febrero 11, 2022

El primer corazón roto

By In San Valentín

Por: Kim Cruz

Como cliché de película, desde la primera vez que lo vi me enamoré. De hecho, podría decir que nuestra historia de amor adolescente está llena de clichés y eso no la hace menos real. Once años después, como un loop que reaparece en mi mente, me sigo acordando de la primera imagen que tengo de él: semblante perdido, camisa roja Lacoste, jeans, tenis negros y lentes cuadrados azul marino que lo hacían ver aún más nerd con el cabello de corte de hongo y el maletín de piel que desentonaba para un chico de dieciocho años.

Fue mi primer novio. Fui su primera novia. Y muchas primeras veces las vivimos juntos: nos exploramos como lo haría cualquier adolescente hormonal que descubre el placer de los besos intensos en el cuello y el orgullo de pensar que esa erección que sientes contra la pelvis es el resultado directo de un deseo que nunca habías experimentado jamás por otro ser vivo. 

También vivimos unos primeros meses intensos porque sabíamos que teníamos los días contados. En cuanto él terminara el semestre de preparatoria se mudaba a Montreal. La conciencia del tiempo nos quitó los miedos y nos aventuró a mostrarnos como éramos. 

Redescubrimos la desértica ciudad de Torreón para apoderarnos de los lugares más mundanos y darle otro sentido de memoria. Ir por una nieve de chicle (que no me he atrevido a comer desde que terminamos, temo que ahora el sabor no me guste y prefiero dejar el recuerdo intacto); pasar por el drive thru por un caramel frapuccino venti; platicar en el parque, jugar fines de semanas completos Resistance o Call of Duty; hacer fiestas con nuestros amigos o poner una película a todo volumen en el home theater de su casa e ignorarla completamente para desnudarnos.

Le organicé una despedida sorpresa y le escribí 365 papelitos con frases de películas y libros o un simple te amo o un ya quiero volver a verte para que tuviera un año de palabras mías. Él me escribió un diario para no olvidar contarme lo que había sido importante en su día y que quería compartirme. 

Foto de cottonbro en Pexels

Seis meses después de hacer muecas a cada persona que me decía con cizaña “felices los cuatro” cortamos 48 horas porque había ido al antro y una chica se había acercado a bailar con él y lo había besado. Me llamó para contarme porque se sentía terrible. Y después de un drama telefónico e ignorar sus mensajes todo el día, por la noche su mejor amigo tocó a mí puerta para abogar por él, que lo perdonara. ¿Cómo no hacerlo? Lo amaba. Además, no estaba lista para terminar nuestra historia. Supongo que eso también teníamos que aprenderlo juntos, no en diferentes países. 

Un año después de odiar la ingeniería que estaba estudiando, se regresó a la aridez de Coahuila y por los siguientes doce meses aprovechamos todos los días que habíamos extrañado estar al lado del otro. Cuando me gradué, él se mudó a Ciudad de México y me alentó a que yo también lo hiciera.

En mi primer semestre de la universidad, mi maestra de “Historia del arte a través del tiempo” hizo cuestionarme TODO. Era su trabajo, pero también la naturaleza de su espíritu. Y yo entré en una introspección que, en cuestión de semanas, me fisuró y me condujo a esa larga y tortuosa conversación de cuatro horas donde me despedía con una presión asfixiante en el pecho del primer hombre que había amado.

En una de mis visitas a Torreón, en una fiesta me encontré a aquel amigo que había ido a abogar por él. Cuando pregunté cómo estaba él, su rencor me sacudió el alcohol de la noche. 

–No lo busques. Nunca. Le rompiste el corazón. No mames, nunca lo había visto así. Hasta lo acompañé a tu casa porque quería hablar con tu mamá.

Cinco años después me enteraba. Estaba anonadada por la repentina dureza de sus palabras. Y ahí me di cuenta de que yo era la innombrable. No habíamos necesitado infidelidad, discusiones desgastantes y tóxicas, larga distancia que no pudiéramos soportar… Nada de eso. Sólo había terminado la relación y le había roto el corazón. Suficiente para que me convirtiera en la persona que no valía la pena estar llorando; para ser la perra que había aprovechado la nueva vida en la capital para renovar todo, incluyendo al novio, para convertirme en la historia de madrugada en esa peda mientras sus amigos me odiaban y lo consolaban diciendo que estaba mejor sin mí. 

Al final, todes nos convertimos en esa persona que no se quiere mencionar porque el nombre en voz alta es un maleficio que revive el dolor. Es inevitable ser el innombrable de alguien, aunque no se haya hecho con intención. 

1 Comment
  1. […] El primer corazón roto, por Kim Cruz […]

    Reply

Leave a Comment