18
Mi verano lejos de casa no empezó de la mejor forma. Vuelos retrasados, asientos que no se podían reclinar porque estaban justo en la puerta de emergencia, la pérdida del equipaje de varios compañeros, ser la única que podía establecer conversaciones fluidas y por lo tanto la responsable de hablar por todos. La cereza del pastel fue tener que ir directamente del aeropuerto a la escuela.
Los otros duranguenses se quedaron más atrás en la fila de registro, por lo que cuando obtuve mi kit de estudiante del EF International Campus Toronto, tuve que enfrentar la cafetería sola. Me sentía en alguna de esas películas adolescentes donde los protagonistas no saben donde sentarse. Había mesas que ya estaban llenas, otras con personas que se veían amigables y algunas más vacías. Decidí mantenerme bajo el radar y sentarme sola.
Saqué mi teléfono para buscar una red wifi abierta y al menos avisar a mi familia que estaba bien, cuando sentí que alguien se acercaba. Era un muchacho. Cabello rubio, ojos verdes, facciones evidentemente europeas y medía al menos 30 centímetros más que yo, aunque sus lentes y la sonrisa tímida que me dirigió cuando me preguntó si podía sentarse conmigo le hicieron ver menos intimidante.
El rubio se presentó: se llamaba Lukás, tenía 17 años y venía de Eslovaquia. Se sorprendió de que yo tuviera 18, por mi cara de bebé, y a pesar de que hablaba eslovaco, señaló que mi nombre era peculiar, aunque mi país no recibió una reacción tan buena.
—So you speak Spanish—, declaró decepcionado.
—Yeah—respondí—, is that bad?
Resulta que todos sus compañeros de casa eran hispanos, con excepción de un ruso. Lukás estaba cansado de sentirse fuera de lugar cuando todos hablaban en español. Recuerdo haberme preguntado de qué nacionalidad debí parecer para que se sentara conmigo creyendo que era otra cosa que latina.
Le prometí hablarle en inglés, pero cuando se nos unió una de sus compañeras de casa y mis compañeros duranguenses, ambos nos vimos a los ojos derrotados.
No pasó mucho para que nos separaran por grupos para ir a orientación. Esa fue la última vez que nos sentamos juntos en la cafetería.
Era parte del encanto de la escuela. Siempre había alguien nuevo que conocer, algo nuevo qué hacer o festejar.
El 1 de julio del 2015, la escuela estuvo cerrada, era el Día de Canadá. Habían pasado solo tres días desde que aterricé ahí, por lo que no conocía a nadie para hacer planes. Mi mejor amiga, Karina, llegaba justo ese día, pero con otra host family y yo no estaba segura a qué hora.
Mi compañera de cuarto, Alicia, me invitó a unirme a su grupo. Eran al menos quince los españoles que habían llegado juntos y se conocían. Acepté.
Se necesitaron dos autobuses y una línea de metro, todos llenos de gente vestida de blanco y rojo o con hojas de maple pintadas en la cara, para que llegáramos a Woodbine Beach. Me mantuve junto a una colombiana que también había ido con su roomie española y le gustaba el k-pop. En ese entonces yo no sabía nada de Corea, pero también era una fangirl dedicada y podía entender eso. Nos sentamos juntas en la arena y jugamos con todo el grupo.
Cuando anocheció, el cielo se iluminó con fuegos artificiales. Todos aplaudimos y gritamos “Canadá” decenas de veces.
Fue un poco irreal. La playa, los fuegos artificiales, lo alegre y segura que me sentía a miles de kilómetros de mi hogar.
Cuando un montón de personas pusieron música a todo volumen y comenzaron a marchar, nos levantamos y nos unimos a ellos. Bitch Better Have My Money, de Rihanna, parecía un himno que todos nos sabíamos y gritabamos por las calles, delirantes. Aunque éramos más de un centenar de completos extraños con distintos orígenes, estilos y edades, nos gritamos las letras de las canciones como si fuéramos viejos amigos. Las personas que estaban celebrando afuera de sus casas cantaban con nosotros mientras pasábamos por ahí.
Era una celebración, una aventura.
Todo ahí era una aventura.
Me gustaba despertar cada mañana sin saber qué iba a suceder o dónde o con quién iba a estar por la tarde. Casi siempre mis aventuras incluían a Karina, quien logró volverme adicta al café y a las compras, al menos por ese verano.
