junio 23, 2024

Conjurar a B: apuntes oníricos sobre el duelo y los milagros

By In Ensayos

Ilustración: Lluvia Angélica Argandoña

So what would you think of me now?

So lucky, so strong, so proud

I never said thank you for that

Now I’ll never have a chance

Jimmy Eats World

Did some force take you because I didn’t pray?

Every single thing to come has turned into ashes […]

You were bigger than the whole sky

You were more than just a short time

Taylor Swift

El 23 de abril de 2016 desperté de una pesadilla sin poder respirar. Me senté en la cama de un departamento al que había llegado tres meses atrás y, sin saber muy bien qué ocurría, escribí en Facebook:

“Sueño diario con las mismas dos personas desde hace meses. El sueño también es el mismo pero en escenarios distintos: uno muere —como en la vida real—. Otro me abandona al mismo tiempo —como en la vida real—. Yo lloro, busco, cuido a los hijos que hubiera tenido el hombre que murió y que hoy cumpliría veinticinco años”.

Recuerdo que en esos primeros sueños tus ojos eran los mismos pero rodeados por un rostro envejecido. Siempre estabas tranquilo, yo siempre estaba rota y confundida —como en la vida real—. A veces te ibas con mi abuela, a veces ella me llevaba a ti, en un carro que yo no conocía. A veces yo también tenía una hija y era como si la historia se repitiera porque, mientras cargaba a los bebés, pensaba que ellos serían amigos desde siempre, como tú y yo. 

Me aferré a esos sueños. El dolor no significaba nada si podía verte de nuevo. Pensaba que era una penitencia justa ante lo culpable que me sentía. 

Durante esos meses realmente pensé que ese dolor sería lo único que sentiría por el resto de mi vida. 

***

No me interesa ningún tipo de perfección aquí.

No me interesa crear metáforas que lleven al lector a descubrir, después de mucho analizarlo, que en realidad hablo de la muerte cuando escribo sobre paisajes o canciones o animales. Sé que hago cosas que no debería, como cambiar de voz de pronto. Pero no me interesa que este sea un texto “bello” ni “correcto” ni “profundo”. Quiero que sea honesto. 

***

Cuando hablo de B siempre digo que es el primer amigo que tuve en la vida. Tenía orejas de duende y los ojos redondos y muy grandes, con pestañas pesadas que le daban cierto aire soñador. 

No es el primer recuerdo que tengo con él, pero sí el que más atesoro: el primer día de clases en primaria nos formaron en el patio, por grupo y por estaturas. Yo acababa de despedirme de mi papá y por algún motivo estaba nerviosa. La instrucción era seguir a nuestra nueva maestra a nuestro nuevo salón. 

B y yo no estuvimos juntos en el jardín de niños, pero nos conocíamos desde siempre. Ese desde siempre que a los seis años de él –cinco años míos– significaban exactamente lo que significan ahora: un absoluto, algo permanente, intocable. Nuestras mamás eran mejores amigas, así que su casa era el palacio encantado de mi infancia. Conocía a sus hermanos, conocía a su papá y él al mío. Introvertida de nacimiento, me sentía cómoda con él. 

Cuando nuestros nuevos compañeros empezaron a avanzar, me quedé parada a medio patio, probablemente a punto de llorar. Siempre fuimos los más altos, así que íbamos en el último lugar de la fila. 

B notó inmediatamente que estaba rezagada y se detuvo también. Sin decirme nada extendió su mano y la tomé. No seguí a mi maestra, lo seguí a él. Después descubrimos que compartiríamos asiento durante todo el año escolar y un par de días después perdió mi sacapuntas de Hércules, algo que creo que nunca le perdoné. 

Después de su muerte, cuando estaba asustada, trataba de recordar esos momentos en los que tomaba mi mano para tranquilizarme. 

A veces todavía lo hago. 

***

B tuvo un accidente un año y medio antes de su muerte. Un accidente del que me enteré por un mensaje de Facebook de una antigua compañera de primaria, en el que usaba las palabras “explosión de órganos” y que yo creí que era preocupación genuina, pero ahora me parece que en realidad sólo era una necesidad morbosa de completar un chisme. 

