octubre 27, 2025

L’œil de sorcière: un reflejo de mi vida a los 30

By In Ensayos

Fotografías: Paola Martínez

A Federica, Claudia, Inés, Martha, Salvador, Tristán, Danae, Pierre, Marc, Davide, Tere, Victoria, Marianne, Daniela, Sac, Saúl, Luis Fernando, Grecia, Octavio, Anita, Rene, Paul y Martijn por su tiempo, cariño y conversaciones que moldearon un poco de mí en este viaje; a todas las personas que encontré en el camino, y a Michaela.

Mi hermano dice que hay tres maneras de convertirse en señor: al casarse, al tener hijos o al cumplir 30 años. No tengo las primeras dos, pero en agosto de 2024 cumplí los 30. 

Siempre me habían dicho que soy un alma vieja, y a los 29, ¡sí que me sentía obsoleta! Ese año, la terapia me ayudó a cambiar mi perspectiva, así que decidí hacer algo especial por mi cumpleaños y compré un vuelo a París con la excusa de ser voluntaria en los Juegos Paralímpicos para inaugurar mi época de señora.

La incertidumbre se juntó con la emoción cuando llegué al departamento de mi amigo Martijn, un artista, también queer, que conocí en la Ciudad de México en 2018, y quien había ofrecido hospedarme durante esos meses. Habían pasado seis largos años sin vernos, pero sólo bastó una tarde juntos para revivir las pláticas interminables de arte y bailar sin vergüenza en las calles. 

La primera noche salimos de su departamento sobre la calle Mouffetard hacia el Panteón, en donde nos sentamos en la banqueta con una cerveza en mano a ver a los transeúntes, mientras, a lo lejos, se encendían las luces de la torre Eiffel. Luego nos reencontramos con Federica y Paul, amigos que tampoco había visto en años.

De inicio, me sentí en un cuento viviendo en el barrio más antiguo de la ciudad, que Julio César llamó Lutecia. En cada caminata, Martijn, quien también era guía artístico, nos llevaba a recorrer rincones cargados de historia. Caminamos por donde alguna vez vivieron Hemingway, Joyce o Gertrude Stein, con placas que lo indicaban afuera de sus domicilios. Me gustaba romantizar sus vidas cien años antes, cuando también eran jóvenes y estaban llenos de incertidumbre. 

Entre pláticas con extraños en la calle—cosa que me encanta de los parisinos—, planes que se alargaban hasta las seis de la mañana, viajes en tren al norte de la ciudad, choques culturales con voluntarios de todo el mundo, mi comunidad Latina, enamorarme de la comida china y vietnamita, conocer barrios nuevos y rodearme de arte…yo me sentía una artista más escribiendo su historia en París. 

Un día me encontré de frente con Victoria, una colombiana voluntaria en los juegos y estudiante de Historia del Arte, cuando me dirigía a comer un Bánh Mí (sandwich vietnamita) a la vuelta del depa. Nos sentamos a comer juntas. Hablamos de nuestras artistas favoritas y nos reímos de la cita fallida que tuvo con un músico, en la que yo había hecho de cupido la noche anterior en un bar. A ella también le decían que era un alma vieja y su película favorita era Medianoche en París, con la que yo estuve obsesionada en la adolescencia. La nostalgia del pasado nos identificaba con Gil, el personaje principal, quien todas las noches en el Barrio Latino sube a un carruaje que lo lleva a experimentar el París de 1920. De ahí recuerdo una de mis definiciones favoritas sobre el amor:

Hemingway: Nunca escribirás bien si tienes miedo a morir. ¿Le temes?

Gil: Sí, sí le temo. De hecho, diría que probablemente es mi mayor miedo.

Hemingway: Es algo que todos los hombres antes que tú han hecho, y que todos los hombres después de ti harán.

Gil: Lo sé, lo sé.

Hemingway: ¿Alguna vez has hecho el amor con una mujer verdaderamente extraordinaria?

Gil: Bueno, mi prometida es bastante sexy.

Hemingway: Y cuando haces el amor con ella, sientes una pasión verdadera y hermosa. Y, al menos en ese instante, ¿pierdes el miedo a la muerte?

Gil: No, eso no me pasa.

Hemingway: Creo que el amor que es verdadero y real crea un respiro ante la muerte. Toda cobardía viene de no amar, o de no amar bien, que es lo mismo. Y cuando el hombre que es valiente y sincero mira a la muerte de frente, como algunos cazadores de rinocerontes que conozco, o Belmonte, que es realmente valiente, es porque aman con la pasión suficiente para expulsar la muerte de sus mentes. Hasta que ésta regresa, como le pasa a todos los hombres. Y entonces debes volver a tener muy buen sexo. Piénsalo.

El reflejo en el espejo

El departamento era de 16m2. Martijn decía que era un talento suyo holandés acomodar todos los muebles, ropa y obras de arte que lo convertían en un pequeño universo colorido. Cada vez que cocinaba, la lámpara sobre el gabinete llamaba mi atención. Era curva y metálica y me devolvía un reflejo distorsionado con mi nariz en primer plano y el cuarto completo de fondo. Como esa, había muchos utensilios por la ciudad y espejos convexos en los que me encontraba con frecuencia, sin realmente reconocer quién era esa persona reflejada, que se parecía a mí. Luego supe que un œil de sorcière, u ojo de bruja; es ese tipo de espejo convexo que en la Edad Media sirvió para vigilar los rincones escondidos de los negocios y luego se quedó como un elemento decorativo en muchas ciudades de Europa. La persona del reflejo tal vez formaba parte de mi mundo interior.

