Sus ojos se alzaban por encima de sus lentes de sol para estudiarme a través del espejo retrovisor, listos para captar cualquier cambio en mi expresión. Siempre lo hacía, siempre estaba buscando mis reacciones. Y yo siempre se las daba.
Rodé los ojos al reconocer la canción que sonaba.
Él sonrió, victorioso.
—Mírale la cara, mírale la cara—, le insistió a su amigo, que iba en el asiento del copiloto.
El chico sonrió, pero no parecía entender la fascinación por mi reacción.
Yo solo era una chica en el asiento trasero, una chica que no parecía nada especial, una chica con la cara sudorosa que estaba allí por pura suerte. Aunque tal vez no era suerte; más tarde ese día, acostada en mi cama, recordé que el horóscopo que los AstroPoets escribieron para Géminis en ese febrero decía claramente: En algún momento a mediados de mes, un Aries vendrá a tu rescate justo cuando estés cayendo en la desesperación.
Y lo hizo.
***
Era 15 de febrero, acababa de pasar otro Día de San Valentín sola y el calor estaba insoportable. Me encanta el clima cálido, normalmente estaba alegre cuando el día escolar terminaba y caminaba con algunos de mis amigos hasta la parada del autobús, pero ese día estaba de mal humor, sola y temiendo tener que caminar bajo el sol brillante.
También llevaba puesta una sudadera con cierre porque no me sentía muy segura caminando sola con el ajustado crop top que había estado luciendo todo el día en el campus. La universidad era un espacio seguro para mí, las calles no tanto. Así que no tenía más opción que soportar el calor.
Caminé unos metros hasta que me detuve a buscar mis audífonos en mi mochila. Ya me había terminado mi botella de agua y solo me quedaba dinero para el autobús; la música era lo único que tenía para hacer esto más llevadero.
Metí la mano en los bolsillos del frente de la mochila, tratando de abrirme paso entre bálsamos labiales, bolígrafos y cualquier otra cosa que traía ahí, cuando lo escuché.
Mi nombre.

Alguien gritaba mi nombre.
Levanté la vista y ahí estaba él. Al otro lado de la calle, con sus wayfarers puestos, el cabello negro tan despeinado como siempre, el brazo izquierdo colgando por la ventana de su reluciente Jetta blanco.
Le saludé con la mano.
—¿Vas a tu casa?— preguntó, alzando la voz para que pudiera oírle.
—Sí— grité desde mi lado de la calle.
—Súbete, te llevo— ofreció.
Así que lo hice.
Crucé la calle y me subí a su asiento trasero, él se giró con su sonrisa deslumbrante y dijo:
—Hey— siempre nos saludábamos igual, incluso por mensaje.
—Hey— respondí, de repente consciente de mi imagen. De lo brillosa que probablemente estaba mi cara, de lo desarreglada que debía verme. Pero no parecía pensar eso, me miraba como siempre lo hacía: como si yo fuera un misterio que quería resolver y, al mismo tiempo, como si me hubiera conocido de toda la vida.
Me presentó a su amigo y luego sacó un par de gafas de sol del compartimento de la guantera y me las entregó, después me pasó un enorme vaso de unicel con agua fresca de fresa, fría y dulce, que acababa de comprar en la paletería. El otro chico levantó una ceja ante todas las atenciones, pero no dijo nada. Él siempre hacía todo para hacerme sentir cómoda, sin que yo se lo pidiera.
Me quité la sudadera.
Ese febrero pasé mis días pensando en él, en cómo sería besarlo, a qué sabía, en quiénes nos convertiríamos si pasábamos más tiempo juntos.
No sabía que para el próximo febrero ya sabría cómo se sentía y a qué sabía, que habíamos pasado más tiempo juntos pero no como lo esperaba. Que nada sería lo que esperaba, pero que a pesar de todo, seguiríamos siendo los mismos.
***

Mientras nos acercábamos al bulevar, me preguntó si necesitaba llegar rápido a casa. Dije que no. Así que me llevó con ellos a comprar unos lápices de colores especiales que él y su compañero necesitaban para un proyecto. Eran estudiantes de arquitectura.
Me puse la sudadera antes de bajar del coche para entrar a Office Depot, repentinamente estar junto a él solo con el escotado top de tirantes me hizo sentirme tímida. También traté de quitarme el brillo del rostro con el dorso de la mano.
