Ilustraciones: Lluvia Argandoña
Intervenciones fotográficas: Aarón Cepeda
“Quién no se ha preguntado: ¿soy un monstruo o esto es ser una persona?”
Clarice Lispector
Madrid, 2019. Un respiro de las actividades del Festival Eñe, al que ha sido invitada y en el que ha presentado Tristeza de los Cítricos, su último libro en ese momento. Mientras pasea por el Retiro con su amiga Verónica Llaca, Liliana Blum (1974) empieza a hablar de los planes para su siguiente novela, de sus investigaciones sobre exorcismos y demonios.
—De pronto, Vero se para y me dice “date la vuelta”, y estamos junto a la estatua del Ángel Caído.
Una fotografía publicada en Facebook registró el momento: Liliana, con la chamarra en una bolsa de tela y el cabello recogido, levanta el celular hacia la escultura de Ricardo Bellver. En el ángulo de la imagen, Lucifer no alcanza a tocar el cielo: un árbol de hojas amarillentas se lo impide, y queda sólo con la tragedia de lo que fue y ya no es.
—El viaje estuvo lleno de coincidencias—, dice.
Cuando hablamos de objetos monstruosos, piensa primero en la escultura.
Luego cambia la respuesta.
En una zona del Museo del Holocausto de Houston, están expuestos miles de zapatos, lentes, y maletas de judíos que bajaron de los trenes que los transportaban a los campos de concentración nazis.
—Eso es monstruoso. Objetos de uso común, pero miles, que le pertenecieron a personas que fueron asesinadas sólo por pertenecer a una raza. Lo monstruoso no es el objeto, es lo que el humano hace del objeto. Al final del día no hay otros monstruos más que los humanos.
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Liliana Blum nació en Durango, la ciudad capital del estado del mismo nombre, al noroeste de México, pero durante la mayor parte de su vida las mudanzas han sido una constante: por el trabajo de su padre, por estudios, por matrimonio. La primera, a Aguascalientes, llegó con el festejo de su sexto cumpleaños. De vuelta a Durango por un par de años, llegaron los colegios de monjas que seguirían en Estados Unidos y Querétaro; después, la carrera profesional en Kansas, luego quince años en Tampico, cambio a Tequisquiapan, y una última vuelta a Durango, en el verano del 2018.
Tampico es, al mismo tiempo, la ciudad en la que más tiempo ha vivido, la ciudad a la que no quiere volver, y la ciudad en la que empezó a escribir “en serio”. Ahí, en una editorial independiente llamada Voces de Barlovento, publicó su primer libro de cuentos, La maldición de Eva (2002). Le siguieron, entre otros, Vidas de catálogo (2007), Yo sé cuando expira la leche (2011), Pandora (2015), El monstruo pentápodo (2017), Tristeza de los cítricos (2019) y Cara de liebre (2020).
Aunque su carrera ha avanzado con firmeza, y ya era considerada una cuentista importante en México, fue gracias a la publicación de Pandora que, en sus palabras, “levantó la cabeza”.
La novela es la historia de Pandora, Gerardo, Abril, y una parafilia que los atraviesa.
No es el primero de sus monstruos, pero sí el que con más fuerza llegó al mundo.
El título original era El demonio del pan, tomado de un poema de García Lorca en el que habla de una mujer gorda que corre desnuda por la ciudad. El demonio del pan de Lorca simboliza para Liliana el hambre y la propia personalidad de Gerardo.
—Pero la editora dijo, y quizás tenía toda la razón, que cuando llegara a las librerías iban a ponerlo en el área de política, porque creerían que se refiere al demonio del Partido Acción Nacional.
Entonces, la novela se llamó Pandora. Y como ocurrió también con Tristeza de los cítricos, el título original se movió al epígrafe.
Pandora representó también un proceso de aprendizaje, sobre todo en términos de planeación previa. Ese aprendizaje lo aplicó a su siguiente novela, El monstruo pentápodo, la historia de Raymundo, un pederasta que ayudado por Aimeé, secuestra a una niña.
El monstruo pentápodo se escribió con más rapidez, en dos años a diferencia de los casi diez que tomó Pandora, gracias a un esbozo previo de lo que ocurriría en cada capítulo.
Y para esta novela, el epígrafe, tomado de Lolita, sí se mantuvo en el título.
“Al final del día no hay otros monstruos más que los humanos”.
Liliana Blum
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Un día, mientras entrevisto a Liliana en casa de su mamá, María Teresa Blum Valenzuela (“Chiqui”, como le dicen Liliana y sus dos nietos), en el centro de Durango, la conversación se detiene brevemente porque alguien llama a la puerta.
—Ya llegaron tus libros—, le dice.
