Una primera versión de este perfil fue finalista en la sexta edición del Premio Internacional de Crónica “Nuevas Plumas”.
“Un gran amor lleva luto por el amor”.
El libro de las preguntas, Edmond Jabés.
Dice que podría ser un hombre chino obsesionado con una serpiente. Dice que podría ser el hijo de un fotógrafo especializado en párpados enfermos. Es una mujer, pero dice que podría ser un hombre que persigue las manchas que deja la orina en los baños. Es una mujer que, a ratos, jugaba a ser la obsesión detrás de las uñas, los nudillos, el cabello.
Es una mujer que escribe, escribe, escribe.
Que no dudaba en declarar que, incluso, en sus personajes más terribles había fragmentos de su personalidad.
Pero esos hombres chinos y los fotógrafos y los huéspedes y los cementerios franceses se congelaron casi dos años, porque entre lo que admite y quien realmente es hay una distancia.
Entre lo que dice y en quien se ha convertido.
***
Nació con un lunar blanco en el ojo derecho. Durante años un parche la acompañó a diario para fortalecerle la vista. El mundo en las mañanas de su infancia era una silueta nebulosa. Dice que empezó a escribir para vengarse del rechazo de los niños en primaria. Guadalupe Nettel, lectora de historias de misterio, naufragios y momias, creaba cuentos en los que sus compañeros eran víctimas de maldiciones, pestes, enfermedades, tragedias, accidentes. Un día, la profesora le pidió que leyera algunos frente a la clase. A sus compañeros les gustó que los transformara en personajes: le pidieron más cuentos.
—De ser una paria en la escuela tuve un lugar, yo era la que contaba historias.
A la niña lectora le gustó ese papel.
El parche, que pretendía ser el camino a una operación, no funcionó, aunque ella siguió escribiendo. Pero no fue la aceptación de los niños que la rodeaban lo que marcó su forma de crear historias.
No.
Nettel estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM cuando estalló el movimiento zapatista. Era 1994 y organizó la primera caravana de ayuda humanitaria. Vivió en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Creó, con un grupo de amigas, la Biblioteca de la Selva en Aguascalientes. Y ahí, en esa dinámica, un día escuchó al Subcomandante Marcos decir que México recobraría la integridad hasta el momento en que se atreviera a mirar donde más se avergonzaba de sí mismo.
“Mirar en las cloacas”.
Guadalupe Nettel repite las palabras en voz bajita, los ojos fijos en la mesa.
Ese discurso lo recuerda una mañana madrileña de febrero de 2015, frente a un grupo de estudiantes de la Universidad Complutense.
Lo recuerda una mañana de marzo de 2016 en el Centro Cultural Elena Garro.
Y lo recuerda una mañana fría de octubre, del mismo año, en un café de Coyoacán.
Lo recuerda porque Nettel se preguntó cómo sería trasladar ese discurso a un nivel personal, dejar a la niña lectora que escribía como venganza y mirar donde más le dolía. Donde más le avergonzaba.
Entonces, llegó El huésped.
Tenía 32 años cuando esa, su primera novela, fue finalista del Premio Herralde. Era 2005 y su mente era más oscura de lo que es ahora. Por eso la novela también es sombría y la dedicatoria lo dice todo:
“A mis padres, a quienes parasité tanto tiempo”.
La crítica recuerda más a la narradora de aquella época que a la actual. En una clase de cuento contemporáneo en alguna universidad de Madrid, por ejemplo, se le estudia desde la perspectiva de aquel libro y el que siguió, una recopilación de cuentos llamada Pétalos y otras historias incómodas. Si ahora lee las primeras páginas de El huésped, si regresa a su novela para escuchar a Ana diciendo: “Siempre me gustaron las historias de desdoblamiento, esas en donde a una persona le sale un alien del estómago”, le gusta descubrir en ellas el mismo grito de desesperación que leía en las novelas de Kenzaburō Ōe que con-su-mía. Pero ahora, leer El grito silencioso o Dime quien nos podrá sacar de la locura le cuesta.