Un día, cuando ya había salido de terapia intensiva, mi mamá me envió un mensaje antes de que yo llegara al hospital: “sus tías están preocupadas porque no las reconoce, pero M cree que está fingiendo para no hablar con ellas”. En los quince minutos que me tomó llegar al hospital sus tías se fueron, mi mamá entró a su habitación y comprobó que M tenía razón, no sólo la trató como si nada hubiera pasado, cuando escuchó mi voz abrió los ojos —estaba quedándose dormido—, se removió en la cama y me llamó de esa manera en la que pocas personas tienen permitido hacerlo. 

Recuerdo la sonrisa de mi mamá, de su papá. Recuerdo su felicidad profunda, desbordada. Recuerdo que dijo algo que a todos nos hizo reír.

Había sobrevivido. Había sobrevivido y no tenía ningún daño permanente, era cuestión de tiempo para que todo volviera a la normalidad.

Tiempo después su hermano mayor tuvo un accidente similar, y estaba tan mal que cuando mi mamá recibió la llamada en la que le avisaban que B había muerto, pensó que le hablaban de él. Cuando mi papá vio llegar a mi mamá, a una hora inusual, completamente destrozada, pensó que a mí me había pasado algo en Madrid. 

Porque B había sobrevivido. Incluso su doctor decía que era un milagro. Lo recordaba todo, estaba sano, iba a convertirse en abogado.

No había un escenario posible en el que algo le ocurriera, en el que el milagro se revirtiera. 

***

Aquella tarde en su habitación del hospital le contó a mi mamá que, en los días en terapia intensiva, había soñado con su mamá. “Estaba al final de un camino y me regañó, me dijo que no debía estar ahí, que tenía que regresar”.

La maestra Rosa era la mejor amiga de mi mamá. Eran lo que dos mejores amigas deben ser: completamente opuestas y, al mismo tiempo, en sintonía para las cosas que importaban. Cuando estábamos en primer año en la secundaria, la maestra Rosa, que nos daba inglés, empezó a tener dolores de cabeza que se volvían más y más fuertes, B solía pedirnos que guardáramos silencio cuando uno de esos dolores atacaba en clase, y me contaba, bajito, que en casa a veces lloraba por esa razón. Cuando recibió el diagnóstico de cáncer toda la familia se mudó a Durango, y además de hablar todo el tiempo por teléfono, cada fin de semana mi mamá iba a verla a su casa.

B le pedía a mi mamá que me llevara con ella en esas visitas. Teníamos 12 años pero nunca habíamos estado tanto tiempo separados. A mí me costaba concebir la vida sin él. Era todavía la época en la que creía que nada malo podía tocarnos. Su mamá iba a curarse, iba a volver a la escuela con su cabello rubio y sus ojos preciosos, él volvería a casa y todo seguiría su curso, ese sería sólo un paréntesis en nuestras vidas. Pero ese paréntesis se volvió un corte profundo que no supimos sortear. 

Creo que en ese momento acabó mi niñez.

A veces todavía me obsesiona pensar qué hubiera sido de su vida si no hubiera perdido a su mamá. Creo que desde ese momento se instaló en mí la culpa porque en mi mundo infantil teníamos la misma vida: los dos éramos los pequeños de nuestra familia, nuestros padres eran similares, incluso nuestras mamás tenían el mismo trabajo. No había ningún motivo para que nuestras vidas fueran diferentes. 

Al funeral fuimos Marisol, Ernesto y yo. En la carretera, mientras mi papá manejaba en silencio, tratábamos de hacer planes para ser útiles en ese momento, para distraerlo, para consolarlo. Todo se derrumbó en cuanto pisamos la sala y la realidad nos golpeó. Pero B nos hacía reír en el elevador, en las escaleras, en la cafetería. Cuando por algún motivo no estábamos con él, nos preguntábamos si no debería ser al revés. Pero no teníamos margen para actuar, B imitaba a su papá, a sus hermanos, aplastaba todos los botones del elevador y nosotros soltábamos carcajadas como si estuviéramos en una fiesta.

Después de verlo en terapia intensiva pensaba que, si hubiera sido por él, si hubiera estado despierto, se las hubiera arreglado para decirme algo gracioso, para que no me preocupara, hubiera tomado mi mano y la hubiera apretado un poquito para que no estuviera asustada.

Y lo hizo. Lo hizo más de una vez. 

