agosto 25, 2022

Que nadie duerma

By In Ensayos

Por: Lilia Balam

“Cuando se muera el abuelo habrá paz en la familia”. Eso dictaminamos las nietas de don Carlos una noche, en una mesa redonda, tras aderezar un cafecito y una rebanada de pastel con un riguroso peritaje de las desgracias, daños morales y cicatrices físicas y mentales infligidas por el patriarca a toda su prole. 

Fuimos juezas y aves de mal agüero. O a lo mejor lo presentíamos, pues al fin y al cabo el abuelo, como buen macho, no cuidaba su muy deteriorada salud. En alguna ocasión llegué a pensar que era tan jodón, que quiso tomarnos la palabra solo para irritarnos, retarnos… para llevarnos la contraria y demostrar que las pinches chiquitas “wixonas” -el equivalente en maya del “nalgas meadas”-, estábamos equivocadas. 

El caso es que sí, se murió. Al universo no le tomó ni dos meses cumplir la primera parte de nuestra improvisada profecía. Lo que sí le costó fue arrancarle la vida: tardó cinco días en irse por completo. 

De hecho, yo fui de las últimas en enterarse del principio de su fin. Hasta me sentí excluida, porque incluso quienes vivían en otros estados del país conocieron los detalles antes. Entendí todo cuando entré a Facebook y vi que una de las nietitas se había encargado de difundir la nueva, con el post “A mi abuelo le reventó una vena del cerebro”. La risa reemplazó a la leve ofensa.  

Resultó que el cuerpo de don Carlos ya no pudo con su alcoholismo, diabetes y pésimos hábitos alimenticios. Ese miércoles, después de almorzar unas pezuñas, se acostó en su hamaca y empezó a vomitar incontrolablemente -“como manguera”, dirían después quienes atestiguaron la escena-. Tenía un malestar insoportable. 

Uno de los nietos, la abuela y mi propia madre lo auxiliaron. Llamaron a una ambulancia que, para variar en este mal chiste de ciudad, nunca llegó. Lo trasladaron en taxi a una clínica y de ahí lo enviaron al hospital público que cariñosamente llamo “el lugar a donde las personas de la tercera edad entran para morir”. 

Para ese entonces, del invencible, rudo, fuerte y grosero don Carlos, ya quedaba muy poco. De la cara de terror que le vio mi mamá cuando lo sacaron de su casa, pasó a la inconsciencia. Dijeron que fue un derrame cerebral. 

Llegó al hospital con signos vitales. Dio chance a que la familia migrante regresara al nido para verlo, a que se contaran historias, se repartieran roles para acompañarlo mientras estuviera internado y se desajustaran rutinas con tal de vigilarlo y no dejarlo solo. Algunas personas de la familia todavía creían, no sé si por ingenuidad o pura fe guiada por genuino afecto, que sobreviviría. 

Yo no. Por ningún motivo. Por supuesto, en aquél entonces todavía creía que la familia de sangre era primero, por lo que decidí respetar la incertidumbre de mis parientes. Callé las reflexiones de que el abuelo era terco, no se cuidaba, en general tuvo una mala vida y, por lo tanto, no aguantaría. 

Entonces, en las noches que tocaba escuchar el reporte de su estado de salud, platicar con la persona que se quedaba en vigilia en el hospital o esperar eventualidades, aproveché para prepararme para la avalancha que originaría el inminente fallecimiento del patriarca.

La primera noche me preparé para escuchar los lamentos de las nietas que semanas antes habían vaticinado su muerte como la solución a todos los problemas familiares y para oír condolencias hipócritas de familiares que sin menor empacho, le dieron la espalda, lo trataron mal o lo traicionaron. En esa jornada nocturna me reí mucho.

La segunda, traté de adivinar cómo reaccionaría la abuela, que había compartido casi toda la vida con ese señor poco amable, poco cariñoso, poco respetuoso, poco gentil; la mujer que había soportado violencia, humillaciones, groserías y desprecio. ¿Qué sería de ella en su ausencia? ¿Sobreviviría a la dependencia o sucumbiría, como he visto en varias ocasiones? Esa noche sentí miedo.   

La tercera, me puse a inventar maneras de consolar a mi madre e imaginar estrategias para hacerle olvidar el último gesto que le vio a su papá: uno de miedo. Algo que nunca creyó ver en la persona que, en algún punto de la vida, protagonizó sus pesadillas. Esa madrugada sentí dolor. 

La cuarta noche parecía que no había nada que pensar. Entonces llegó a mi cabeza la palabra “abuelo”. Pues sí, era mi abuelo, aunque nunca sentí que lo fuera. Dadas las circunstancias, obligué a mi cerebro a encontrar buenos recuerdos. 