A sus 32 años, Nettel también leía el tarot y El libro de las preguntas de Edmond Jabès porque encontraba símbolos en todas partes y necesitaba saber qué intentaba decirle el mundo a través de los pájaros, el cielo, los libros. Para comprobar su conocimiento, accede a jugar conmigo: si intenta explicar el espíritu de El matrimonio de los peces rojos, una recopilación de cuentos que le valió el III Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero, elige el arcano XVI del Tarot de Marsella: La Torre. Si piensa en El huésped, elige El Loco. Si piensa en Después del invierno, elige La Muerte. Responde rápido, sin titubear, con una sonrisa cómplice, porque los arcanos que elige no sólo hablan de sus libros, hablan de ella.
Tres cartas que la han construido.
Con la mirada lejos de mí, recuerda, de pronto, un poema de Zbigniew Herbert sobre la búsqueda de coincidencias como refugio de los desconsolados.
“Me dio mucha risa”.
Su necesidad de aprender a descifrar mensajes respondía a los miedos que la habitaban y que trasladó a su novela. La crítica, los lectores, la misma escritora, hablan de El cuerpo en que nací, publicada en 2011, como su novela autobiográfica. Pero si el término pudiera extenderse, sería posible entender que en realidad El huésped habla más de ella, de su interior. La obra respondía a la intención primaria de los zapatistas: mirar en las cloacas. “Era un libro que escribí, en el que cifraba mis miedos”, dice. El miedo a quedarse ciega, principalmente, pero también sobre la locura, el inconsciente, el aspecto físico. “La sensación de que hay algo en mí que no está bien, que los demás ven y yo no, y que hacía que me rechazaran”.
El parche en el ojo.
Los niños que la molestaban.
Las momias, las pestes, las maldiciones.
“Buscar deliberadamente el lado un poco desquiciado de la vida cotidiana”.
Un grito de desesperación.
La niña lectora.
La adolescente oscura.
“Era yo la de esa edad la que leía el tarot compulsivamente”.
Ser finalista una vez del Herralde no le bastó. El huésped se publicó, tuvo buenas ventas, pero no fue suficiente para ella.
Por eso insistió.
Como es tradición, el primer lunes de noviembre se anunció la novela ganadora del Herralde. Era 2014 y Después del invierno se llevó el premio.
Ese 3 de noviembre Nettel ya no podía escribir.
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El bloqueo creativo ocurre ante el duelo. Y se manifiesta en formas tan distintas como las posibilidades que existen de perder algo: la adolescente que desea ganar la Olimpiada Nacional de Basquetbol, y el año que lo consigue se rompe los ligamentos. La estudiante que ha soñado desde siempre vivir en Francia, pide una beca para ser asistente de español en París, se la niegan una, dos veces. El músico que ve aparecer, en sus manos de veinticinco años, los síntomas de tendinitis y es obligado a dejar el violín.
Y está la muerte.
“Son momentos de equilibrio”, dice quien fue la adolescente que se rompió los ligamentos.
A Nettel le ocurrió cuando ganó el Premio Herralde, dieciocho días después de la muerte de su padre.
¿Cómo nombrar al duelo? Se sabe que existen fases: negación, ira, depresión, negociación, aceptación. Se sabe que el duelo puede complicarse, volverse patológico. Que las personas pueden quedarse en una etapa: de la negación, por ejemplo, surge la psicosis, el pensamiento mágico.
Y muchas veces, en una de estas fases, emerge la creatividad.
Esperanza López Parada encontró en la poesía el método para que la figura de su madre, una pintora española que le heredó el nombre, el cabello rizado y los ojos azules, apareciera de nuevo frente a ella en Las veces. Después de la muerte de su esposa, Francisco Goldman escribió, casi en un estado de locura, Di su nombre, la historia de Aura Estrada y su vida con ella. Joan Didion escribió para su esposo e hija: El año del pensamiento mágico y Noches azules.