Él bajó del auto sorbiendo el popote del agua de fresa y, antes de entrar, dejó el vaso de unicel sobre uno de los bolardos en la entrada.
Ese detalle me impacta cada vez que lo recuerdo.
No le preocupaba que fuera a caerse, que alguien más lo tomara, lo tirara a la basura, le pusiera algo o bebiera de él. Simplemente lo dejó ahí, seguro de que estaría cuando regresara.
Caminando por los pasillos, le pregunté cómo podía estar tan despierto si había estado publicando historias en Instagram hasta las 3 a.m. Dijo que él y sus amigos de la preparatoria estaban todos solteros, así que decidieron emborracharse por San Valentín, pero que estaba acostumbrado y había dormido bastante bien. Me mostró fotos de su noche y me reí porque se veían ridículos pero sonrientes.
En ese entonces, mis amigos usualmente estaban con sus parejas y los que no, ignorábamos San Valentín para no hacer un gran escándalo de ello. Fue refrescante ver que él y sus amigos lo celebraban realmente.
Compramos los lápices de colores y, mientras esperábamos en la fila para pagar, admiraba la tienda. Nunca había estado en un Office Depot antes, nunca lo había necesitado. Mi mamá es maestra, así que siempre conseguía mis útiles escolares de ella, en Wal-Mart o en las papelerías del fraccionamiento. Esto me parecía demasiado sofisticado. Sus lápices de colores costaban más que mi mochila.
De repente, los lápices estaban sobre mi cabeza. Siempre buscando mi reacción.
Lo miré con fastidio. Él sonreía.
—Jirafa—, le dije como si fuera un insulto. Él se rió porque no lo era.
Le decía “Jirafita” porque medía 1.83 m, pero insistía en que no era “tan alto”. Pero lo de “jirafita” era demasiado personal para decírselo enfrente de alguien más.
Al salir, el vaso de unicel seguía donde él lo había dejado. Lo tomó y bebió sin pensarlo dos veces.
Ese febrero esperaba que tal vez al año siguiente, ir a Office Depot con él fuera algo ordinario, y que pasáramos San Valentín juntos. No necesariamente como novios, pero juntos.
No sabía que para el próximo febrero él ya tendría novia para hacer todo eso y que esa seguiría siendo la única vez que he estado en un Office Depot.

Más de esta Desvelada: Aquellas noches
***
De vuelta en el coche, me quité la sudadera de nuevo y él puso música de regional mexicano y pasito duranguense. Sabía que no eran mis géneros favoritos. Siempre buscando mi reacción. Traté de hacerlo trabajar más por ella, así que simplemente miré por la ventana. Estuve a punto de empezar a cantar yo también, porque la verdad era que aunque no me encantan si disfrutaba una que otra, pero no quería darle el gusto. Él siguió cantando muy fuerte.
—Eres bien fastidioso, güey—, dijo su compañero.
—Si es—, le concedí y ambos reímos. Él nos ignoró y siguió cantando, pero cambió la música cuando terminó Belleza de Cantina.
Sus ojos se alzaban por encima de sus lentes de sol para estudiarme desde el espejo retrovisor, listos para captar cualquier cambio en mi expresión, cualquier signo de molestia.
Siempre buscando una reacción.
Rodé los ojos cuando reconocí la canción que sonaba.
Él sonrió, victorioso.
Me desagradaba Cartel de Santa y se notaba en mi expresión. Algunas de sus canciones eran divertidas si las escuchaba irónicamente, pero a él realmente le gustaban. Le gustaban muchas canciones sin ironía. Pero entre ellas estaba Midnight Memories de One Direction y baladas ochenteras muy cursis, y eso me derritió desde el principio.
—Mírale la cara, mírale la cara— le insistió a su compañero, que sonrió educadamente.
Yo le devolví la sonrisa y traté de relajarme en el asiento trasero. No tenía que darle indicaciones, apenas habían pasado un par de semanas desde la primera vez que me recogió. Pero aquella vez tuvo que usar Google Maps porque los fraccionamientos de la zona eran confusos, difíciles de distinguir entre dónde terminaba uno y comenzaba otro. Le explicó esto a su amigo.
