Por: David Adrián García, de @AltavozLGBT
Tendría unos 5 o 6 años cuando me enteré de lo que era una persona homosexual. No lo recuerdo tan bien, pero algo pasó en la televisión. Era un tema nuevo, de inmediato busqué la reacción de mi padre: rechazo, punto final. Ser gay estaba mal.
Poco después me enteré que yo podría ser gay, cuando un día me di cuenta que me gustaba un compañero de la primaria. La angustia me persiguió por mucho tiempo, ¿por qué a mí? De las miles de personas que existían, me había tocado a mí ser EL GAY.
Crecí en la ciudad de Chihuahua, un lugar sin gays. Todos los que conocía los había visto en la tele, y con malos ojos siempre. Y claro, yo no quería ser “eso”.
Pasaron varios años todavía para que conociera a un hombre adulto gay, arquitecto, y con lo que parecía una vida normal. Ni siquiera era un familiar o un amigo, simplemente era “un gay”, y su vida no se veía tan mala como me lo había pintado la televisión. No recuerdo su nombre. Lo importante es que era alguien real, que vivía en la misma ciudad que yo: había una esperanza.
Sin que él lo supiera, me había hecho el favor más grande hasta entonces en mi vida: me había demostrado que se podía ser gay, crecer y llevar una vida como la de cualquier otra persona.
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Esta misma historia la he escuchado muchas veces con hombres gays y bisexuales de mi generación, en mi ciudad: crecimos en un mundo donde no existíamos más que en espacios donde era permitido burlarse de nosotros. A mis amigas lesbianas les he escuchado historias similares, y amigues trans me han contado que tardaron mucho más en verse reflejades en otra persona tangible, real, cercana.
Por eso es importante que, además de la representación en medios, crezca la representación en los barrios, en nuestras colonias. Además de la lucha que organizaciones grandes ya realizan en todo el país, es vital apoyar esfuerzos locales que se hacen para visibilizar a la población LGBT+ en las ciudades y los pueblos. ¿Quién sabe? En una de esas llegamos a un niño como yo, con sus primeras dudas, y nos convertimos en ese arquitecto que yo conocí.
En semanas recientes platiqué con tres activistas del norte de México, y entre la conversación siempre surgía un tema: la importancia de que sigamos visibilizándonos en las calles y en las redes, de seguir presentes en cualquier espacio donde podamos, la gran necesidad de recordarle a la población que somos sus hijas, sus hermanos, sus compañeras de trabajo, o sus vecinos. Somos personas comunes y corrientes, pero no se nos permite ser quiénes somos en todos lados.
Hay lugares del país donde vivir fuera del clóset es activismo. Existimos y resistimos, porque no tenemos otra opción. Y hasta que la diversidad se vuelva la norma, y el respeto se haga costumbre, no nos vamos a ir a ningún lado.
Por nosotres, y por quienes vienen.