Si la literatura ha probado que la respuesta más común de un escritor es dedicar libros, conjurar la presencia o negar la muerte desde sus palabras. ¿Por qué Guadalupe Nettel no podía escribir?
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La mesa que Nettel elige está al exterior del café Ruta de la Seda. Si quien se encuentra aquí fuera la adolescente que descubrió su vocación en el taller literario de Rafael Ramírez Heredia, conversaría con el músico callejero a unas mesas de distancia. Pero ahora pregunta si el ruido molesta, acerca la grabadora a su cuerpo y sube la voz.
En la esquina contraria, una camioneta sirve de mostrador para bolsas y mochilas que una pareja vende. Artesanos, como sus amigos cuando tenía 15 años y descubrió Coyoacán al trasladarse desde Villa Olímpica con su prima para asistir a las primeras fiestas de su vida.
Ella, que ha dejado raíces en Barcelona, Francia, Chiapas, se siente en casa cuando vuelve al barrio de Gambetta en París. Pero Coyoacán es su hogar.
Eligió que ahí nacieran sus hijos a su regreso a México, después de diez años de vivir en el extranjero. Ahí imparte talleres, trabaja en cafeterías, festeja el Día de Muertos y los Reyes Magos.
“No es cuestión de tiempo sino de sintonía o magnetismo con la ciudad, como decían los surrealistas”, explica un hombre en su novela Después del invierno a Cecilia, la protagonista.
Entre El huésped y Después del invierno hay un abismo que trasciende los años de su publicación. La verdadera distancia reside en la persona que Nettel era al escribirlas.
—Si Cecilia hubiera escrito una novela, sería El huésped.
Hay quien encuentra una fórmula para escribir, cantar, actuar y, al conseguir éxito, la repite una y otra vez. A Nettel le funcionó ser la escritora mexicana que hablaba de neurosis y obsesiones y recorría la línea entre locura y cordura. Pero aunque declare que Después del invierno habla de otro tipo de cloacas —cementerios y hospitales—, aunque las reseñas y entrevistas publiquen que la novela también gira alrededor de personajes marginales, supera cualquier receta.
Después del invierno fue escrita guardando distancia del duelo y la huella que dejó, a pesar de que la persiga la carta de la muerte. Y no es un libro autobiográfico, pero el hombre de la frase sobre la sintonía con las ciudades tiene el mismo nombre y destino que el primer novio de Nettel: Tomás.
“De T sí me enamoré”, escribió en Trazos en el espejo. 15 autorretratos fugaces. Un nombre se oculta cuando duelen sus letras o cuando es sagrado: Nettel lo revela cuando la última de mis entrevistas está avanzada y llega el segundo músico callejero, cuando el Tokio Roll que ordenó hace media hora está a punto de terminarse, segundos antes de que una señora se acerque a vender alebrijes y el celular de Nettel aparezca y desaparezca del interior de su bolsa: Tomás primero fue “T”, en marzo era “el enfermo a quien acompañó a Francia” y después “el que considero mi primer novio”.
Tomás estuvo con ella en Francia durante un año y murió en Clamart. Los últimos capítulos de la novela, con fragmentos recopilados del diario de Nettel cuando estudiaba en París, son una crónica de su muerte.
Después del invierno no es autobiográfica, pero la sensación de desamparo y soledad que persigue a Cecilia no es ficción.
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Para navegar el duelo, Nettel tuvo que aprender a lidiar con sus emociones después de la muerte de su padre.
Primero, dejó que los recuerdos la atravesaran. Experimentó lo que tanto había leído y escuchado, el sentimiento de orfandad: “No hay nadie enfrente. Eres tú el siguiente en la fila”. Tomaba notas, impartía talleres, entregaba una columna cada semana, y eso la obligó a seguir escribiendo.
Y leía.
Franz Kafka escribió Carta al padre.
Karl Ove Knausgård escribió La muerte del padre.
Tom Malmquist escribió En todo momento la vida.
Y Nettel se refugió en los tres libros.
