He estado ahí también. Sin saber muy bien qué hacer, todos hablando de mí, de mi salud mental, de mi hijo, de dónde estaríamos, de qué haríamos, como si yo no estuviera.
Hace 18 años casi nadie hablaba de violencia psicológica, ahora sabemos que en México cinco de cada diez mujeres la enfrentan y es la más recurrente, según el INEGI. Antes te pasaba porque “te dejabas “, porque eras una “pend3j4”, era “normal” escucharle a tu marido decirte que eras gorda, que estabas loca, que así quién te iba a querer mientras pasaba los dedos por los muebles para concluir que “ni para limpiar sirves”, probaba la sopa para decir que si no le habías hablado a su mamá para preguntar la receta. Fue la última vez que puse corazones de crema en la sopa de alguien .
De verdad creía que me lo estaba inventando todo cuando me decía que la loca era yo, que él había tenido la culpa por fijarse en mí y me castigaba con sus silencios, con ese “tú tuviste la culpa de que yo me enojara”, porque además de bruta, loca. Lo recuerdo bien, todas las palabras. En ese tiempo no había mensajes en visto porque ni WhatsApp existía, así que él desaparecía por días, regresaba burlándose de mí y de lo indeseable que le parecía, con la ropa llena de besos ajenos, amenazando quitarme a la cría de apenas dos años. No tenía manera de enterarme que hay golpes que se dan en el alma sin tocarte, que te rompen el corazón para siempre, no había reels ni infografías que lo explicaran, en la tele no pasaban esas noticias y todos esos spots de ahora. De acuerdo con el INEGI, de 10 mujeres que están en pareja, tres, casi cuatro, han sido violentadas de manera psicológica por quien más las dice amar.
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Me limitaba a echar cloro a sus camisas caras cada que llegaba borracho con ganas de sacar de la cuna al niño que había tardado horas en hacer dormir. Bloqueaba la puerta de su cuarto con un sillón y me dormía ahí montando guardia por si llegaba, rogaba porque no llegara.
Tenía vergüenza de contarlo todo, yo toda recién licenciada, toda educada, toda “dejada”. Hasta que un día no me pude levantar, pensaban que tenía baja la presión, lo que en realidad tenía eran crisis de pánico y una depresión larga como el tiempo que había pasado escuchando que no valía nada. Por eso me costó trabajo ver hasta que me amenazaron con encerrarme en un psiquiátrico.
No sé qué fuerzas me nacieron de los calzones, pero un día solo no regresé, me salí con una mano agarrando mi mochila de la escuela y la pañalera, con la otra apretando fuerte al niño que juré educar lejos. No quería que pensara que su mamá era una “p3nd3j4” por dejarse, tampoco que él hiciera nunca algo así. Ese día abrí los ojos y me los pinté de color violeta para nunca olvidar. No era la única, mucho menos la primera pero tampoco había redes de mujeres que te sostuvieran, el Internet era limitado, la información no llegaba tan rápido y la terapia era un privilegio que me cobijó. Pasé meses enteros entre los brillos de las perlas de falsa felicidad, atascada de ansiolíticos y sonrisas aprendidas; años enteros reconstruyendo mi existencia en un diván.
Aún graduada de terapia todavía no me puedo relajar cuando miro los ojos vacíos de otras mujeres, sé lo que es navegar en el mar de las preguntas, de la certeza evidente de que todo lo que sabías del amor era una mentira, que quien de verdad te ama no te lastima. Por eso ahora no me puedo detener a la hora de sacar a alguien del infierno de la incertidumbre, como si con eso salvara pedazos de mis historias sin reconstruir, de todas las veces que quise que alguien mirara y nadie miró porque al final “siempre acaban regresando con sus maridos” y en esas se le va a una la voluntad, los círculos de apoyo se reducen y tu palabra no tiene fuerza porque la realidad es que tú tampoco, te la quitó un mal amor y apenas tienes ganas de entonar alguna voz.
No, no siempre acaban volviendo con sus maridos, algunas pudimos salir del infierno y ahora tenemos la voz clara para cantarlo y contarlo, ahora podemos mirar con los ojos de la empatía y actuar con la fuerza de la sabiduría porque sabemos lo que es salir viva de entre los muertos, porque un día alguien sí invirtió esa media hora que nadie cree que haga la diferencia, porque alguien vio en mis ojos huecos esa mirada de auxilio, porque alguien sí me creyó y fue mi mamá .
Sé de huellas y cicatrices, tanto que a casi 20 años todavía puedo acariciar la herida de la desconfianza hasta hacerla sangrar, por eso sé que cuando hay dolores cada segundo cuenta, porque cuando estás ahí significa mucho saber que a alguien le importas, por eso prefiero perderme del mundo y sus fotos para el Facebook cuando se trata de sacar a alguien de los laberintos de su mente y recorrer oficinas y recuerdos de todos los pasos que no di pero que ahora tengo fuerza para enfrentar. Con eso también me salvo a mí.