agosto 25, 2024

Aprendizajes de una mujer que migró a la playa

By In Ensayos

Lo que aprendes es a despedirte, a caminar sin mirar atrás porque llegas más lento y el sol te carcome las entrañas, las culpas de abandonar a quienes amas solo por querer perseguir tus caminos. Cambias de código postal y de aires pero siempre vuelves a tu tierra, tus planes del año se concentran en fechas especiales, en ir y volver a tu casa, a tu familia, cuando por fin asumes que eres migrante

Ya me gustaba el trajín de ser andariega desde las coberturas periodísticas de antaño como reportera de la hoy extinta Notimex y por lo que  jamás me pagaron ninguna prestación por  12 años de servicio; desde los miles de kilómetros reportados en tiempo real en marchas y caravanas de personas migrantes, hasta comer en los mejores restaurantes y dormir en las más selectas camas que con mi sueldo de periodista no podía pagar. Luego supe que no hay mejor techo que uno tapizado de estrellas y una cama de arena. 

Esos años mis ausencias eran chicas, con la promesa de volver en unos días, en unas semanas, en unos meses, hasta que una vez ya no volví. Fue un poco también mi crisis de los cuarenta, la idea fija de no querer morir encerrada en una oficina de cristales tan brillantes que me separaran de la realidad. Fue ahí cuando debajo de la neutral ropa de oficina utilizaba coloridos trajes de baño, ahí tendría que haber parado de soñar eso de vivir frente al mar, pero no pude. Entonces tampoco sabía que había que pagar el precio de las ausencias. 

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La pandemia tampoco ayudó mucho a que dejara de soñar y en el encierro me era más fácil trabajar en traje de baño todo el día sin ser cuestionada más que en algunas juntas por Zoom, cuando se me asomaba la tira del fosforescente bikini. Mis ganas de libertad me iban a matar si me reventaban en el pecho, así que de buenas a primeras renuncié un lunes a primera hora de la mañana; se me olvidó que tenía un hijo adolescente y renta por pagar, creo que me dieron cuatro mil pesos de liquidación, ya no me acuerdo, porque todos mis papeles los perdí en alguna mudanza. Así me despedí de los derechos laborales y todos sus eufemismos, también de la idea de ver brillar mi nombre firmado y publicado, de ver mi carrera y territorios literarios crecer. Me despedí de la idea de querer ser alguien en la vida, una que no era yo y que tampoco vivía frente al mar.  

Me tardé menos de un año en morderle a mi Afore por desempleo para vivir el sueño de vivir en la playa, confiada en que la precariedad laboral no me alcanzaría, que podría vivir de mis manos y su magia, de puro leer el tarot, mi firma casi había desaparecido, con ella un poco yo y todo lo que creí que fui. 

Desde hace cuatro años, formo parte de los más de 31 millones de mexicanos que trabajan en la informalidad , poco más de la mitad de la población laboralmente activa que no se puede enfermar porque no hay prestaciones, nunca las hay cuando trabajas para enriquecer a alguien más.

Aprendí que la libertad requiere disciplina y que el periodismo no era lo único que podría hacer para sobrevivir, adquirí nuevos oficios para pagarme el vicio de vivir en el mar, desde técnicas de masaje sueco, mexicano e inventado, hasta tratar de mantener la cordura y saber en qué día se vive; me volví artesana y social web manager a punta de ver tutoriales en Youtube, retomé la fotografía, fui barman una noche y ahora formo parte de una banda de cumbia que pretende presentarse y ganar algo de dinero en las fiestas de la próxima temporada alta. Aprendí a vender mis saberes y endulzar oídos para comer, a deambular y vivir de las oportunidades que se ofrecen cada día. Aquí se vive así.   

En cuatro años, pasé de periodista de oficina a vender pescado fresco de Puerto Ángel entre las playas de Mazunte y Zipolite. Aunque fue solo una vez porque no vendí nada y toda la semana comí pescado; seguí amarrando las mismas botas de las coberturas periodísticas en carreteras del país para dedicarme al ambulantaje en la playa, que acá se le llama “mangueo”, para ofrecer tarot en español y en mal gringo a cambio de pizza, cerveza y porros, también de tan muchos buenos días en los que comía  langostas y chicatanas, en los que ganaba más dinero en unas horas que como periodista en dos días.

Lo que aprendí fue a despedirme y de la fuerza arrasadora de los huracanes,  a desprenderme de todo lo que creía que me importaba y que aún me importa pero nada puedo hacer a 510 de kilómetros de mi casa, estando en la otra con vistas al mar, en esa que soñé desde adolecente. 

Aprendí de renuncias, ya no habría comida deliciosa ni  inmediata a domicilio, tampoco taxis rápidos de aplicación. Lo que había era caminar cuatro kilómetros en una carretera sin luz, el agua siempre corriente es un sueño que a veces llega gratis y otras veces hay que pagar.

Supe de adaptación y tejer nuevos vínculos, hablar otros lenguajes, a volver a confiar, del verdadero significado de la efímera inpermanencia, de amores y voluntades que se derriten con el atardecer, a dejarme ser otras yo y andar con pies propios bajo una pegajosa sensación térmica diaria de más de 35 grados, a convivir con mis propios aromas y demonios en una casa sin ruidos y vista al mar, en una arrasadora libertad con la que cada día no sé muy bien qué hacer. 

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