junio 22, 2022

La primera niña que me gustó

By In Ensayos

Entre tantas personitas siempre hay una que destaca más que las demás, que no se da cuenta de la atención que recibe sólo por tener facciones diferentes, rasgos inusuales o una personalidad única y más a esa edad, que nadie sabía quién era, pero ella sí, y al menos para mí era importante.

Lo blanco de las paredes del salón se comparaba con su piel, ojos chiquititos al igual que su estatura, no le gustaban sus orejas, aunque usaba muchas diademas demostrando todo lo contrario. Hubiera querido que fuera de mis mejores amigas y al mismo tiempo no sentía correcta una relación amistosa. Primera duda.

Yo era una niña en primaria de acuerdo con la bolita de niños opinando que ella era la más bonita del salón. Nunca dije eso en voz alta, no lo creía necesario y escondí en mi mochila la emoción de verla. Creo que terminó junto a las migajas de todos los sándwiches que mi mamá me hacía para desayunar.

¿Recuerdas a la primera persona que te gustó? En la pureza de aquella edad te gusta su sonrisa, si tienen los mismos gustos, si te diviertes a su lado, ves más por un compañero de juegos que la sexualización que la sociedad implementa en los niños. Ella no era eso para mí, no fue la primera persona que me gustó, fue la primera niña que me gustó. Nunca descubrí qué me interesaba de ella porque nadie te muestra cómo es el cariño entre mujeres, no había una princesa azul que fuera a rescatar a otra princesa en ninguno de los cuentos que leía.

Por ello ese sentir se perdió en la grandeza de mi mochila, lo tiré cuando en secundaria me deshice de todos los recuerdos de la infancia para ser una puberta que todavía menos sabía quién era.

El despertar sexual de cada uno de nosotros se vivía diario, siempre hay alguien con una nueva anécdota que hizo o que un conocido le contó, un nuevo video más asqueroso que el anterior. Tu cuerpo está tomando forma y todavía debes hallarle sentido a lo que según los demás es excitante. No es de extrañar que mi cabeza reventara de dudas. No pude más y temblando de pies a cabeza le dije a mi mamá: “creo que me gustan las niñas”, cuando sólo había besado a un niño en mi vida, pero con tantas hormonas en un salón de secundaria no dejaba de imaginar cómo serían los delgados labios de la primera niña que me gustó.

Mi amor eterno me agarró de la mano y tras un suspiro me sonrió para decirme que tal vez mi confusión se debía a las primeras imágenes sexuales que estaba viendo, que podría ser que a mi corazón no le gustaban las niñas. Segunda duda.

Nuevamente decidí dejar todos esos sentimientos que más que alegría me causaban una mezcla de malestar al no saber expresarlos. No me veía diciéndole a aquella niña lo bonita que era como le decía a mi novio lo mucho que me gustaba, no era lo mismo y, sin embargo, algo tenían de parecido. 

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Cuando conocí la escala de Kinsey, un psicólogo que asegura que la heterosexualidad tiene varios matices hasta llegar a la homosexualidad, mi mente explotó, mis dudas fueron transformándose en verdaderas palabras que pude decir, aun temblando, pero sin que me doliera la cabeza del esfuerzo que estaba haciendo por expresarme.

Nadie es completamente femenino, ni completamente macho, ya ni siquiera el género es absoluto. ¿Entonces por qué mi necesidad de etiquetar mis gustos? ¡Tin tin! Nuevamente por la sexualización que la sociedad, con buena o mala intención, ponen en unos hombros que ya cargan con más de cinco libros y todavía el Atlas que abres una sola vez en toda la primaria.

En la infancia no hay amor (no como lo conoce un adulto), pero sí una atracción inocente que suele llevar a la confusión por frases como “¿y ya tienes novio?”, “¿quién de tus compañeritos te gusta?”. Por lo que piensas que tiene que “gustarte” alguien a tan corta edad, que si te llevas bien con alguien es porque “hay algo más”. Me hubiera gustado vivir esos momentos de mi niñez sin pensar si esa niña u otro niño eran especiales para mí sólo porque al congeniar los mayores inventaban una conexión amorosa. Supongo que de ahí viene el que confundan amabilidad con coqueteo.

Fuente: Revista Feel

La segunda niña que me gustó era muy alta, ambas traíamos tacones pronunciados y aun así la veía hacia arriba. No me atraía su pelo, su amplia sonrisa, ni lo bien que caminaba en esa pasarela, sino su presencia, fue cuando pensé que lo que tiene que gustarnos de las personas es lo que transmiten sin notarlo y no lo que se esfuerzan por demostrar.

Después del evento la busqué por todos lados, quería platicar con ella, pero se perdió al quitarse la altura de sus zapatos y ahora sigue perdida entre mis recuerdos. 

Ella caminó levantado el pecho, segura de sí, pero dejando inseguridades en mí en cada paso. Comencé a cuestionarme si yo podría generar tal impacto en alguien, espero que sí porque ella fue la razón para meditar sobre por qué me gustaba lo que hasta ahora veo atractivo. Sin embargo, nadie debe explicar el porqué de un lazo, ya sea amoroso, sexual, amistoso, es tuyo y de quien o quienes lo compartan. La libertad del sentimiento.

No quiere decir que nunca un hombre me haya hecho pasar por un torbellino de emociones, para mi desgracia lo han hecho, porque los he dejado andar por cada página que escribo, incluso se han llevado unas dedicadas a ellos, dejándome deshojada. Una mujer merecería su libro completo y cada que me atrevo a empezarlo retrocedo.

Ellas dos fueron las pautas para ver la atracción desde la ternura hasta lo sexual. De una simpatizaba con su risa y chistes sin sentido y con la otra admiraba la soltura de su cuerpo. He buscado esa mezcla en una sola persona y puede que siga en ello por siempre. Mientras que en esa investigación interna se disiparon las dudas entre amistad y atracción, cariño y excitación, no dejo de preguntarme el destino de ambas, si por algún momento he pasado por sus mentes como la niña que no dejaba de verlas.

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