Por: Samuel Cortés Hamdan
Cuando quiero, quiero con el ritual de mis piernas y de mis miedos. Como un caballero solo ahogado por las ostras sexuales que me rodean como gatos, como dijo por ahí un diplomático chileno más o menos famoso, más o menos despreciado. Cuando quiero, asciendo al ejercicio del ensayo de la posibilidad de la entrega desde todo lo vivo que hay en mí, como asentó aquel buenamente célebre terapeuta Erich Fromm en su manual de estilo para la querencia, El arte de amar.
Lo vivo que hay en mí es una tradición de los juegos y las improvisaciones. Cuando quiero, quiero con los instrumentos musicales que me ha regalado el tiempo: un puñado de juguetes para el ruido. O sea que quiero de manera ridícula, con movimientos malos para la vigilancia de un superyó socializado en mecanismos de liquidez emocional y recomendaciones de paralelismo: moverse sobre líneas que corren juntas pero jamás se tocan. Malos para la sugerencia en torno al miedo. Malos para la huella emocional que desiste de volver a intentar entibiar lo vivo que hay en mí.
Cuando quiero, quiero con lo vivo que hay en mí, que es una fuerza para las invenciones insólita, la misma que me invita a seguir comiendo aún cuando estoy triste; es decir, me convoca a mantenerme vivo incluso pese a mi inadvertencia. La misma que se mueve mismamente cuando yo también la desconozco. La fuerza para las improvisaciones que elijo compartir en la diversión de quien prefiere improvisarse para compenetrarse, para interactuarse; o sea, para regalarse a manos llenas como quien hace de las manos cuenco bajo la regadera y cuyo peso de agua luego dejará caer para golpear los azulejos del suelo.
Cuando quiero, quiero direccionarme hacia los filos de la otredad, bajo mi propio riesgo y donde no me conozco. Este año 2023 cumplo 35 años y a mi edad he ensayado ya, he normalizado ya algunos mecanismos para la ocultación, para el ropaje de las imbecilidades entre apariencias más socialmente solventadas, validadas. Pero, en cambio, el otro nos observa desde su sensiblidad e inaugura la posibilidad de que aprendamos a ser mejores por la fuerza de la interacción, que es la fuerza de la crítica. O sea que todo lo vivo que hay en mí y que comprometo cuando quiero, ni siquiera es un ámbito que conozca completamente, sino un paisaje con yacimientos y un arenal para la transformación: todo lo vivo que hay en mí trasluce, luego, a quien ignoro que seré.
Cuando quiero, quiero con la imaginación, que a veces me abre las rutas del mundo pero también me aturde en los escupitajos del autoengaño, o de la ilusión, o de la expectativa, o de la proyección de la oportunidad para los canales de mi lengua afectiva, que busca compartir para compartirse, acariciar para conocer, sonreír para seguir sonriendo en memoria de aquella vez, de todo eso. Cuando quiero me expongo y me duele en lo vivo que hay en mí la negación de algunas oportunidades sugeridas para fabricar más amor.
Cuando quiero, entonces, tomo riesgos mortales. Unos de agua y otros de fierro viejo, unos de zapote y otros de cocaína en piedra, todos mortales. Cuando quiero, quiero con mi desesperación por un abrazo salvador, que no existe así, como salvación, y cuya totalidad taumatúrgica es probablemente más bien solución discursiva, una ausencia mitológica, redondeada por Doris Lessing en su novela De nuevo, el amor. Y a lo que no existe, no se le facilita llegar. Y lo vivo que hay en mí que he comprometido puede doblarse en llanto, ya lo prefiguró Janis Joplin.
Así también, cuando quiero aprendo a conocer los límites y las flagrancias de lo vivo que hay en mí. Anoche fui una cucaracha, mañana podría ser un melón. Anoche me dejé maltratar por el fantasma de un cariño, mañana podría dormir mirando una película. Anoche estornudé por miedo a lo que sentía, mañana estornudaré por miedo a la paciencia que soplo ante el miedo a lo que pueda sentir.
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Todo lo vivo que hay en mí me acompaña en la inanidad, que es la mayoría de los días. Y entonces, decreto que la inanidad no es inane para nada. Si yo soy yo mismo cultivando las ampollas de mis pies en caminatas por el tigre desconocido, cada oscuridad es un espacio para la iluminación; o cada iluminación sucede sin algarabía de trascendencia, porque la vida es el milagro, como dijo un gitano de los Balcanes.
Cuando quiero, quiero lo que jamás he visto, como que lo vivo que hay en mí repta a los rincones innominados; quiero lo que va a terminar por arrugarme, porque la respiración está liquidándome todos los días de siempre; quiero los lugares en que he sido feliz y en los que he alcanzado la paz, que de acuerdo con Carlos Reygadas es más importante que el amor; quiero con la saliva con la que ensayo la búsqueda de la tibieza y con el mal olor que me rodea cuando he terminado de trabajar en la rutina de la infelicidad; quiero con los ojos en el tiempo y en la ignorancia. Quiero lo que no sé que quiero porque un día va a asaltarme con su boquita inesperada, su aterrizaje alienígena que dice: “jajaja, namás te saludé”.