En las cajas que entrega el repartidor, vienen ejemplares de Todas hemos perdido algo -una recopilación de los libros de cuentos No me pases de largo (2013), El libro perdido de Heinrich Böll (2008), y la novela breve Residuos de espanto (2008)-, publicada por Tusquets en los primeros meses del año.
—Compra libros para regalarlos—, explica Liliana.
María Teresa es selectiva. Regala los libros que escribe su hija a las amigas que sabe que sí leen, que no se escandalizan por los temas que toca en su literatura, porque “saben que así es la vida, aunque las familias no quieran hablar de eso” y, al contrario, reciben enseñanzas de los cuentos, o esperan eternamente la segunda parte de Pandora.
La personalidad de Liliana -“una buena muchacha”- se construye a través de las anécdotas que cuenta María Teresa: cuando era adolescente y su mamá trabajaba hasta las tres de la tarde, Liliana preparaba al menos una ensalada para que disminuyeran las preocupaciones. En este año, desde que empezó el confinamiento, cada domingo va al supermercado por los productos que María Teresa necesite. Y aunque la relación con su papá no fue sencilla, a pesar de que rechazaba la idea de que fuera escritora y rechazaba también sus primeros cuentos, Liliana se ha hecho cargo de su cuidado.
Al crecer, la excelencia académica era una constante. No me lo cuenta Liliana, me lo cuenta su mamá.
Primero fueron los premios en concursos de cuento, luego las becas académicas: la beca de excelencia para estudiar la preparatoria en el Tec de Monterrey, la beca para la carrera de Literatura Comparada en la Universidad de Kansas.
—Liliana no es nada persignada, pero siempre fue muy dedicada. Desde chiquitita, tenía todo bien apuntadito y los cuadernos en orden. No la pasó fácil, tuvo que trabajar en la carrera, el ambiente en la casa no era el mejor, pero tiene mucha fuerza de carácter. Es tesonera como ella sola.
El trabajo que tuvo mientras estudiaba Literatura Comparada también forjó gran parte de su personalidad lectora y, por supuesto, escritora. Liliana trabajaba en la sección de compras de Latinoamérica, Brasil y Portugal de la Biblioteca Watson de la Universidad de Kansas. Un edificio dividido en dos alas, con seis niveles cada una. Todos los países de habla hispana y portuguesa mandaban sus novedades: su trabajo era revisar si la biblioteca tenía ya los libros, de ser así, en qué condiciones estaban, decidir si era necesario reponer algún ejemplar, pagar las facturas y catalogar los libros.
—Para mí, era el trabajo perfecto. Leía como cinco libros a la semana, porque me las arreglaba: en lo que iba a buscar si estaban o no los libros, a lo mejor me quedaba quince minutos leyendo. Ese fue el mejor trabajo de mi vida.
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No se sabe a ciencia cierta cuando llegaron a Durango, procedentes de Alsacia, una región al noreste de Francia, los antepasados de María Teresa y Liliana, pero el abuelo, Roberto Enrique Blum Rueff, nació en la ciudad en 1901. A ese abuelo, Liliana le dedicó un poema que publicó en su blog “Tribulaciones de una pelirroja”:
“El libro perpetuo en tu mano de arrugas y pecas
yo una pecosa de manos pegajosas, un peligro mortal”.
El abuelo, que hablaba cinco idiomas, que murió cuando Liliana era una niña, aseguraba que se parecía a su madre, Frida Reuff, sobre todo por el tono de su cabello, probablemente el rasgo físico más característico de Liliana: “Cabello rojo, ideas incendiarias. Aire de princesa victoriana. Una prosa agridulce, límpida”, escribió sobre ella Elena Méndez en el 2007.
En otro blog, Liliana dedicó un poema “A ese Samuel Blum y esa Frida Rueff, por ese 1/8 que me hizo así”:
“[…] sé que nadie arranca ni deja su árbol
tronco hogar
hojas palabras
ramas familia
frutos cortados
flores sueños
con las raíces de fuera, secándose al sol,
no lo creo,
si no ha perdido la esperanza aún”.
La entrada en blogspot se llama “Alsacia-Durango 1900”.
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En su casa, a las afueras de Durango, sus libros se dividen entre los que están en el comedor y los que se acomodan en tres libreros que la enmarcan en las videollamadas. La diferencia entre habitar comedor o mueble está en la emoción: los protegidos por los libreros son los que Liliana volvería a leer, ya sea porque la conmovieron, porque son bellos o porque la maestría del autor la atrapó.
Ahí, entre esos libros que bien podrían llenar veinte cajas, se encuentran también los que han sido decisivos en su carrera como escritora: Extremely loud and incredibly close de Jonathan Safran Foer ganó su lugar porque “es probablemente la novela más hermosa que he leído”.
