—Mamá, me apuñalaron, carajo—.
Es una frase que nadie tendría que escuchar, tampoco nadie tendría que sentir la angustia de un trayecto de diez minutos que se volvieron siglos sin saber nada para luego ver a un hijo blanco, con sus manitas en la panza y su ropa toda llena de sangre.
Luego siguieron las ambulancias y las horas eternas en la sala de urgencias de un hospital regional en el fin del mundo que me reforzó cada uno de los minutos que me dije que fui mala madre, con un hijo amarillo y con diagnostico reservado y lejos de todos, hasta de mí.
Ese día vi al miedo de frente y también los que siguieron, ya pasaron años y aún a veces, cuando puedo dormir, sueño con su rostro, con los médicos pronosticando el fin y mi niño rumbo al quirófano diciéndome que sí, que había sido la mejor mamá del mundo y nos despedimos, los dos sabíamos que podía no volver.
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Evidentemente no lo era, y me la pasé quejándome de la dureza de ser madre autónoma durante 17 años cuando lo único que tenía que hacer era pedir ayuda y decir que habemos mujeres que nacimos sin resignación y no podíamos cumplir con la norma, a lo mejor no habría tenido que tratar de ser la madre perfecta porque nomás perdí el tiempo y jamás lo logré, me di cuenta hasta que casi se muere mi hijo.
Ese día la vida se me torció en un tren sin retorno, prometí dejar de fumar y ser mejor persona, tal como le prometí tantas veces que sería una mejor madre y que habría una mejor vida, aún no lo he cumplido y hasta que salió del hospital, se puso fuerte, sanó y dejó el nido aprendí el valor de las promesas, que cuando no se cumplen duelen cada mañana y te dejan sin dormir cada noche.
Y no hay dulce y suave voz de la consciencia que me justifique los pasados con un “ya mañana lo harás mejor” porque no hay un mañana y lo único que queda son las estrías y cicatrices de una vieja cesárea que jamás va desaparecer, los recuerdos de una noche de julio en la que se me rompió la vida.
Siempre le gustó mentir para no hacerme sentir mal y así me volvió a repetir lo buena que había sido como madre el día que nos despedimos en el aeropuerto, cuando tras tres cirugías y haber sobrevivido a la muerte me anunció que se había hecho hombre y que iría a echar raíces a cualquier lado, pero lejos de mi.
Lo dejé ir como me dejé ir yo en el mar de las culpas y reproches por el pasado que nunca pude hacer bien. Lo dejé ir y le di su bendición tras los vidrios de las puertas del aeropuerto, guardé dos camisas, unos shorts y una muda de ropa interior en una maleta que tengo en medio de mi casa vacía, con la esperanza de que un día vuelva a casa. Aún me cuesta entender que ya pasaron años desde que lo dejé ir a bailar y que la noche me lo entregó casi muerto y no ha vuelto, y ahora, a veces la muerta soy yo.