***

10 de diciembre de 2020

Te soñé en la madrugada pero no consigo recordarlo.

Sólo recuerdo que te veía cerca de una puerta, todo el tiempo con tu sonrisa de diablillo.

Creo que estabas esperándome, pero no recuerdo qué era lo que me tenía ocupada. 

En la noche, antes de dormir, encontré un separador con tu foto y una oración en un cajón de mi hermana.

3 de febrero de 2021

Soñé contigo. Fue la segunda vez que nos sueño en una situación romántica y no consigo entender por qué. Estaba en una especie de feria, iba caminando con el celular, te veía en una banquita y me daba pena saludarte, porque sabía que en el accidente habías perdido la vista. Pero tú de alguna forma te dabas cuenta que estaba ahí, me hablabas y me sentaba a tu lado. Inmediatamente me abrazabas, yo me recargaba en tu pecho y me aferraba a ti. Recuerdo que sonreía mientras te abrazaba.

Y es curioso cómo, durante semanas, he tenido la necesidad de contacto físico, de alguien que me abrace, de sentir que alguien físicamente me sostiene, y eso fue lo que me diste en el sueño. 

Por eso cuando desperté, sintiendo realmente el calor de tu cuerpo, te agradecí.

No quiero olvidar este sueño.

***

Para ser muy honesta no sé cuándo empecé a llamarlo B. Tampoco sé por qué. Supongo que era una forma de negación del duelo que luego se volvió una manera de protegerlo del mundo. 

B nació el 23 de abril de 1991, murió el 23 de junio de 2015 y la vida sin él ha sido como caminar por una cuerda floja. 

Creo que con su muerte acabó mi inocencia frente al mundo. No esa inocencia en la que crees en cuentos de hadas y que se va desmoronando de a poco, sino aquella que sólo se puede quebrar una vez, cuando experimentas el dolor real, cuando aprendes que no sólo mueren los viejos o los enfermos, también los muchachos jóvenes en accidentes absurdos, esos muchachos jóvenes que ya habían sido un milagro. 

Mi familia y mis amigos cercanos dicen que maduré de golpe en dos episodios: el primero fue cuando B murió. Yo no creo que en realidad creciera de golpe, creo que, siendo honesta, me resistí bastante hasta que no pude más. 

Más de esta Desvelada: Los lugares fantasma

***

Uno de esos días en primaria, en el que seguía enojada con él por el sacapuntas perdido o alguna otra cosa y, en berrinche, me había sentado en otra fila con mis amigas, mandó a Ernesto con un mensaje:

“Dice B que si quieres ser su novia”. 

“Cuando seamos grandes”, respondí.

Nuestras mamás habían decidido, desde el momento en que nacimos, que “nos iban a casar”. Así lo decían a cualquiera que estuviera dispuesto a oírlas: “los vamos a casar”. 

Ilustración de @annicelric

Yo no creo que jamás hubiéramos considerado de verdad esa opción, pero no había ningún mundo hipotético en el que uno de los dos no tendría todas esas cosas que debes tener: una familia, una boda, hijos, bautizos. Imagino a nuestras mamás, descubriendo que sus bebés nacerían con cuatro meses de distancia, y después que serían niño y niña, y después viéndonos jugar, poniendo en marcha el plan, descubriendo que él bailaba conmigo sin chistar y yo jugaba con luchadores sólo con él. 

“Cuando seamos grandes”. 

“En aquel día de la boda, el 26 de julio de 2003, no veíamos razón alguna para pensar que no iban a recibir aquellas bendiciones tan comunes y corrientes. Fíjense: Seguíamos pensando que la felicidad y la salud y el amor y la suerte y los hijos hermosos son «bendiciones comunes y corrientes»”, escribió Joan Didion.

¿Por qué yo sigo en esa carrera de las bendiciones comunes y corrientes y él no? 

“Una alegría, él era una alegría y hubiese tenido un futuro tranquilo y dulce”, escribió Mariana Enríquez y yo pensé inmediatamente en él.

***

21 de junio de 2021

Faltan dos días para tu aniversario y soñé contigo.