No hallé más que frustración. Me enojó recordar su carácter cuando bebía y cómo le gritaba a la abuela en las tardes. Me enervó pensar la cantidad de veces que dejó pasar las agresiones cometidas contra sus hijas. Sentí cómo mi cara se enrojeció al rememorar la ocasión en que me regañó en medio de una fiesta porque se me veían los calzones mientras, inocentemente, como cualquier niña, veía televisión con las demás nietas…

Incluso las vivencias ajenas me enfurecían: saber que no había dejado a mi madre estudiar una carrera; que había sido infiel a la abuela; que ella, así como las hijas e hijos de ambos, vivieron en condiciones paupérrimas, porque le importaban un comino. 

Especial

Una voz en mi cerebro detuvo a la ira. “Seguro sí han pasado cosas buenas, pero no las quieres recordar porque no quieres llorar”. Me reté nuevamente. 

Vino a mi mente la ocasión en que mi hermana y yo regresamos con nuestra madre después de jugar. Ella nos esperaba con dos flanes. “Los trajo de sorpresa su abuelo, pero no estaban y los dejó”. Se me arrugó el corazón. Él nunca nos daba sorpresas. Me reprendí mentalmente por no haber estado ahí. Guardé la esperanza de que hubiera una segunda oportunidad, para darle las gracias y hasta un abrazo. Pero la escena nunca se repitió.  

Me acordé de que en mis cumpleaños me regalaba un billete de 20 o de 50 pesos como si estuviéramos traficando cocaína. Recordé que me apodaba “calabacita melada”, y que probablemente ha sido la única persona que nunca me hizo sentir fea por tener la típica cabeza yucateca, es decir, redonda y demasiado grande.  

Visualicé esa fiesta de Año Nuevo, cuando tomó un vocho y nos llevó a mi madre, hermana y a mí a nuestra casa, porque el entonces esposo de mi mamá estaba demasiado ebrio peleando con el resto de la familia. Fue la única vez que lo vi defender a mi mamá. 

Sentí una punzada en la garganta. Rasqué más, intentando forzar las lágrimas. Según las tías, él les cantaba a todas las nietas y nietos cuando eran bebés. Bueno, eso era cierto. Lo vi hacerlo con los descendientes más jóvenes. Intenté imaginarlo haciéndolo conmigo. 

¿En qué momento se le fue el amor? ¿Alguna vez pensó en mí con afecto? En los últimos meses ni nos saludábamos. Yo creía que ni se acordaba de mi nombre o que lo odiaba porque me llamo -y me veo-, igual que quien, en aquél entonces, era su archienemiga: la abuela…

Dieron las tres, las cuatro, las cinco de la mañana y no lloré. Nunca llegó el dolor. Tal vez la nostalgia sí, por los únicos cinco buenos recuerdos que rescaté de 19 años de convivencia. Nada más. 

No hubo quinta madrugada. El domingo, pasadas las nueve de la noche, nos avisaron que por fin se había muerto. Como si fuéramos las personas más útiles del mundo, acudimos al hospital. Las tías, tíos y mi madre se encargaron de los trámites para recuperar el cuerpo y encontrar una funeraria en un horario tan jodido.

Mientras, las nietas y nietos fuimos por café. Como siempre supe, algunas lloraron. Les recordé la profecía y callaron. Después de la medianoche, llegamos al velorio.  

Que nadie duerma, era la instrucción implícita. 

Y toda la familia cumplió al pie de la letra: la viuda, dividida entre el desasosiego, la confusión y las expectativas; las hijas, estimuladas por la culpa y los cargos de conciencia que se inventaron; las nietas, tal vez inquietas por el poder de sus predicciones e incapaces de ver ese futuro tranquilo que habían pronosticado, o que simplemente habían anhelado. 

Pero en mi cerebro pesaban más las malas noches anteriores que las pocas buenas memorias que desempolvé de don Carlos. Solo logré mantenerme despierta para presagiar que no volvería a estar en un funeral tan tenso y, paradójicamente, tan tranquilo como ese. Dudaba volverme a encontrar en esa posición, tan rodeada de rencor, asuntos pendientes y preocupación por mi madre y, a la vez, sentirme tan indiferente hacia el muertito. 

Que nadie duerma, indicaban los susurros, los abrazos, las condolencias, las anécdotas y uno que otro llanto espontáneo. 

En medio de eso, hacia las cuatro de la mañana, expropié un sofá y me eché tranquilamente a dormir. 

***

Han pasado muchas vidas desde entonces. La profecía de las nietas no se cumplió: la pólvora del abuelo se extinguió, pero la familia sigue en llamas. Pareciera que en sus 74 años de vida logró forjar suficientes amarguras, como para que florecieran en su ausencia…

Ah, pero mi predicción parece que el universo la tomó en serio. Y lo confirmé siete años después, cuando a otra abuela, Carmen, le tocó irse. A su muerte nadie le atribuyó la paz y la tranquilidad mundial. A ella le debo más desvelos, pero no soy tan tonta: esos no se cuentan. Todo mundo puede lidiar con recuerdos incómodos, pero nadie en su sano juicio, nunca, querría hacer del dominio público sus dolores más grandes.

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