Papel picado: 3 euros.
Espejo: 1.95 euros.
En un grupo de Facebook que se llama Mexicanos en Madrid, todos los días hay personas preguntando dónde conseguir cempasúchil, pan de muerto, papel picado. “Puede que no celebre la Independencia, la Revolución o incluso Navidad, pero si no pongo mi ofrenda se me parte el alma”, escribió alguien.
Pensé que algo similar me ocurre también. Ya he escrito antes cómo crecí haciendo flores de papel con mi tía abuela y visitando el panteón de El Salto; el Día de Muertos siempre estuvo presente en mi vida aunque nunca logré escribir una calaverita literaria. Mi elemento favorito del altar ha sido siempre el espejo: amo esa imagen en la que un muerto se asoma y reconoce en el reflejo los ojos, los lunares, el gesto, y espero que en la ofrenda que algún día me pongan nunca falte un labial rojo. Pero desde hace casi diez años mi relación con la muerte se volvió traumática, y yo, que solía sentarme a platicar con mis bisabuelos desde la orillita de sus sepulturas, no puedo visitar la tumba de B ni la de mi tía Lucía, ni en sus aniversarios ni en Navidad ni el 2 de noviembre ni nunca, en realidad. Sus muertes fueron distintas pero coincidieron en algo: en ninguna tuve la oportunidad de atravesar el ritual funerario. Con B por la distancia, con mi tía por la pandemia. Mi psicóloga me explicó que ahí se produjo el quiebre, que esa es la importancia del funeral, de los rezos, del llanto.
El año pasado, al fin, quería montar un altar de muertos en mi departamento en el edificio encantado, pero el 31 de octubre tuve que volar a Chicago y de ahí tomar un autobús a South Bend para asistir a un congreso literario en el que era ponente. Solamente dejé la fotografía de mis perritos, Merlín y Goldie, con agua, croquetas y una veladora. “Será el próximo año”, pensé, sin considerar que después de muchas becas desaparecidas, otras tantas rechazadas y una oportunidad milagrosa que en realidad había dejado ir ya, estaría de vuelta en Madrid.
Lámpara led que simula una veladora: 3.95 euros más pilas.
Vasos de vidrio: 2.90 y 1.95 euros.
Uno de los textos más populares sobre el Día de Muertos lo escribió, curiosamente, un argentino. En “Instrucciones para convivir con tus muertos”, Eliezer Budasoff habla sobre esta festividad a partir de la ofrenda que construyó para su padre y otros difuntos: “su foto cerca de mi escritorio dice que no vengo solo, que tengo una historia que me acompaña, que también soy una familia y sus consecuencias”. Un domingo lluvioso me decidí y fui al Corte Inglés de Callao a imprimir las fotografías: mi tía Cuca, mi tía Yoni, mi abuela, B, mi tía Lucía, Merlín y Goldie. Después entré a un Carrefour: cada vez que tomaba algo que no era exactamente lo que les gustaba, me reía de mí misma y me disculpaba en silencio: imaginaba a Goldie haciendo un berrinche monumental por no encontrar las galletas que devoraba, a mi tía Lucía carcajeándose por el café instantáneo y patético que encontré. Agregué manzanas y dulces mexicanos que ya tenía, sal que me regalaron en la cocina de la residencia (en una tapita de spray con glitter), dos tabletas de chocolate español, una coca-cola, aretes y un labial para mi abuela, flores artificiales carísimas que encontré en un bazar, el espejo, agua para beber y para que se laven las manos, una cruz que traje desde México. Cuando le dije a Elena, mi roomie, que me preocupaba no tener una imagen de las ánimas del purgatorio, ella agregó otra cruz.
Impresión de las fotos: 4.85 euros.
Pan de muerto mediano: 2 euros la pieza.
Hoy por la mañana Elena me preguntó: “¿vino alguien a visitarte?”, cuando la miré extrañada explicó: “en la noche sentí que alguien se sentaba en mi cama, me acomodó el edredón con cariño y me dijo ‘chula’”.
Mi tía Lucía solía hacer eso cuando me encontraba dormida en mi habitación. Antes de su muerte y después también. “Sé que alguna de ustedes dos fue”, les dije en broma a ella y a mi tía Cuca, parada frente al altar. ¿Hay algún mexicano que no hable con sus muertos?
No sé si el poner por primera vez un altar de muertos por mi cuenta está ayudando a regresar mi relación con la muerte a lo que un día fue, como el pequeño acto que faltaba para reforzar el trabajo en terapia.
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Una de las cosas que más recuerda sobre mí un Uruguayo —que resulta ser una de las personas que más he querido en la vida—, es el día que hablé de los altares de muertos en una clase del máster, hace exactamente diez años. “Contaste cómo el chocolate perdía su sabor y me sentí fascinado”, me dijo en 2018, y me lo repitió hace unas semanas: “una noche, en un concierto, sentí a mi abuela volver para bailar conmigo, y pensé que estaba ahí esa magia que experimentabas con el Día de Muertos”.
Desde aquel día de 2018 pensaba con tristeza que desearía ser de nuevo esa versión mía que contó emocionada algo tan personal en una clase llena de españoles y un uruguayo. Y ahora al fin me doy cuenta que, en las cosas que valen, lo sigo siendo, y que, como dice Budasoff, soy parte de una genealogía que me acompaña siempre, sólo basta encender la luz, decir bajito “acá estoy”, escuchar con claridad la respuesta: “nosotras también”.