Por: Ana Compeán
Era la primera vez que regresaba a esa ciudad costera en donde viví una temporada por primera vez en pareja. Había pasado ya casi un año de la ruptura cuando emprendí el viaje de regreso junto a mis padres. Durante ese lapso de tiempo intenté reconstruir lo que quedaba, después de haberlo dejado todo un día, al despedirme de mi ciudad de origen para después regresar e intentar continuar con mi vida.
Papá fue quien tuvo la idea de pasar unos días cerca del mar, y aunque lo dudé un poco, creí que era posible hacer las pases con la espuma y los lugares que un día me vieron llorar. Abordamos el autobús. Mamá y papá iban juntos. Yo iba sola, sentada en el otro lado del pasillo. Me puse los audífonos, y me dediqué a ver el paisaje frío y montañoso que poco a poco se iba convirtiendo en verdes jugosos que nacían de los árboles cuando el paisaje se vuelve caluroso y húmedo, anunciando la cercanía con el mar.
Todo iba bien, mientras recargada en la ventana del autobús, observaba con cuidado la forma de las nubes cada vez más dispersas. Y sucedió.
Recordé una de las discusiones más fuertes que tuve con mi expareja. Comencé a sentir que algo le pasaba a mi cuerpo, se me revolvió el estómago. Quise llorar, me contuve. No era un recuerdo nuevo, siempre estuvo ahí desde que sucedió. Y ahí era precisamente donde radicaba el horror.
Era un día cualquiera. Habíamos salido a buscar algunas cosas a un mercado y compramos principalmente utensilios para la cocina. Era ya medio día y el calor abrazador le pidió a su cuerpo hacer una parada en una cantina donde pidió una cerveza. Salimos de ahí con destino a casa y durante el trayecto, mientras iba al volante, veía de forma continua los mensajes que llegaban a su celular. Los plebes quieren ir a la casa, me dijo en un tono burlesco. Recuerdo haber sonreído, pensando que esa reunión no sucedería. Nosotros teníamos planes. Días atrás habíamos acordado revisar juntos un proyecto en el que yo estaba trabajando. Llegamos a casa, entendí que la reunión era un hecho y entré a nuestro cuarto. Sus amigos comenzaron a llegar. Yo no salía. Él entró a la habitación y discutimos. Para este punto de la relación mi llanto era algo cotidiano entre nosotros. Después me incorporé, me cambié de ropa, salí, saludé a todos y participé de la reunión como si nada hubiera pasado.
Recuerdo que al día siguiente intenté hablar de lo sucedido. Quería que la comunicación entre nosotros mejorara, que respetáramos nuestros acuerdos, que me hiciera parte de la casa a la que me había invitado a vivir con él. Este recuerdo era lo que me aterraba.
Ahora sé que después de los sucesos traumáticos, los recuerdos pueden ser imprecisos, borrosos, y que van y vienen de lugares desconocidos en la memoria. Hay personas que viven esto de forma inversa, los pensamientos o recuerdos intrusivos no los dejan llevar a cabo su vida cotidiana con normalidad, por el contrario, otro grupo de personas al que pertenezco, experimenta la amnesia disociativa presentando lagunas en la memoria, o el olvido total de las experiencias traumáticas.
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Fue hasta ese viaje en autobús que recordé algo importante. No hablé nunca con él ni con nadie sobre la escena completa. Cuando yo sollozaba sentada en la orilla de la cama, recargando la cabeza en el muro, él cerró el puño y desesperado me dijo, quiero pegarle a la pared. Acercó su brazo a mi rostro. El fragmento de muro al que dirigía el golpe estaba justo al lado de mi cara. No lo hizo, pero fue entonces cuando yo me incorporé. Le dije que no pasaba nada, intenté abrazarlo. Desesperada me limpié rápidamente las lágrimas del rostro y elegí un cambio de ropa. Ya voy, tranquilo, le dije.
En el autobús recordé todo, asustada, como si recién estuviera pasando, como si hubiera vivido esto el día anterior. Ese, el que fue mi pareja, me había hecho sentir tanto miedo, que yo hice todo lo que estaba en mis manos para que la violencia no escalara. Pasó el tiempo y mi cuerpo y su memoria pudieron decírmelo. Tomé mi celular y comencé a preguntarle a mis amigas si esto era habitual, si les había pasado con sus parejas actuales o anteriores. Todas me dijeron que eso no era normal. Yo conocía el violentómetro, salía a las marchas del 8M, hablaba de feminismo con él. Pero ahora me costaba reconocerme en ese recuerdo borroso que aparece como un sueño en el que una persona que no soy yo, vivió ese tiempo pasado.
Ahora también sé que las víctimas reprimimos información que no puede ser procesada de forma adecuada, sin acompañamiento o guía. Reprimimos eventos traumáticos para hacer soportable la vida, pero un día, algo puede detonar el regreso de la información.
Yo no podía creer que fui la persona que se disfrazó ante la amenaza de violencia, la que detuvo abruptamente el llanto y salió a saludar, en su mayoría, a un grupo de desconocidos, sosteniendo una sonrisa, ayudando a colocar los muebles en el patio, y a organizar la comida que recién sucedía. No podía creer que estaba ahora de este lado de la línea.
Hace apenas unas semanas mi terapeuta me miró fijamente a los ojos y me dijo: sí, sí tienes dudas hoy, mañana, o en muchos años, sí. Eres sobreviviente de violencia. Y si no te golpeó, fue porque lo contuviste mucho, porque hiciste todo para evitarlo. Después de la pared, seguías tú.
Creo que tenemos que relatarnos a nosotras mismas, entre nosotras, para que así, en el espejo de las letras, alguien que no se reconoce, encuentre un lugar donde guardar el miedo, la voz, donde cuidarla, ayudarla. “Vete antes de” es una ironía, yo le diría a quien lee, y quizá apenas y se identifica: te entiendo, no estás sola.
Nadie quiere identificar al agresor como uno de los suyos, pero lo es, dice Cristina Fallarás, escritora y periodista. Mi agresor era mi pareja. Nunca me golpeó, pero sigo buscando las heridas internas que dejaron sus silencios, sus palabras, esas que tenía que recordarle al día siguiente que me había dicho: cuchillo, tómalo, clávamelo. Para él esta información aparecía vagamente por los efectos del alcohol que lo convertían en alguien que nunca había visto al espejo, pero yo lo vi. No quiero ser como papá, no quiero hacer sentir miedo a los demás, decía. Yo no se lo confirmé, pero ya lo era, ya lo hacía. Hay puños que no le pegan a la pared, pero están a punto de hacerlo.