No recuerdo bien cómo empezó todo, sólo sé que estábamos de visita en la secundaria, pero ya mayores, es decir, de esta edad, y tenía que bajar algunas cosas del salón de mi mamá, que estaba en el segundo piso. Mientras intentaba hacerlo, alguien (después sabría que tú) me ayudaba subiendo unas bolsas y maletas pesadas para guardarlas ahí. Creo que estaba lloviendo. Sé que había una alarma que sonaría en cualquier momento y tendría que ponerme a salvo, por eso necesitaba terminar pronto. Me asomaba por la puerta y te veía y todo tenía sentido. 

Nos íbamos con otros amigos a la cancha de fútbol, a esperar eso que no sé qué era pero sabía, en el sueño, que era una especie de apocalipsis. Tú te sentabas y yo me abrazaba a ti, y de alguna forma mi cabeza quedaba en tu pecho. Ahí recordaba, como en un flashback,  que los dos habíamos estado en un accidente que nos había destrozado el torso —una metáfora irónicay habían tenido que reconstruirlo, reacomodando los órganos como si fuera una caja. Recuerdo que primero me preocupó lastimarte, luego pegué mi oreja a tu pecho, agradeciendo que aún podía escuchar el latido de tu corazón. Ahí, de golpe, me di cuenta que estaba en un sueño. Pensaba por dos segundos que estás muerto, pero notabas que la realidad me estaba jalando y no dejabas que me separara de ti, y tus manos en mi cabello me regresaban al espacio onírico. 

Casi no veía tu cara pero sabía que eras tú y me sentía en paz.

Desperté y me extrañó un poco que otra vez en un sueño estuvieras abrazándome, cuando es una de las cosas que más necesito.

Tampoco quiero olvidar este sueño. 

***

Una tarde le pedí a mi mamá que me contara cómo veía ella nuestra amistad y qué pensaba al tener una niña que era muy introvertida pero encajaba perfecto con él, que era todo lo contrario: “Tú nunca fuiste tímida con B, y a él lo veía como si te quisiera proteger”, me dijo, “cuando subían por las escaleras él iba adelante enseñándote todo y platicando no sé cuántas cosas”.

Pensé que podía escribir sin llorar y que este sería, al fin, un texto alegre y luminoso como él. Pero a mitad del ensayo, escribiendo en la carretera, pensando en su casa, algo se fracturó otra vez.

Si tu casa aún existiera, si pudiera ir a medianoche y pararme a mitad de tu patio, a oscuras, ¿podría vernos ahí dentro? Dos niños de cinco años, jugando en la sala con luchadores. La piel de ambos muy blanca en contraste con el cabello oscuro, las piernas largas para nuestra edad, la piel con lunares, como si fuéramos hermanos. Si alguien nos hubiera visto por esa ventana, en esas tardes eternas en las que el sol nos golpeaba el cuerpo y el olor de tu casa se impregnaba en mí, ¿hubieran adivinado lo que pasaría? ¿Hubieran leído en tu rostro que sólo cumplirías 24 años? ¿En el mío que estaba destinada a crecer sin ti? 

Ya no quiero recordar. Quiero verte. Tocarte. Que digas algo para hacerme reír. Que me llames de esa forma específica y me digas que todo fue una mentira, un paréntesis, que nada se rompió. Que ya cumpliste 33 y de nuevo eres cuatro meses y 7 días mayor que yo. 

Que sobrevivieras al primer accidente fue un milagro. Lo sabían tus doctores, lo sabía mi mamá, lo sabíamos todos. Que abrieras tus ojos al escuchar mi voz era un milagro. Tu sonrisa era un milagro. Que hablaras, que caminaras, que soltaras carcajadas era un milagro.

Antes del impacto, o la noche anterior, ¿soñaste de nuevo a tu mamá?

En el momento de ese accidente absurdo, ¿qué estaba haciendo yo? Esa idea me obsesionó durante muchos años. ¿Había despertado ya? ¿Hubo algo, un cambio en la luz, un movimiento en el aire que no percibí, ensimismada como siempre?

El día de tu muerte ni siquiera pude rezar por un milagro. Sólo lo supe y ya. 

***

12 de septiembre de 2021

A veces todavía siento que todo el tiempo estoy tratando de conjurarte.

Luego entiendo que en realidad siempre estás conmigo.