El puente hacia el interior que trazaba desde los hombres chinos, los fotógrafos, los huéspedes y los cementerios franceses se convirtió en una ventana a la que asomaba desde la lectura. La muerte de su padre produjo el cambio.
La mañana de octubre en Coyoacán, antes de llegar caminando al café Ruta de la Seda, vestida igual que en su visita a la Complutense —falda, medias, botas, abrigo, los rizos en explosión— acababa de leer una reseña francesa sobre Después del invierno, recién traducida a ese idioma. Pero los últimos libros en los que encontró cobijo en el sofá preferido de su casa, en su cama y en un café, fueron Cada promesa de Andrea Bajani, leído en italiano, Día Franco de Adrián Curiel, en español, y el libro de Malmquist, en francés, que como Kafka y Knausgård hablan de la pérdida, del duelo, de la paternidad.
La literatura nos ha dicho que la respuesta más normal de un escritor ante el duelo es dedicar libros, pero para Nettel es distinto: su forma de “acomodar las emociones” es la lectura.
Hay quien ante la saturación de trabajo llega a casa y se dedica a ver series de televisión. Otros escuchan música clásica o heavy metal. Hay quien, para concentrarse, disminuir la ansiedad, descansar la mente, colorea. Guadalupe Nettel lee.
Una buena novela, específicamente.
Tal vez por eso regresa la pregunta.
—¿A quién estás leyendo?
—El año del pensamiento mágico, de Joan Didion.
—¿Lo traes ahí?
Pongo en sus manos la edición en español de Mondadori, con una foto de Didion en la portada y el título en azul. Lo mira fijamente. Una mesera atraviesa el espacio entre la puerta y el lugar que ocupa Nettel. Una motocicleta se estaciona en la esquina. La pareja a su lado se calla.
–Me han hablado mucho de este libro.
La niña lectora.
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La niña lectora tenía un momento de felicidad todos los días: alrededor de las cinco de la tarde, el parche era retirado del ojo izquierdo y los colores, las formas, la estructura de las hojas, las rayitas en las ventanas de los coches, volvían a poblar su mundo.
De ahí su fijación por los detalles.
De ahí los mensajes que deseaba entender. El tarot, el libro de las preguntas.
Ocurría todos los días. Todos los días se sentía liberada.
Eran dos dimensiones. El mundo aparecía de pronto.
El parche no consiguió su objetivo original pero le dio la capacidad de “ver” mejor, en un sentido distinto.
Y finalmente, dos años después de la muerte de su padre, el duelo actuó como el parche: le permitió verlo con claridad.
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Oulipo es un grupo de experimentación literaria que provocó que Guadalupe Nettel y Juan Villoro se conocieran. El objetivo de este Taller de Literatura Potencial es la creación de obras a través de procedimientos literarios específicos: juegos. Por ejemplo, escribir un cuento en el que no aparece la letra “e”, o abrir un diccionario, encontrar un sustantivo que será el sujeto de una oración, cerrar el diccionario, abrirlo en otra parte y encontrar de nuevo el sustantivo. Así, el escritor debe arreglárselas para construir una historia cuya mitad corresponde al azar.
Cuando Nettel era alumna del Liceo Francés, el grupo Oulipo organizó un encuentro en el que Villoro participó con un lipograma del oeste. Cuando volvieron a encontrarse, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Nettel tenía 18 años y ambos recordaron el encuentro. Ella asistió a tres talleres literarios que formaron su escritura: el de Rafael Ramírez Heredia, uno de Daniel Sada y uno más con Villoro. Después de ser su alumna, él fue uno de sus lectores y sinodales de tesis, y ha leído en manuscrito cada uno de sus libros.
Juan Villoro encuentra en la poesía y en la canción romántica el mismo principio: sólo es tuyo lo que has perdido. Cree en la literatura que busca recuperar lo que ya no está con nosotros, y que va más allá de la muerte: el amor, otra época, otra vida.
