¿Qué es el duelo sino amor que persevera?
Visión
¿De esto se vuelve loca una, verdad, de no recordar?
Cristina Rivera Garza
Recuerdo estar sentada en mi cama de la residencia. Entre la niebla, esa sensación de mi cuerpo como ancla es lo único que tengo claro.
No sé si había salido de bañarme o acababa de regresar de comer. Muchos años pensé que en realidad recién había desayunado, pero después me di cuenta que no era posible porque a esa hora, mientras yo me servía jugo de naranja y abría el botecito de mermelada, a esa hora en la que yo seguramente estaba en Twitter, despreocupada, a esa hora en la que escuchaba el sonido de un noticiero madrileño salir de la televisión del comedor, a esa hora, por la diferencia de horario entre Madrid y Durango, B moría en un accidente de tráfico.
Así que lo más lógico es que yo acababa de comer aunque por algún motivo me recuerdo con el cabello mojado. Tal vez no comí y ese fue el primero de los muchos escenarios que me inventaría para llenar los resquicios que se abrieron sin darme cuenta en mi memoria.
Recuerdo mi cuerpo sobre la cama, recuerdo decirle a mi exnovio que no creía que fuera él y no quería preocupar a mi mamá, recuerdo el momento en que vi la foto definitiva en Facebook, recuerdo escribirle a dos de mis mejores amigas.
Seis años pensé que sólo le había escrito a mi mamá por WhatsApp, y en diciembre descubrí que le marqué, llorando.
No recuerdo llorar. No ese día. No en el mes que siguió.
Pero lloré, seguramente, porque hay gente que me recuerda llorando.
Recuerdo a mi roomie entrar a la habitación y de ahí un blackout que duró hasta las cuatro de la mañana, luego una semana, luego más de un mes.
Eso fue el 23 de junio de 2015.
A finales de agosto de ese año, a días de cumplir 24, supe que no sólo tenía ansiedad y depresión, sino también un ente extraño llamado estrés postraumático, que yo creía que sólo llegaba a ti cuando te pasaba algo.
No me daba cuenta que sí me había pasado algo.
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El trastorno de estrés postraumático (TEPT) es “una afección de salud mental que algunas personas desarrollan tras experimentar o ver algún evento traumático. Este episodio puede poner en peligro la vida, como la guerra, un desastre natural, un accidente automovilístico o una agresión sexual. Pero a veces el evento no es necesariamente peligroso. Por ejemplo, la muerte repentina e inesperada de un ser querido también puede causar TEPT”. César Carvajal, en su artículo “Trastorno por estrés postraumático: aspectos clínicos”, destaca que es importante mantener el foco en los componentes del nombre, el estrés como “concepto científico que alude a una respuesta inespecífica del organismo ante una demanda”, y el trauma: “El vocablo trauma proviene del griego y significa herida. En el TEPT lo central es el trauma psíquico; es decir, el impacto emocional de un determinado suceso capaz de provocar una serie de manifestaciones físicas y psicológicas. El acontecimiento traumático ha sido definido por la Asociación Psiquiátrica Americana como aquella situación psicológicamente estresante que sobrepasa el repertorio de las experiencias habituales de la vida”.
El Centro Psicológico Cepsim también apunta que “cuando hablamos de traumas de cualquier tipo, los psicólogos encendemos en nuestro cerebro la alerta del Estrés Postraumático que pueda estar sufriendo el doliente: re experimentación de lo ocurrido, pesadillas, evitación de los estímulos que recuerden al suceso, estados disociativos, ataques de ansiedad, insomnio, hipervigilancia… Cuando hay este tipo de sintomatología, el duelo se complica y puede estancarse en alguna de sus fases”.
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No fue sólo la muerte de B.
Por esa personalidad ansiosa que he tenido desde siempre, desde antes de ser diagnosticada, necesitaba tenerlo todo bajo control y al vivir en Madrid mis planes poco a poco se transformaban sin que yo pudiera hacer algo al respecto. Por la misma personalidad ansiosa, había empezado a tener ataques de pánico, que yo creía que eran ataques de asma, a las dos semanas de iniciar las clases en la Complutense. Recuerdo estar sentada en el salón, escuchando a mi profesora favorita, y de pronto sentir que las paredes me caían encima, que hacía demasiado calor aunque afuera no toleraba el frío, que no podía respirar, que estaba a punto de desmayarme. En el breve descanso que nos daban, corría al baño con mi inhalador para tratar de agarrar aire. Después mi psiquiatra me diría que esa medicina que usaba contra el “asma” en realidad me provocaba taquicardia, lo que empeoraba el ataque de pánico.
No fue sólo la muerte de B. Estaba en una relación que yo percibía como profundamente comprometida, con un hombre que había sido mi mayor apoyo, que se había convertido en otro apenas puse un pie en Madrid, y que a la menor provocación dejaba de hablarme por semanas, dejándome descolocada, sin saber qué había hecho mal, desesperada por arreglar lo que fuera que estaba rompiéndose. El día de la muerte de B su respuesta fue un “ups” por WhatsApp. Esas tres letras también las recuerdo iluminadas entre la niebla, en un bucle de incredulidad. Una semana después la relación terminó por videollamada y yo, que había cometido el error de volverlo mi soporte principal, me fui directa al abismo que se abrió cuando supe que B murió. Así que no fue sólo la muerte de B, pero sí fue la combinación de duelos en los que esa pérdida reinaba ante todo.