—Aunque él no es mi autor favorito, es una de las novelas que más se me han quedado. Además, es más hermosa que la película. Para mí, el cine es la cosa más limitada del mundo cuando se compara con la palabra escrita.
Ahí, entre esos libros que representan lo que más le dolería perder, en términos materiales, están también El nombre de la rosa, de Umberto Eco, y Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Cuando habla del escritor cubano, Liliana finge una reverencia frente a la pantalla:
—Esa novela es una cosa que yo dije: “bueno, este hombre es Dios que se vistió de escritor”. Se avienta párrafos de cincuenta páginas y todo el tiempo es perfectamente entendible. Es monstruoso este hombre.
Ahí, entre esos libros que simbolizan algunas de las lecciones más importantes de literatura que ha recibido, está toda su colección de Margaret Atwood, una de sus escritoras fundamentales. Y debería, aunque no es así, poder extender la mano y tomar Dancing girls, un libro de cuentos de la autora canadiense. Liliana no puede hacerlo porque prestó el libro y su edición, un paperback que compró cuando era estudiante, aún no ha regresado a ella.
En ese libro, se encuentra “Rape Fantasies”, un cuento en el que Atwood ironiza sobre las revistas de la década de los setenta, que popularizaron la idea de que las mujeres tenían constantes fantasías acerca de la violación.
—Leímos “Rape Fantasies” por un maestro, en la carrera. Fue un cuento que me dejó totalmente impresionada y también fue lo primero que leí de Margaret Atwood. En ese entonces yo ya sabía que quería escribir, pero pensé: “ojalá que pudiera escribir así”. Se volvió mi tótem a seguir.
Y ahí, en esos libreros, está su gusto culposo, Stephen King. El único cuyo nombre alcanza a atravesar la pantalla de su computadora y llega a la de mi tableta, intacto. Para Liliana, King es la advertencia de un desvelo. Inminente e inevitable. Sabe que así el libro del estadounidense tenga mil páginas, no lo va a soltar hasta terminarlo. Esa es la principal lección que ha querido llevar a sus propias novelas. Y mientras habla de King, de pronto, en un cambio casi literario, parece que habla de sí misma.
—Tal vez mis novelas no van a cambiar el mundo, pero yo quería que al menos fueran novelas que mis lectores leyeran de principio a fin, que no les costara seguir adelante, que no se quedaran en las veinte primeras páginas. Creo que Stephen King es el maestro de llevar la atención como un caballo a galope, y no te suelta hasta que terminas. Entonces a lo mejor no te va a dar la gran lección de vida que hará que seas una mejor persona, o que el mundo cambie, pero te va a entretener de principio a fin. Y si en el proceso además puede cimbrarte o hacerte reflexionar, para mí ya está hecho, misión cumplida.
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Para sus lectores, que me envían sus respuestas por redes sociales, un monstruo es “un espejo de lo que ocultamos”, “un reflejo de nuestros pensamientos más oscuros” o “una persona que se esconde”.
Para María Teresa Blum, un monstruo es la representación física de un alma negra.
Para Liliana, la Ciudad de México, por ejemplo, es una ciudad monstruosa. Pero también pueden volverse monstruosos los lugares que habitamos dependiendo de nuestras historias personales, si nuestros propios demonios se proyectan o no hacia afuera. Y al definir al monstruo, lo hace como “alguien que es capaz de hacer daño a sabiendas de que lo hace”.
“Podemos encontrar el monstruo como figuración de la alteridad, ese otro (exterior o interior) que se sale de los sistemas de clasificación, dinamitando sus propios principios clasificatorios, que altera la organización supuestamente ‘natural’ de las especies, los géneros, los reinos; o el monstruo como un sujeto peligroso, donde la conducta se lee como patologizada”, recuperan Hafter, Rubino, Saxe y Sánchez desde las perspectivas de Link y Foucault.
Entre estas definiciones se construyen los monstruos de Liliana Blum, sobre todo aquellos que protagonizan Pandora, El monstruo pentápodo y Cara de liebre.
Liliana explora esta dualidad, juega con los monstruos visibles y los invisibles: aquellas personas con alguna deformidad física que son rechazados socialmente, y los “ciudadanos ejemplares” que cumplen con esa dosis extra de maldad, suficiente para dañar vidas enteras.
—Siempre he tenido fascinación por entender eso: cómo se pueden disfrazar tanto y andar con su traje de oveja, mientras la gente sospecha de quien menos debería sospechar.
En uno de los primeros capítulos de Pandora, la protagonista se encuentra en los probadores de una tienda, buscando ropa para el trabajo. Ahí, pensando en sí misma, concluye que está “en el límite entre el humano y el monstruo”.