***

Un año y medio antes de la muerte de B, ese hombre que también soñé durante meses y que me abandonó en la vida real, me preguntó si era cariñosa con mis papás, cuando él aún era sólo un compañero de trabajo y no una de las piezas clave en la maquinaria que me destrozaría el corazón. Le dije que no porque, por la escuela y el trabajo, los veía muy poco, le expliqué que en realidad estaba acostumbrada porque desde niña a veces me quedaba con mis tías abuelas, y estoy segura que incluso le conté como mis barreras automáticamente se elevaban cuando era hora de despedirnos. “No esperaba esa respuesta”, me dijo. 

Horas más tarde le pregunté qué había querido decir con eso: “no esperaba que frenaras tus emociones para que te duela poquito menos el estar separada de ellos”, respondió. 

Ya no hago eso. Lo intento, al menos. No me entumezco para frenar el dolor, ni lo cargo en mi pecho como una insignia de guerra. 

Hace poco, en una de mis primeras citas con mi nuevo psiquiatra, me dio una metáfora que me sirvió mucho: “piensa que somos como quesos”, me dijo, “estamos llenos de hoyos, de vacíos. Eso nos duele. Pero lo que importa no es ese vacío, sino lo que construyes alrededor para que se vuelva mejor”. 

Un día que le marqué en un ataque de pánico, M me contó que, cuando estabas con ella, comprabas muchas revistas para platicar conmigo, “porque es muy culta”, le decías. El corte que no sorteamos después de la muerte de tu mamá fue mi culpa, fui yo quién no supo ser una buena amiga en una época en la que no existían las redes sociales. Egocéntrica como siempre, pensé que nuestra amistad no requería esfuerzo. Y, separados en dos ciudades, bloqueé las emociones, como las bloqueé parada frente a tu cama en terapia intensiva, como las bloqueé en tu habitación del hospital hasta que dijiste mi nombre y tu papá me animó a pararme a tu lado. 

Dice Rosa Montero que siempre cargamos a nuestros muertos en la espalda. No sé si sea cierto, pero espero que veas que ya no soy esa adolescente ensimismada, acostumbrada a salirme siempre con la mía, esa jovencita un tanto perdida, asustada por algo tan simple como sentir mucho. Que estoy finalmente presente en la vida real y no en los sueños que construía para protegerme. Presente en el mundo, en las amistades, en las cosas que potencialmente me destrozarán el corazón. Yo era la niña que jugaba con carritos y luchadores en la sala de tu casa, que te escuchaba atenta mientras subíamos las escaleras y cuando bailábamos, para que no me pusiera nerviosa. Hubiera hablado de cualquier cosa contigo. Y sé que, por mi culpa, nunca lo supiste. No quiero que esa forma tan filosa del arrepentimiento me persiga con alguien más como lo hace contigo. Así que trato. Y cuando me descubro huyendo o escondiéndome porque algo potencialmente me puede lastimar, y en el proceso lastimo a los demás, intento detenerme. Alrededor de ese vacío con tu nombre que me destrozó el corazón está una muralla que sigo derribando para que pueda colarse la luz. Ante la posibilidad de cualquier pérdida, ahí donde antes reprimía mis emociones para que no doliera, ahora me dejo ir, como debí hacerlo siempre, como debí hacerlo contigo, como lo hacías tú conmigo. Ahora sé que tenía que salir de esa burbuja de inocencia en la que lastimaba a gente a diestra y siniestra, mudándome de país sin despedirme, creyendo que todo seguiría intacto a mi regreso. Egocéntrica, ensimismada, profundamente perdida. Y supongo que es a esto a lo que se refieren cuando me dicen que crecí de golpe cuando te perdí. Crecer, para mí, fue salir de la ensoñación.

And when I was shipwrecked

I thought of you

In the cracks of light

I dreamed of you 

It was real enough 

To get me through

But I swear

You were there

Taylor Swift 

When I’m standing in the dark I’ll still believe 

Someone’s watching over me

Hilary Duff

13 de septiembre de 2021, 2:26 a.m.

No sé si ya escribí esto antes, pero es curioso como mis sueños pasaron de: yo intentando rescatarte o ayudarte y fracasando, a tú abrazándome y calmándome.

Ven pronto.

