El Sombrerero Loco también es un Conejo Blanco. Tiene un ojo verde y el otro negro, usa un chaleco morado y no lleva zapatos. La fiesta de té ocurre en un mundo poblado por gatitos amarillos que muestran su sonrisa al derecho y al revés. La tetera al centro de la mesa recuerda a la de la Bella y la Bestia, y un ratoncito que muerde un pan con mantequilla parece un amigo más de Cenicienta.
Todo vuela, todo se derrama. Todo explota en colores vibrantes.
Estamos en el universo de Frida Ruiz: un chicle rosa. Como el sabor que queda después de crear una bomba que te explota en los labios.
Su primera exposición, inaugurada de forma virtual en pleno año pandémico, se llama “Wonderland. Alicia en el País de las Maravillas”. Aunque parece que el título lo dice todo, la muestra es mucho más que un homenaje al cuento clásico.
Ahí, en las obras que fueron creadas a lo largo de tres años, están las sonrisas del Gato de Cheshire, de la Reina Roja, de la Oruga. Cada una en su propio enigma. Ahí, en las obras que fueron creadas con técnica mixta, Alicia está atrapada en una lata de refresco. Ahí, en las obras que nacieron por el amor infantil a la película animada de Disney, un conejo gigante prepara sushi y otro come ramen, con Alicia viajando en la cuchara y el Sombrerero sentado fuera del plato.
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Las ilustraciones que conforman la muestra encuentran su definición en un género que, si bien se puede rastrear hasta la década de los cincuenta, en realidad despegó cuarenta años más tarde, en California: el surrealismo pop.
¿Cómo se llega al surrealismo pop para tu primera exposición individual a los dieciocho años?
La fórmula que sirvió para Frida:
1.- Familia de artistas.
2.- Libros que mostraban los trazos básicos para dibujar a Mickey Mouse, luego libros de anatomía.
3.- Películas animadas, de Disney o dirigidas por Tim Burton.
Aunque no existe una definición exacta del género, su propio nombre explica las tensiones entre las que se encuentra: el surrealismo, además de valorar el azar y lo onírico, recuperó el valor de la representación figurativa frente a la abstracción; el pop art cimentó su vigencia, sobre todo, en lo que Víctor Nieto Alcaide define como su “carácter comunicativo”, gracias a elementos que los artistas encontraban en los medios de comunicación de masas y llevaban a su trabajo (como las latas de sopa, o, como en las obras de Frida, las latas de refresco). Estas características son las que tejen el surrealismo pop.
Para Natalia Hernández González, “el low-brow y surrealismo pop tiene mucho más que ver con hechos o referentes de los cuales el artista no puede desligarse, es decir, con los referentes de sus años de infancia y juventud, con la cultura pop, los cómics, la ciencia ficción, cine fantástico”; a diferencia de artistas de más edad, Frida aún está en esa etapa de juventud, en ese punto en el que se viven experiencias que luego seguirán alimentando su arte.
Quizá por eso, la búsqueda que atraviesa a todos los artistas en algún punto de su carrera -una búsqueda por un estilo, una voz propia- en ella se encuentra en el punto más alto de honestidad, de una inocencia artística que eventualmente se convertirá en madurez.
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Si bien su trabajo recuerda de pronto al de Camille Rose García o al de Lisa Petrucci, su estética se define, sobre todo, entre Mark Ryden, Erté y Liniers: las influencias convertidas en trazos limpios que esconden cualidades lúdicas.
Erté, llamado Roman Petrovich Tyrtova, fue uno de los mejores ilustradores de moda de la época del Art Decó. El gusto de Frida por el diseño gráfico, la pintura y la moda se refleja en su fanatismo por el artista ruso, que exploró también diversas ramas del arte.
De Liniers, el artista argentino, admira su serie Macanudo, que de las páginas de La Nación saltó a las redes sociales y a los libros. Macanudo explora aspectos filosóficos a través de sus personajes, protagonistas de mundos tanto fantásticos como cotidianos. Cualquiera que vea el trabajo de Frida podrá entender que de Liniers ha aprendido las posibilidades de los mundos oníricos que, sin embargo, guardan algo de familiar.
Pero es, quizá, la influencia de Mark Ryden la que más salta en el trabajo de Frida Ruiz. “Ryden logró el objetivo del low-brow: imágenes surrealistas, algo mórbidas, con tanto de Alicia en el País de las Maravillas como del Bosco, que son realmente populares y al mismo tiempo reconocidas como arte y no mera ilustración; miniaturas, óleos, dibujos blanco y negro, tapas para bandas de rock (One Hot Minute de Red Hot Chilli Peppers, por ejemplo), citas a Manet y a Björk: todo convive en las obras de Ryden, de perturbadora ternura”, escribió sobre él Mariana Enríquez. El trabajo de Frida Ruiz comulga con las “banderas” del artista nacido en Oregon: dibujos animados, una cultura juvenil y, por supuesto, el surrealismo pop.
Esas banderas heredadas de Ryden se encuentran en “Wonderland”, en donde también hay una narrativa que no responde solamente a lo creado por Carroll, que se entreteje con la inocencia que empieza a desprenderse de la obra. En todo lo que parece coincidencia -aspecto que también era importante en el surrealismo- en realidad hay conexiones que pueden rastrearse: para los surrealistas, Alicia en el País de las Maravillas era una obra importante. Según André Breton, Lewis Carroll era considerado un maestro para el grupo, pues a través de su libro “usó el sinsentido como una solución vital a la profunda contradicción entre la aceptación de la locura y el ejercicio de la razón”. No es extraño, entonces, que una surrealista pop como Frida se inspirara en el libro para sus propias obras.
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Alicia también es un Conejo Blanco. Aquí, un moño azul, de la misma tela que su vestido, sostiene sus orejas. En otra ilustración, las orejas vuelan libres mientras ella huye de la Reina Roja.
La Reina Roja también es un conejo. El universo de chicle de Frida Ruiz está habitado, sobre todo, por conejos.
Esas apariciones de conejitos como protagonistas de los cuadros, es posiblemente el rasgo mejor logrado de sus ilustraciones.
“Me encanta ver a los animales en situaciones humanas, es algo que me divierte muchísimo”, cuenta Frida, “y cuando empecé con las primeras ilustraciones estaba muy apegada al libro, literalmente lo tenía aquí a mi lado. Cuando empecé a bocetar me di cuenta que no tenía que ser tan rígida respecto al libro, así que empecé a dibujar conejitos y poco a poco me di cuenta que podía contar una historia a través de ellos”.
“Uno de los problemas que trazan un hilo conductor entre el surrealismo y el pop art ha sido la obsesión por desentrañar nuevos valores del objeto”, escribe Alcaide. “[…] Los primeros inicios de la pintura surrealista, entre la que debemos plantear las evasiones metafísicas de Chirico, surgieron, independencia de su inmersión en el inagotable mundo de lo onírico y de la valoración de otros sentidos de la realidad, como una recuperación del sistema de representación”. En el trabajo de Frida Ruiz, la obsesión y la búsqueda se centra en darle representación a su niñez, en primer lugar, y después a su paso a la adultez. La aparición y protagonismo de los conejos es el ejemplo más claro tanto de la obsesión que menciona Alcaide como de la búsqueda en que ella se encuentra inmersa: los conejos representan el primer momento en el que se libera de lo que dicta el libro, para incluir una visión propia de Alicia. Y así, si para Ryden la marca de su pintura son “esos locos bajitos”, según la definición de Mariana Enríquez, en el universo de chicle de Frida Ruiz, edulcorado y a punto de reventar, son esos conejos que siempre muestran los dientes.