Pero ¿cuál es el límite en realidad?
El límite es el deseo.
El deseo cuando se sale de la norma, cuando se vuelve ilegal.
“El deseo es uno de los grandes motores que mueven al mundo”, dice Liliana. Desde aquellos que hacen todo lo posible por conquistar a una persona, a los que buscan llegar a cargos políticos.
—El deseo puede ser desde la cosa más hermosa, más innocua, más secreta, hasta lo más brutal y criminal. Es la misma raíz. Y siempre está por ahí, en alguna parte, arrinconado, escondido. Quizás por pudor, por la religión o por la sociedad es algo que se reprime un poco. Nadie habla del deseo en una cena familiar.
“Al acercarme a mí misma empezaron a salir mis monstruos”.
Liliana Blum
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Ya en sus cuentos como “Zapatos Periquita” de Vidas de catálogo, la historia de una niña que es violada por un globero en el parque, Liliana Blum empezó a pasar de la anécdota superficial a explorar la profundidad de sus personajes.
Todos los cuentos de su primer libro ocurren en Tampico, bajo la fórmula “exploro lo que veo y me llama la atención”. Este tratamiento de los personajes le resulta cliché porque permanece en la perspectiva del otro como un ser lejano y extraño: ver al vagabundo o a la prostituta, contar su vida o la experiencia propia en ese universo, un mundo temporal del que se puede salir en cualquier momento, y no ir más allá.
Lo que sucede en la mente de los personajes es lo que le resulta interesante.
Libro a libro, Liliana descendió.
“Sobre el tema del padre nunca me he atrevido a escribir”, me dice Liliana aquel día en casa de su mamá. Lo ha mencionado en entrevistas -“Mi papá era una persona muy violenta en todos los sentidos”, le dijo a Carlos Miguélez Monroy en 2019-, me lo cuenta también, cuando hablamos de cómo ha explorado la maternidad con miedo a repetir los patrones que marcaron de forma violenta su infancia y adolescencia. Los primeros monstruos, los que entran en la concepción del monstruo como alguien que se sale de la norma en su capacidad de hacer daño, aparecieron en esta época.
Antes de la primera mudanza, un miembro de su familia abusó sexualmente de ella. Y está también la figura del padre, que relaciona con la violencia física y psicológica.
—Hay monstruos que se esconden. Nadie sabe lo que sucede realmente en una casa, tras cuatro paredes.
Aunque la anécdota en sus últimos libros sea ficticia, las historias que ha narrado se han vuelto cada vez más personales. El ejercicio se movió de observar el mundo a observarse a ella misma.
—Al acercarme a mí misma empezaron a salir mis monstruos.
Al reconocerlos y explorarlos, la escritura se volvió catártica.
***
Para Juan Casamayor, editor de Páginas de Espuma, el sello en el que se publicó Tristeza de los Cítricos, Liliana Blum “parece un ser frágil que esconde a un monstruo terrible y oscuro, capaz de llevarnos a un grado de violencia, crueldad, oscuridad y distorsión como pocas veces se ha leído en la literatura mexicana”.
Un día, ella y yo jugamos un juego monstruoso:
—¿Cuál es tu monstruo favorito?
—El Kraken me intriga mucho, porque sí han existido calamares gigantes. Creo que cuando un monstruo es completamente ficticio deja de tener atracción para mí.
—¿Qué monstruo serías?
—Si yo fuera un monstruo me gustaría ser como Dexter, alguien que tal vez mata porque tiene esta compulsión, porque es un psicópata, pero encamina su monstruosidad a una parte benévola. Yo haría algo así: si supiera que el vecino maltrata a su perro, yo sería el monstruo que investigaría dónde está ese hijo de puta y le haría algo parecido a lo que le hizo al animal. Me gustaría tener una doble vida: de día escribo y en las noches aparece quemado un maltratador. Ese monstruo sería, un justiciero para los animales, y si de paso me encuentro a un pedófilo, mejor.
Tristeza de los cítricos llevó a Liliana a Madrid, a encontrarse con amigos, conceder entrevistas, caminar por las calles de la ciudad. Además del paseo en el Retiro, Verónica Llaca la llevó también al Museo del Prado. Ahí, se encontró con Goya y sus Pinturas Negras, todavía con su investigación sobre exorcismos en la cabeza. Se preguntó entonces si es verdad que las brujas, demonios y monstruos son sólo un invento, cuando tantos pintores, de épocas diferentes, los plasmaron en su trabajo.
Aquel día del juego, le hago la pregunta que lo inicia todo: cuál es el objeto más monstruoso que conoce.
Liliana voltea hacia la izquierda y se lleva la mano al cabello antes de responder.
—¿Qué tengo en esta casa más monstruoso que mi cerebro?
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