febrero 11, 2022

He pecado

By In San Valentín

Por Diana Cid/ Redactora invitada.

La primera vez que escuché sobre una revelación divina fue en el mesón de doña Francisca, la catequista octogenaria que preparó a mi hermano para hacer la primera comunión. La fe, contaba Francisca, llegaba a los hombres que, con valentía, abrían su corazón a Dios, que se entregaban al Señor. Un día, una especie de fuerza mística los arrebataba por completo, veían imágenes, vírgenes aparecidas en mitad de la selva, santos que les hablaban en sueños, luces que los guiaban a una especie de paraíso terrenal, y, de repente, se hacían inevitablemente creyentes. Fascinada por esa idea, durante mucho tiempo yo también quise ser como aquellos hombres. Fui a misa, recé, pedí, pataleé, pero no sentí nada, no cambió nada, nunca llegó la fe. Al menos no hasta aquel día, diecisiete años después.

Una lenta caminata por Gran Vía inició la liturgia a modo de procesión, la luz incandescente del metro difuminó su silueta como en una aparición virginal y, al llegar a nuestro destino, completó el rito ofreciéndome su propio cáliz papal. Sujeté aquel vaso de licor y deslicé el alcohol por mi garganta deseando que se convirtiera en cuerpo. Así, como si del golpe de un rayo se tratara, la transubstanciación se hizo inminente, al igual que aquellos hombres ahora yo también era creyente.

De las liturgias pasionales aprendí que la devoción sólo requiere de un instante, una revelación, una palabra, un pequeño gesto que nos despierte del letargo, que avive los sentidos, que otorgue una falsa promesa de eternidad. Fue así como, desde esa noche, el amor y la fe se volvieron hijos del mismo vicio, una devoción intoxicante llevada a la acción por la repetición de rituales. Cada semana, una visita al bar (o a la misa), con su posterior parada en el confesionario (o la habitación) y una exitosa salida del templo, con la férrea convicción de que el amor o la fe lo podían todo. Pero, sobre todo, de que el ser amado lo era todo, lo ocupaba todo. Él se manifestó en la luz de la mañana tocando las sábanas frías, en todas las calles que rodeaban la Gran Vía y en cada uno de los ciclamoros que vestían la ciudad de violeta.

Foto de Matheus Viana en Pexels

Estaba convencida de que la fe tenía que ser esto: un girarse y sentir el corazón abriéndose en el pecho, un mirar al ser amado y sentir la fortuna del mundo cayendo sobre los hombros. Creí tanto en el amor, en aquel amor, que me dispuse a seguir las lecciones de Doña Paquita y abrir el corazón con valentía ante El Señor. Repetí la letra de una canción de Andrés Cabas como si de una oración se tratara: “amé sin pena y sin condición como me lo han enseñado”. Invoqué su nombre todos los días, soñé con su presencia cada noche, recé, pedí, pataleé, pero, aunque ahora la fe estaba ahí, el amor no llegó, mi dios pagano desapareció.

Desconcertada, le imploré a Dios, al verdadero Dios, que contestara a mis plegarias, que me diera una respuesta ante aquella incertidumbre. Él, diligentemente, atendió a mi petición. Sólo fue necesaria una publicación de Instagram entregada a mí por el algoritmo divino. Así, al igual que la fe, el desamor llegó con la rapidez de un pestañeo. Sólo hizo falta un pequeño gesto, 1000 píxeles dispuestos en la pantalla del teléfono y entonces el misterio detrás de la fe pareció hundirme por completo. El mundo, de pronto, se me hizo diminuto, insignificante, violento.

No era la devota favorita de dios. De hecho, ni siquiera era su única fiel. En aquel mar de devociones pasionales me sentí perdida, abandonada, sola. La mujer en la que me había convertido no me reconoció frente al espejo. La fe, que antes parecía abarcarlo todo, se transformó en una espina que no lograba arrancarme del pecho. La ciudad, que antes había sentido como una extensión de su cuerpo, ahora se me hacía un enorme cementerio. La luz en la que solía advertir su presencia ahora cegaba mis ojos y aquellos ciclomoros se marchitaron con el fin de la primavera. Siguió sonando aquella canción en mis oídos: “no supe de reglas, te amé más que a Dios y eso sí, eso sí que es pecado”

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