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Mi psicóloga siempre chulea a mis amigos. Constantemente me dice que una de las cosas que no le preocupan es que no necesito conseguir una red de apoyo, porque ya la tengo.
No recuerdo qué les contaba, seguramente era la misma historia una y otra vez, seguramente lloraba todo el tiempo aunque tampoco lo recuerdo, pero en ese mes brumoso, en el que había perdido a B y al que creía el amor de mi vida, en el que mis amigos españoles habían regresado a sus ciudades y yo no quise contarles nada para no preocuparlos, en ese mes en el que me movieron de un cuarto compartido en la residencia a otro en el que estaba sola, en el que los ataques de pánico se habían convertido en uno, permanente, que a veces me provocaba miedo de estar sola y otros de estar acompañada, en ese mes en el que comía una ensalada por semana, sé que todo el día recibía mensajes del Drama Team, esos amigos que conocí en la universidad y que se volvieron mi familia. Y lo sé porque recuerdo que en algún punto empecé a tenerle miedo a dormir, así que siempre había alguien del otro lado del teléfono, narrándome la película que estaba viendo o los eventos de la fiesta en el antro, hasta que mis horarios se alteraron para dormir en horario México, igual que ellos.
En la cuarta temporada de Stranger Things hay un capítulo que ha sido alabado con todos los motivos del mundo (alerta de spoiler): durante los primeros episodios de la serie, Max, una de las protagonistas, se muestra distinta a las temporadas anteriores: su ropa, que solía ser colorida, ahora es de colores neutros, está alejada de sus amigos, y así, a solas, apenas hablando lo necesario con una consejera escolar, lidia con el duelo por la muerte de Billy, su hermano. Al duelo de Max lo acompaña la culpa y, como Vecna (el monstruo de la temporada) revelará después, ideas suicidas. Cuando Vecna está a punto de derrotarla, sus amigos descubren una posible solución: ponerle su música favorita. Cuando Running Up That Hill de Kate Bush empieza a sonar, ella recuerda momentos felices que pasó en su compañía, se libera de Vecna y corre hacia ellos, hacia la conciencia, hacia la vida.
La periodista y académica de moda Vanessa Rosales tuiteó al respecto: “Qué hermoso capítulo el número cuatro de #StrangerThings. Bella metáfora, la chica que al oír su música favorita, reviviendo, estando ante el amor de los amigos. La salva su mente. La salva su fe. La salva su red afectiva. Vence. El sonido es Kate Bush. La maravilla”.
Y tuiteó también: “#StrangerThings también para recordarnos ese amor, como ningún otro, que salva, eleva, vivifica, que nos rescata y nos anima, ese amor que viene de los amigos y las amigas. La amistad, salvadora, dadora de vida”.
Eso era -es- el Drama Team: una canción que sonaba entre el terror del duelo, en la desesperación de los ataques de pánico. Un ancla al mundo real.
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Otra serie que trata el duelo y el estrés postraumático, tal vez con mayor claridad, es WandaVision. La historia transcurre en Westview (alerta de spoiler), un suburbio creado por Wanda, sin entender del todo cómo, en un momento de inmenso dolor. Westview representa el hogar perfecto, sin que Wanda se de cuenta que todos a su alrededor, atrapados en el Hex (una suerte de burbuja mágica) están forzados a sentir el mismo dolor que ella, pues como escribe Eric T. Styles, “su intento de escapar del trauma está traumatizando a los demás”.
Lo he dicho antes: si yo pudiera hacer lo mismo que Wanda, lo haría.
Lo que más rondaba mi cabeza era la culpa. Culpa por no estar en Durango. Culpa por no estar en el funeral. Culpa por no estar para él. Culpa por no estar con mi mamá, que lo veía como otro hijo. Culpa por estar viva.
Culpa.
Culpa.
Culpa.
Así que si en ese momento de dolor tan profundo que es capaz de bloquear recuerdos, borrar tu memoria, de impedirte comer y sentir algo más que miedo, si en ese momento hubiera tenido la oportunidad, hubiera hecho lo que sea para escapar de eso.
En “Wanda Maximoff, trauma y el poder de la disociación”, Maya Golden Bethany escribe: “Wanda ha experimentado ‘muchos traumas’ -perdió a su hermano, perdió a sus padres, perdió su libertad, perdió al amor de su vida más de una vez, perdió a sus hijos- a lo largo de su joven vida. Creo que ella, como muchos otros, desarrolló […] una técnica de supervivencia […] Para perseverar a través de los acontecimientos traumáticos -para vivir algo más que el dolor y la impotencia- comprimimos el trauma y nos desconectamos del mundo real”.
Yo necesitaba sobrevivir.
Pensaba en suicidarme porque no soportaba no recordar, el dolor que no podía aliviar con una pastilla, el fallar una y otra vez y el miedo tanto de dormir como de estar despierta como de salir como de estar encerrada.