En Llamadas de Ámsterdam, Villoro narra la historia de un personaje que sabe que ya no puede recuperar a quién ama: la relación no sólo se perdió, la vida de ella siguió su camino. La forma en que se le ocurre tener contacto es a través del teléfono, y así ocurre el milagro: el amor no vuelve, pero sí el afecto, algo que Villoro llama “un más allá del amor”. Esa es otra forma de vivir el duelo: recuperar la memoria.
—En el duelo nos vestimos de negro para imitar las cenizas del muerto, guardamos un minuto de silencio para estar callados como el cadáver, nos asimilamos de lo perdido, nos vaciamos de nosotros mismos—, explica en la casona de Donceles que guarda al Colegio Nacional, con sus manos en movimiento.
—La literatura es convocar las ausencias.
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El bloqueo se manifiesta en formas tan distintas como las posibilidades que existen de perder algo. Desde una perspectiva profesional, cualquier pérdida puede volverse luto: la ruptura de una pareja, una mudanza, perder un trabajo.
Pero está la muerte.
A finales del 2016, Nettel había soñado dos veces con su padre.
Lo escribió en “Querido papá”, para El País Semanal, el 4 de septiembre de 2016: “La ausencia es tan brutal y tan enorme mi esfuerzo por comprenderla que ni siquiera me permito soñar que sigues vivo”. En “Obituario para un buen padre”, publicado el 4 de diciembre de 2014 en máspormás reconoce: “La cercanía de la muerte nos obliga siempre a preguntarnos por el escurridizo sentido de la vida. Mi padre pensaba que éste consistía en convertirnos en mejores personas y hacer el bien a los demás”.
La niña lectora veía aparecer el mundo cuando su padre retiraba el parche del ojo.
La adolescente oscura vio como su padre entraba a prisión, y esperó su regreso durante años.
Su padre no leyó los titulares que presentaban a Después del invierno como la nueva ganadora del Premio Herralde.
Pasaron casi dos años antes de que un nuevo tema le devolviera su aliento de escritora. Dos años, muchas notas, varios talleres impartidos que le contagiaron el ánimo creativo.
Si mucho de lo que lee se relaciona directamente con lo que escribe o quiere escribir, si los libros que elige le permiten entender el mundo, a ella y a sus emociones, es natural que su nueva novela aborde los lazos familiares.
La hija única se publicó el 3 de septiembre de 2020, casi seis años después del anuncio del Herralde y del momento en que el bloqueo llegó a su vida. La novela explora tres perspectivas sobre la maternidad, el desapego y el duelo, temas que, según explica en un live de Instagram con @mauraterecomiendaunlibro, han atravesado muchos tabúes y ya no es posible abordarlos de la misma manera.
Como un guiño a aquella Nettel de 32 años que jugaba con el tarot y El libro de las preguntas, Laura, la narradora de La hija única, es una apasionada de “las artes adivinatorias, en especial de la quiromancia y el tarot”.
En una de las primeras páginas, Laura le pide a Alina que la deje leerle las cartas: en esa tirada ficticia, aparecen La Emperatriz, El Seis de Espadas, El Ahorcado y La Muerte, la misma que años antes eligió para describir Después del invierno.
Ella entiende el tarot, entiende lo que esa carta que elige quería decirle. La Muerte, el arcano XIII, es la necesidad de cerrar un capítulo, que, como ella escribe en La hija única, “trae consigo un cambio radical y profundo”. La Muerte susurra en esta carta: deja ir, permite que suceda y en el futuro, cuando mires hacia atrás, sólo encontrarás satisfacción.
Y por eso tampoco era casualidad.
—He tenido que preguntarme hacia dónde voy a caminar— dijo en marzo de 2016 en el Centro Cultural Elena Garro, con las manos protegiendo el rostro del sol.
La respuesta estaba en sus lecturas. Kafka, Knausgård y Malmquist.
Podría ser cualquier respuesta, pero no lo es.
Es la voz silenciosa del arcano XIII.
Ahora, el mundo ha aparecido de nuevo.