Fuimos al cine con unos árabes y unos mexicanos, un italiano nos cocinó spaguetti a la boloñesa en los dormitorios de EF, un árabe nos metió al edificio de una prestigiosa universidad desde el que se veía toda la ciudad. Visitamos Casa Loma, donde grabaron esa escena que Michael Cera derrota a Chris Evans en Scott Pilgrim vs The World. Recorrimos centros comerciales solas, deambulamos con Iacopo, el italiano más italiano que conocí, guiamos a todo un grupo a la playa equivocada, morimos de hambre en una lavandería y más, muchas cosas más.
Pero también tuve aventuras sin ella. Perdida con Alicia en un autobús con un conductor que bien pudo habernos secuestrado porque su ruta ya había terminado pero que nos llevó en el autobús vacío hasta nuestra casa. Caminé sola en bikini por Canada’s Wonderland porque Beto y otra Karina se habían llevado mi mochila. Decidí no ir de antro para hacer noches de películas con mi host sister, Kika. A veces cuando no había planes concretos por la tarde, iba a High Park sola, a leer. A veces intencionalmente perdía mi parada en el metro solo para ver todos los paisajes que atravesaba. Y también estuvo aquella noche en la estación del metro, aunque supongo que eso sí empezó con Karina.
Fue el día que la escuela organizó una excursión a las Cataratas de Niágara. Todo fue increíble, Niágara-on-the-lake, luego las verdaderas cataratas (es completamente real que el lado de Canadá es mejor que el de Estados Unidos) y después todo un mall de outlets.
Para cuando volvimos a la ciudad ya había anochecido, aunque mis amigos y yo no queríamos terminar ahí el día. Y no éramos los únicos, pues se nos unió un pequeño grupo y entre ellos estaba Lukás.
Deambulamos por la ciudad y llegamos a un concierto de los que se ofrecían en Nathan Phillips Square por los Juegos Panamericanos de los que Toronto era sede ese año. Pero para la media noche supimos que era hora de volver a casa.
Nos separamos de acuerdo a la dirección en que íbamos y resultó que Lukás y yo teníamos que bajarnos en la misma estación y tomar el mismo autobús, excepto que él bajaba un par de paradas antes.
Terminamos pasando juntos toda la noche. Apretados contra el otro en las saturadas líneas del metro, sentados en el piso de los andenes esperando a trenes retrasados, corriendo para alcanzar el penúltimo autobús, que no se detuvo. Solos en la desierta Eglinton West Station hasta las 2:50 de la madrugada que pasó el último camión y acurrucados de regreso a casa.
Creo que sigo sin procesar esa noche. Han pasado seis años y, con el paso del tiempo, solo se siente más como un fever dream.
En realidad, todo ese verano se siente como un sueño. Aunque no todo fue bonito, aunque hubo veces en que estuve asustada, en que estuve triste y enojada o que fingía que no tenía hambre para no tener que decir que ya no me quedaba dinero para comida. Pero lo bueno siempre superaba lo malo (y siempre había muchachos que insistían en que tenía que comer algo y me regalaban frutas o rebanadas de pizza).
Cuando volví a casa era una persona nueva. Aprendí muchas cosas del mundo, muchas cosas de mí misma.
Mi piel que siempre se había sentido como una desventaja ahora era portada con orgullo, no solo por aquella vez en que Lukás tomó mi mano y dijo que las chicas de su país matarían por mi tono, sino por todas las chicas morenas que se paseaban con la cabeza en alto por la ciudad. Aprendí que también podía ser independiente, que yo era fuerte y podía resolver los problemas que se me presentaran. Pero también aprendí que el mundo estaba lleno de personas buenas, que si necesitabas ayuda tenías que pedirla y usualmente llegaba.
Aprendí a ser agradecida. Agradecida por todas las personas que conocí, por mis maestras y por la amable mujer y su hija que me trataron como si fuera de su familia durante mi estadía en su casa. Agradecida por mi familia y por la oportunidad.
Estaba orgullosa de mi nivel de inglés, de haber salido de mi país aunque fuera por un verano, de haber regresado a casa en una pieza y más viva que nunca.
Tenía 18 y aún tenía muchos retos que enfrentar, pero esas semanas en Toronto, me dieron las armas para hacerlo.
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24
Mi verano en casa no empezó de la mejor forma. Estaba aburrida de mi vida, estresada por mi trabajo y faltaban meses para que mi tormento terminara. Solo tenía que soportar un par de meses más. Mi plan era renunciar en octubre, pero se sentía como una eternidad.