Una tarde calurosa de septiembre, cuando llegué al depa, me sorprendió un mensaje en mi bandeja de instagram. “¿Ya viste lo que pasó?”, decía acompañado de una publicación con una fotografía en blanco y negro de un retrato conocido. Abajo, la leyenda “Rest in Power (descansa en poder), Michaela Mabinty DePrince, 29”. 

Michaela era una de las bailarinas más famosas del mundo y uno de mis ejemplos de vida desde la adolescencia. Originaria de Sierra Leona, había sobrevivido a la guerra civil y estudió danza en Filadelfia, tras ser adoptada con su mejor amiga por una pareja estadounidense. Su historia de resiliencia había inspirado a gente alrededor del mundo y había transformado su imagen de modelo y primera bailarina en una plataforma para el activismo de bailarinas negras y apoyo a niños desplazados por la guerra. 

Solo la conocí una vez en persona durante una firma de autógrafos, pero sentí su muerte tan cercana como si fuera la de una amiga. Le lloré toda la tarde y le lloré por las noches los días siguientes. Nunca supe la causa de su muerte, pero tampoco importó. Me conflictuaba tratar de entender que ya no existía, pero más, el hecho de que la gente de inmediato la nombrara en pasado, como si su vida ya fuera parte de un libro escrito, como si unas horas o días antes no hubiera sido una persona con posibilidades.

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El reflejo en el amor

Días después acompañé a Martijn a visitar a sus padres a la campiña francesa. En Lavardin, con alrededor de 200 habitantes, aún hay gente que habita cuevas en la montaña. Desde casas de descanso, hasta galerías de arte, experimenté el silencio y el aislamiento del mundo exterior debajo de las piedras. 

Una noche en la cueva de Martijn pusimos música a todo volúmen y bailamos juntos. La energía iba creciendo y comenzamos a imitarnos el uno al otro. Mientras reconocía mis movimientos en los suyos, pensé en Michaela. Quería que se expresara a través de mí, aunque yo no tuviera su técnica, porque ella ya no tenía un cuerpo propio para hacerlo. El cuerpo era una limitante, pero una posibilidad de expresión a la vez. Además, la música no pasaba las paredes de la cueva, por lo que los vecinos jamás se enterarían del performance catártico que pasaba dentro. Extasiados, nos tiramos en los sillones a respirar y a sentir cómo la energía nos escapaba. 

Algo cambió en mí desde esa noche.

A lo largo de mi vida he enfrentado muchas pérdidas, unas más difíciles que otras; como la separación de mis padres, o hace poco, la muerte de mi abuelo. Sin embargo, hay algo en la muerte de alguien de tu misma edad, que te hace cuestionarte la propia vida. De repente, los dichos de que “cada día puede ser el último” cobraron sentido. 

Los viajes de las semanas siguientes se convirtieron en un ensayo corto de la vida, en los que todos los días conocía gente nueva o ciudades nuevas y todos los días me despedía de ellas. Ya no me importaba tanto ser viajera, sino visitar a algunos amigos y habitar un poquito en sus mundos. 

Acompañé a mi amiga Federica en Roma durante su cambio de trabajo. Con Claudia, en Madrid, paseamos a su perrita en el parque y hablamos muchas horas de los significados de migrar. Lloré en el sillón de su sala viendo La peor persona del mundo, porque por fin entendí los cambios que pasa la protagonista al cumplir 30. Con Grecia coincidí solo una hora cuando nuestros trenes se cruzaron en Barcelona y nos actualizamos sobre un año de vida con unas tapas afuera de la estación. Al final del recorrido, me encontré reflejada en un œil de sorcière gigante que servía de decoración en la sala de mi amigo Octavio. Mi mundo interior ya no me era desconocido.

El reflejo en el agua

En París aprendí a decir adiós y a no aferrarme a las personas, sino a agradecer los recuerdos. Desde entonces camino un poco más segura de quien soy. Temía que esa certeza se diluyera con la rutina en cuanto pisara México, pero la enseñanza se ha afianzado con el tiempo. 

Hemingway, en su libro París era una fiesta, dice que para hablar de esa juventud que vivió en los 20 tuvo que tomar distancia y no escribió de esa época hasta sus últimos años de vida. Éste es mi primer intento por escribir de mi experiencia y apenas ha pasado un año. Mi concepto del amor y de perderle el miedo a la muerte se parece ahora a esa última noche en París cuando caminaba por el Sena junto a Paul y Martijn:

La corriente estaba crecida, casi rebasaba la banqueta. Sentía el frío punzante de otoño en mi cara. Mi cabeza flotaba por el cansancio del viaje y la resaca del día anterior, pero sabía que no quería estar en ningún otro lugar ni en otro tiempo. Ellos eran como mi familia que me había conocido desde México. Me quedé callada unos minutos en un estado de trance admirando el fenómeno en el agua agresivo y calmado a la vez.

De regreso a casa, un sentimiento de nostalgia me invadió al pasar junto a un grupo de estudiantes universitarios que festejaban en un bar. Ya no tenía su frescura, pero tampoco me sentía vieja; no lo sería mientras tuviera posibilidades. 

Me despedí de Paul con un abrazo. Ya en el departamento, Martijn puso la playlist que solía escuchar para relajarse antes de dormir. Yo tomé de nuevo un libro de fotografía que él me había mostrado la primera noche y me había fascinado. End of an Age de Paul Graham. En cada página, los modelos retratados cambiaban de posición y el reflejo del flash en sus ojos, con una luz roja intensa, iba desapareciendo hasta que todos posaban de espaldas. En la última página decía lo siguiente: 

“El mejor tiempo siempre es ahora, 

porque es el único tiempo que existe.

Ahora es donde estoy.

Es donde siempre estuve,

pero nunca lo supe”.

Martijn me tomó de la mano antes de apagar la luz.

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