómo superamos los años distanciados.
Pero al final del día los kilómetros no nos separaron. Sus acciones sí.
Me pasaba los días imaginando cómo sería cuando por fin nos viéramos. Saltaría a sus brazos debido a la diferencia de estatura. Enredaría mis dedos en su cabello. Reiría al sentir la barba que se dejaba crecer. Había días en los que no podía dejar de sonreír. Me decía que era la niña más hermosa y que mi corazón era de oro, y yo no podía con lo mucho que me gustaba. Pero también había días en que ni siquiera me contestaba mensajes. En una ocasión incluso se quejó de su ex conmigo. Pero yo estaba enamorada y lo dejaba pasar, recordándole que él era grandioso y que no se merecía estar triste por alguien que lo trataba mal.
Le conté a muy pocas personas acerca de él, y lo más seguro es que él no le haya contado a nadie de mí. Nunca quiso agregarme a redes sociales. Hacíamos llamadas, pero no videollamadas. Una vez me dijo que si no me contestaba era porque no estaba de humor o porque estaba ocupado, entonces implementé una estrategia para no “agobiarlo”. Borré su contacto, y cada que le respondía un mensaje, borraba el chat para que él me contestara a su tiempo.

Mi estrategia terminó la relación. Al no ser capaz de mandarle mensaje, no podía contactarlo si él de pronto dejaba de hacerlo por días. No tenía cómo preguntarle si estaba bien, si le había pasado algo, si estaba pensando en mí.
Durante años repetimos el mismo baile. Después de meses de no hablarme, regresaba diciéndome que le dolió que no lo buscara. Le explicaba mi estrategia, me decía que me amaba, le daba otra oportunidad. Volvía a ghostearme. Y se repetía.
Yo sabía que la distancia podía impedir que me mandara flores o que viniera a visitarme, pero jamás me felicitó en mi cumpleaños. Jamás quiso presentarme a sus amigos aunque sea virtualmente, ni se interesó en conocer a los míos. Yo solía autolesionarme y en vez de intentar escucharme o ayudarme, me regañaba si lo hacía, y me sentía peor.
Tal vez también te interese: El interés desinteresado
Lo peor es que ahora, casi diez años después, sigo recordando la primera vez que me dijo “te amo”. Estábamos en una llamada por la tarde, él había pedido comida, entonces se estaba despidiendo para bajar por ella. En lugar de decirme “te quiero” me dijo “te amo”. Se quedó callado unos segundos, yo también. Luego me dijo “te quiero” y sonreí. Le dije que también lo quería y colgamos. No estoy segura si todos los “te amo” que me dijo en los años que vinieron fueron verdaderos, pero por lo menos estoy segura de que ese sí lo fue.
Hace un par de años, cuando estaba apenas conociendo a mi actual pareja, me contactó de nuevo. Me pidió una oportunidad más. Pero en las pocas citas que había tenido, me habían tratado mejor de lo que él hizo en años.
Le pregunté cuál era mi película favorita, cuáles son mis flores favoritas. Y mi color favorito. Y si sabía cuándo es mi cumpleaños.
Cuando no supo contestar, sabía que tenía que dejarlo ir. Él quería que fácilmente regresara a él como lo había hecho antes, pero ni siquiera se esforzó en reconquistarme. Las conversaciones no pasaban del “¿qué haces?”. Él quería de vuelta a su “niña”, pero ella ya no existe. Entonces la que dejó de contestar fui yo.