Añadió que simplemente los nombraba en función de mí y les ponía números dependiendo de qué tan cerca estuviera. “Este es Nikthya 3, ese es Nikthya 2”. Me regodee interiormente ante la idea de que nombrara algo por mí, porque significaba que cada vez que pasara por esas calles, pensaría en mí.
Ese febrero no dejé de pensar en todo lo que podría recordarle a mí. Observaba el interior de su coche, preguntándome si alguna vez se volvería un transporte habitual para mí, si sería el auto en el que aprendería a manejar, él había dicho que me enseñaría.
No sabía que, por el resto de mis febreros, sería yo quien lo recordaría por razones que iban más allá de mi imaginación. Que estar en su coche siempre sería una sorpresa y que, después de todos estos años, aún no se manejar.
***
Se estacionó fuera de mi casa y le agradecí por llevarme. Me despedí de su amigo, dejé las gafas de sol prestadas en el asiento trasero y bajé del auto.
Consideré si debía ponerme la sudadera, pero no lo hice, un súbito arranque de confianza me invadió. Espalda recta, cabeza en alto y caderas un poco más sueltas de lo normal, caminé frente al cofre del coche. Supongo que yo también buscaba sus reacciones.
Intenté no mirar hacia los lados hasta que llegué a la entrada y, cuando me giré para saludar, lo vi mirándome fijamente, con la boca ligeramente abierta, como si estuviera a punto de decir algo. Su expresión cambió por completo cuando conectamos miradas y le dije adiós con la mano. Sonrió.
Entré a mi casa.
Mi mamá estaba en la cocina y se escandalizó cuando vio mi top.
—¿Llevabas eso puesto a la escuela?
—Tenía la sudadera pero estaba haciendo calor

—¿Y en el camión?
Procedí a explicarle que él me había encontrado y me ofreció llevarme.
—¿Así que te quitaste la sudadera en un coche con DOS muchachos?— Seguía escandalizada.
Rodé los ojos y fui a mi habitación, pero no podía dejar de sonreír.
Ese febrero me la pasé preguntándome cuándo sería la próxima vez que podría estar con él en su auto.
No sabía que saldríamos en él menos veces de las que deseaba. Pero que en todas, yo estaría en el asiento del copiloto, siempre a su lado, una vez encima. Porque realmente le gustó lo que vio cuando caminé sin la sudadera.
Ese febrero no dejé de pensar en aquel horóscopo que predecía cómo un Aries vendría a rescatarme. Como nuestros destinos siempre terminaban entrelazados.
No sabía que tres febreros después, él volvería a encontrarme por coincidencia, a salvarme.
Que esta vez, en lugar de prestarme unos lentes de sol extra que tenía en la guantera, intentaría venderme, en broma, unos que alguien había olvidado en el escritorio de su tienda. Siempre buscando mis reacciones.
Que en lugar de compartir agua fresca fría de la paletería, me compraría un ICEE y una lata de Cherry Vanilla Dr. Pepper y me haría compañía hasta que fuera hora de irme.
Que en lugar de ir a Office Depot, mataríamos tiempo escuchando música mientras él lavaba su coche en el estacionamiento del parque y yo me encerraría en el auto y tomaría su teléfono como rehén solo por diversión. Siempre buscando su reacción.
Que en lugar de llevarme a casa, me llevaría a un bar donde mis amigos me esperaban y nos despediríamos con un abrazo torpe pero cariñoso. Porque ninguno de los dos sabría cómo manejar el contacto físico después de todo lo que había pasado, pero tampoco soportábamos dejar ir al otro sin un abrazo.
Que en lugar de verme partir, gritaría mi nombre mientras yo estaba a mitad de la calle porque había olvidado la lata de Dr. Pepper sin abrir. Y que yo volvería por ella porque él me la había comprado y eso la hacía demasiado valiosa para dejarla atrás.
Que me despediría por la ventana del copiloto y él me sonreiría de esa manera deslumbrante. Que esa sería la última vez que lo vería. La última reacción que veríamos del otro.
Que en lugar de ser solo otro febrero en el que él me rescataba, ese sería el último. Su último febrero.
Y que ahora él se ha ido para siempre.
Pero en aquel primer febrero, después del agua fresca dulce, de Office Depot y de todas las sonrisas, me recosté en mi cama sonrojada, ilusionada y expectante.