24 de abril de 2023

Soñé que Ernesto me marcaba súper sacado de onda: me decía, aunque la llamada se cortaba mucho, que en su recorrido al gimnasio no podía llegar a una calle que tenía un nombre raro. Yo nunca he sabido en qué calle fue el accidente, pero en el sueño sabía que había ocurrido en esa que mencionaba, y Ernesto estaba muy asustado por algún motivo. 

Seguía tratando de explicarme lo que pasaba pero no podía escucharlo bien, él se desesperaba y me decía: “ok, mejor me voy al Sahuatoba porque sólo le está contestando a tres personas”. Le preguntaba a qué se refería, y me llegaba la imagen de un chavo idéntico a B, sólo más pálido y que trabajaba en el parque, tenía los mismos gestos, se veía más chiquito, la nariz la tenía distinta pero había algo que era igual a B. Ernesto me volvía a decir “está en el Sahuatoba”, yo le respondía que tuviera cuidado y que estaba al pendiente del teléfono, y ahí desperté, y siento que llevo no sé cuánto tiempo pidiéndole una señal a B y ésta fue. 

***

El año pasado, por el fallecimiento de MoonBin, el idol coreano miembro de Astro, llegué al mundo del kpop. Pasé semanas viendo sus videos y hablando con Nikthya y Marisol sobre cómo notaba que me estaba afectando demasiado y cómo sospechaba que era porque murió muy cerca del cumpleaños de B. El sentimiento eventualmente pasó pero yo ya estaba inmersa en ese universo. Me negué a escuchar a Shinee un buen rato porque sabía que también perdieron a uno de sus miembros, Jonghyun, y no sabía cómo manejarlo —así es el duelo también: te paraliza ante situaciones que, sé muy bien, desde afuera parecen absurdas—, pero un día ocurrió. En diciembre, en el aniversario de su muerte, encontré en instagram una ilustración basada en el post de Key, otro de los integrantes del grupo:

“Nosotros, que hemos pasado la edad de nuestro hermano mayor, nos hemos convertido en niños con un corazón más fuerte, y somos más honestos respecto a nuestros sentimientos. Gracias”. 

Yo también me he descubierto así. Atravesando los sueños, escribiéndote constantemente, buscándote en destellos de luz, hablando contigo todo el tiempo y aunque a veces llore todavía, aunque las fracturas sigan siendo fracturas, sé que tengo un corazón más fuerte que también es un corazón más abierto. 

Nunca pensé que diría eso.

Y hay algo más que nunca pensé decir porque creía que el olvido, como el dolor, era inevitable: no encuentro nuestras fotos, no recuerdo la última vez que te vi, no tengo audios con tu voz en WhatsApp y los videos caseros en los que seguramente apareces también desaparecieron, pero no olvido tu sonrisa ni el sonido de tus carcajadas ni tus orejas raras y eso me parece milagroso. Siempre será milagroso. 

B nació el 23 de abril de 1991 y murió el 23 de junio de 2015. Yo nací cuatro meses después y sigo aquí.

B tenía orejas de duende y dos pies izquierdos y me enseñó a escribir no para gustar sino para mantener vivo algo, a él, a mí.

B era bromista y alegre, y en los años del duelo ha sido luz, una imagen en Google y el fantasma travieso de mis casas.

B me enseñó lo que significan los milagros.

B es el primer amigo que tuve en la vida. 

Written by Sac-Nicté Guevara Calderón

Maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid y Maestra en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Fue becaria del programa Prensa y Democracia (PRENDE) de la Universidad Iberoamericana y parte del MashUp de periodismo “Balas y Baladas” de 2016, finalista del Premio Internacional de Crónica “Nuevas Plumas” 2017 y, desde 2019, forma parte de la #RedLATAM de Jóvenes Periodistas y de la Redacción Líquida de Distintas Latitudes. Como académica, ha presentado su trabajo en el Observatorio Cervantes de la Universidad de Harvard, y en diversos congresos nacionales e internacionales. Sus áreas de especialidad en este ámbito son la crónica virreinal novohispana y la crónica latinoamericana del siglo XIX. Como criatura híbrida, adora explorar los puntos de unión entre géneros y temas, por imposibles que parezcan. Escribe sobre cultura -desde todas sus concepciones, aunque le obsesiona la pintura- y sobre moda. Desvela enigmas literarios y periodísticos.

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