Pero no podía hacer que mis papás pasaran por la muerte de una hija después de lo de B, y no podía provocarles a mis amigos el mismo dolor que yo estaba experimentando.
Así que tenía que sobrevivir.
Y para sobrevivir me encerré en los mensajes de WhatsApp que me contaban una vida que había perdido pero que podía sentir mía, me encerré en la idea de que B no estaba muerto, sólo estaba en México y yo en España, y no verlo, no hablar con él, era temporal.
Esas formas de supervivencia a veces se manifiestan como disociación, una “desconexión entre la mente de una persona y la realidad del momento presente”. Los tipos más frecuentes en los que se presenta este fenómeno son: desrealización, despersonalización, amnesia disociativa, fuga disociativa y alteración en la identidad. Citando a Crystal Frazier, Maya Golden Bethany menciona que “esencialmente, los episodios disociativos se utilizan para detener o bloquear los recuerdos de un evento traumático demasiado doloroso”. En el caso de Wanda, la creación de un mundo perfecto para escapar de la realidad era la disociación manifestándose. En mi caso, el no reconocerme en el espejo, el sentir que todos vivían en el mundo real y yo estaba atrapada en una dimensión paralela y, por supuesto, el no recordar, eran señales de distintos tipos de disociación.
Pero en algún momento, después de pasar más de 24 horas sin dormir, de fingir con mis papás que todo estaba bien cuando los recogí en el aeropuerto de Barajas y caminar bajo el calor de Madrid, terminé por quebrarme y le marqué a las 6:00 a.m a mi mamá, que dormía en un hostal a media cuadra de mi residencia. Tan solo ese acto me permitió dormir y tres horas después me avisaron que mi hermana me tenía una cama extra en su habitación.
Ahí entendí que las selfies nunca me iban a reflejar si seguía escondiendo el dolor. Que un gesto en las fotografías siempre iba a mostrarme la verdad y que mis amigos sólo podían rescatarme hasta cierto punto.
Ahí entendí que el trauma y el dolor no son terrenos baldíos que puedes evitar cruzando la acera. Ahí entendí que el trauma y el dolor sólo pueden atravesarse.
“Tan poderosa como es Wanda”, escribe Eric T. Styles, “su imaginación sigue atrofiada. Aún debe trabajar en la verdadera esperanza, la que requiere que imagine un mundo floreciente más allá de su perfecta imaginación, un mundo después del trauma, no desprovisto de él. La única manera de avanzar es enfrentarse a la muerte”.
En “WandaVision reescribe los mitos de sobrevivir al trauma”, Roslyn Talusan apunta que, como programa de televisión, la serie “ofrece a Wanda la oportunidad de atravesar toda la realidad de su trauma, transmutando en última instancia su pérdida para favorecer su crecimiento personal y su sentido de sí misma”, y que “Wanda Maximoff ha sido retratada como una persona profundamente cariñosa que se esfuerza por hacer lo correcto, impulsada por su fuerte deseo de amar y ser amada, incluso después de un incesante desamor y dolor. Los acontecimientos de WandaVision confirman que siempre ha sido poderosa y fuerte por sí misma, pero que, como cualquier ser humano, necesita que la sostengan y apoyen en momentos de vulnerabilidad”.
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Sé que la experiencia es distinta para todos. Esta es la mía. Una parte de mi historia.
No sé si algún día recordaré a profundidad esos días de niebla. No sé si algún día recordaré la última vez que vi a B, lo veo siempre en mis sueños, de cualquier manera. No sé si algún día lograré dejar del todo el dolor y lograr que el estrés postraumático no se active con cada muerte que toca mi vida, como pasó con la de mis tías durante la primera parte de la pandemia y la de mi perrito, Goldie, en septiembre pasado. Pero sé que ya no soy esa chavita de 23, tomándose selfies a las cuatro de la mañana, para no pensar en el miedo y para ver si en la foto se reconoce, porque el espejo le devuelve una imagen distorsionada. Sé que, aunque yo no me alegro del todo, estoy de acuerdo con Rosa Montero cuando escribe, en La ridícula idea de no volver a verte: “esas crisis angustiosas me agrandaron el conocimiento del mundo. Hoy me alegro de haberlas tenido: así supe lo que era el dolor psíquico, que es devastador por lo inefable”. Y escribo esto porque, como dice Abril Castillo en Tarantela: “Nombrar las cosas es volverlas tangibles. Los dolores mentales duelen más porque son intocables. Invisibles. Inefables. Pero existen. Como los fantasmas”. Y yo estoy cansada ya de muchos de mis fantasmas.
Sé que ese mes que no recuerdo y las memorias que se perdieron, que el dolor que a veces todavía siento y los ataques de pánico que a veces me hacen vomitar no me destrozaron y me convirtieron en una versión que trata de ser más empática, más valiente.
Hace un año, el 23 de junio, sentadas en la cocina de mi casa, le dije a mi cuñada: “hoy es el aniversario de mi biggest mental breakdown”.
Ella me miró con sus ojos cálidos y hermosos y respondió: “felicidades por sobrevivir”.