Por: Hugo Avreimy
Recuerdo la vez que mi madre me llevó, por primera vez, al hospital: me había comido una aguja.
Corría el año de 1993 y a mis cinco años no sabía lo que era bueno y malo para mí. A lo mejor mi conciencia apenas estaba siendo tratada por varios aprendizajes de escuelas de gobierno, pero mucha de la formación ética que tuve fue a través de los infomerciales y programas gringos que transmitían por el cable que nos llegamos a robar.
En esa época era muy fácil lograr que un señor logrará ponerte cable por la mínima cantidad de doscientos pesos, pero cuidado si te cachaban. Mi mamá siempre temía por ese mal, pero no podía remediarlo, la televisión fue el sedante perfecto para la familia.
Una tarde de julio Alejandra dejó su estuche de galletas en la cama, prendió la televisión, arrumbó mucha tela para coser. Me acerqué para ver si aún quedaban galletas, pero al ver qué había puros hilos y agujas decidí quedarme a ver la tele.
A los cinco minutos me fui derecho a mi cuarto, donde se encontraba una litera y en la cama de arriba estaba mi hermana leyendo. La verdad no recuerdo el texto, pero me quedé porque tenía cereal.
Mi hermana siempre pedía su espacio y al estar a su lado, más tiempo de lo que pensó ella que iba a estar, me trató de alejar y me mandó a la cocina por más cereal. No quería ir, pero había sido el responsable de haber comido todo de un bocado y ella se enojó.
Obedecí, pero al llegar a la cocina preferí ir al cuarto de mi madre. Ya había iniciado Dos mujeres, un camino. Ella siempre veía las telenovelas y sabía el chisme de cada uno de los actores, estaba muy atenta y a mi corta edad decidí quedarme a ver televisión para adentrarme al mundo de las novelas.
Mi hermana siempre criticaba a mi mamá, no la bajaba de ignorante y de decirle que todo lo de la tele era basura, pero ella siempre era así, siempre decía que todo lo que hacía era bueno y lo que hacían los demás era malo. Pobre.
En el cuarto, vi a mi madre que cosía algunas prendas, seguro era algún pantalón mío, siempre los rompía de la rodilla, pero no era porque yo quería, sino que los juegos en la escuela estaban entretenidos y nunca me imaginaría que se llegaran a romper tan fácil, pero lo que sí se me hizo fácil fue agarrar una aguja del bote de galletas.
Primero escabullí mi mano y la acerqué poco a poco, y aproveché una escena de suspenso para obtener mi tesoro, una aguja.
Salí corriendo del cuarto de mi madre y me dirigí a la litera donde seguía leyendo mi hermana.
Se había servido cereal. Yo quería, pero ella se negó. No podía agarrar el plato porque tenía la aguja escondida en mi mano, así que decidí colocar la aguja entre mis dientes y me aventé hacia el cereal. Entre los empujones me percaté que había tirado la aguja, pero no estaba en el suelo, estaba debajo de mi lengua.
Me bajé lo más rápido posible de la litera, pero al pisar el suelo la sentí en mi garganta.
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Raspó tanto que me preocupé, pensé que me iban a regañar hasta que me acordé de que siempre me decían que si sentía algo en la garganta comiera un plátano para aliviarme, el problema fue que lo hundió más.
Sin tener éxito empecé a conocer la ansiedad, el aire empezó a agotarse y fue ahí donde tosía muy fuerte, con ese motivo mi madre me preguntó que qué me pasaba, yo solo respondí: aua.
El instinto de mi madre reaccionó de inmediato y se percató que tenía una aguja en la garganta, tomó lo necesario y bajó como pudo del edificio para pedir un taxi y que la llevara a la clínica más cercana, pero nada.
Recuerdo que mi madre me llevó en el auto de su hermanastro a la clínica 10, pero en urgencias solo vi cómo los doctores le decían a mi madre que no inventara cosas, “las madres siempre inventan para que revisemos a sus hijos”. Al no aceptarme nos fuimos al Hospital Pediátrico Coyoacán.
Yo recuerdo tener la cabeza afuera de la ventana para que me diera aire, pero lo único que me daba era vómito. Cuando llegamos los doctores me pasaron a rayos x y ahí vieron que la aguja ya estaba en el estómago.
—Tendremos que esperar cuatro días para que la expulse de manera natural. Sino, tendremos que operarlo.
En ese momento dejé de hablar.
El doctor recetó a mi madre que me dieran de comer todo lo que yo quisiera, pero ya tenía miedo de comer y más por el dolor que tenía en la garganta.
Llegó el fin de semana y nada, faltaba un día para digerirla y mientras esperaba recibí burlas de tíos y primos, ya que si un globo explotaba decían que era mi culpa. Recuerdo que en esos días de recuperación mi abuelo me llevó a la farmacia y compró todos los dulces que un niño de mi edad quisiera, pero no comí nada por el miedo.
Hasta que ese domingo la deseché en el cumpleaños de un familiar y al otro día, en el hospital, el doctor le pidió a mi mamá quedarse con el expediente, siendo este el primer caso de un niño que se comió una aguja.