El primero de julio decidí cortarme el cabello. Mi corte recto desde hacía años se convirtió en una maraña llena de capas y un desordenado fleco cubrió mi frente.
El 2 de julio un desayuno con mi mejor amiga se convirtió en una serie de eventos interesantes. Al día siguiente un inesperado y apresurado viaje sucedió. Monterrey era caluroso, enorme y diferente. A pesar de lo que estaba atravesando en esos momentos, hubo muchas risas ese fin de semana y mi alma se sentía un poco más ligera. Pero regresé a Durango y las cosas no parecían mejorar.
A pesar de que adoraba a mis compañeros de trabajo, con el paso de los días la situación en la oficina se volvía más complicada. Poco a poco sentía más y más el peso de que no estaba haciendo realmente lo que quería y que se me estaba exigiendo más de lo que estaba recibiendo. Pero sentía que tenía que aguantar, mi plan era hasta octubre y no quería fallarle a mis expectativas.
Mi psicóloga me explicó que Viktor Frankl, un neurólogo, psiquiatra y filósofo austríaco, creó la logoterapia mientras estaba preso en un campo de concentración nazi. Sin embargo, descubrió que todos solemos crearnos campos de concentración en nuestra mente de los que nos cuesta mucho salir. Nos sentimos atrapados, aunque no hay nadie deteniéndonos. Y supuse que esa era realmente mi situación, pero ¿estaba lista para salir?
Un día, mientras estaba en la oficina, Lorde lanzó Stoned At The Nail Salon. Su música me había encontrado tres años atrás, justo cuando la necesitaba. Esta vez no fue diferente.
My hot blood’s been burning for so many summers now. It’s time to cool it down, wherever that leads.
La frase se impregnó en mi cabeza. Aunque Lorde escribía de experiencias personales y se refería a calmarse luego de ser una superestrella desde los 17, tenía una forma peculiar de hacerme sentir comprendida. Necesitaba calmarme yo también. Había pasado tantos veranos segura de cómo terminaría el año, casi acelerada por el futuro, que ahora necesitaba reflexionar. No quería que diciembre llegara y me encontrara haciendo lo mismo. Pero ¿estaba lista para sumirme en la incertidumbre? Lorde tampoco sabía a dónde llevaría su decisión de alentar todo.
Stoned At The Nail Salon vino acompañado de uno de los famosos mails amarillos que los fans de Lorde recibimos al suscribirnos a su newsletter. En este, la neozelandesa escribió cómo había decidido ocultarse del mundo y “volver a casa y aburrirme”. Relató cómo disfrutó su vida común, como se metía a la tina a bañarse y a comer pastel, salía con sus amigos, cocinaba, paseaba a su perro, componía música por diversión. Pero eventualmente las dudas comenzaron a invadirla.
“Estaba segura de que estaba construyendo una vida hermosa para mí, pero no estaba segura de si esa vida iba a satisfacer a la misma persona sedienta e intrépida que podía destrozar el escenario de un festival o estar en siete países en siete días”, escribió.
Me pregunté lo mismo, me pregunté si de renunciar a mi empleo, a pesar de lo tranquila que pudiera estar, iba a estar satisfecha sin mi sueldo, sin mi trabajo, sin mi seguro médico. Sin el escudo que me brindaba decir que trabajaba cuando mis familiares preguntaban por mi vida. No estuve muy segura. Pero la frase se quedó dando vueltas en mi cabeza.
Y luego sucedió.
Una plática y una conversación de WhatsApp me llevaron al límite. Lloré con mi psicóloga, lloré con mis padres, lloré sola en mi cama. Busqué de nuevo ese verso de Lorde.
My hot blood’s been burning for so many summers now. It’s time to cool it down, wherever that leads.
Wherever that leads.
El día que Simone Biles renunció a la medalla de oro, yo renuncié a mi trabajo.
Se sintió como una señal ineludible, como algo definitivo, como si el universo estuviera tratando de decirme que ya era hora. Además era el perfecto momento dramático y después de todo soy géminis. Les di dos semanas para buscar mi reemplazo pero aclaré que igual tomaría los dos días de vacaciones que tenía programados. Aunque seguí trabajando, era como si me hubiera quitado un gran peso de encima.
Salí de mi campo de concentración y no lo hice durante un berrinche ni mientras estaba llena de ira. Sucedió tranquilamente, bajo mis términos y con plena consciencia de lo que estaba dejando atrás.
En mis días de vacaciones, estuve en una playa pequeña y alejada de las grandes ciudades y estar tan en contacto con la naturaleza se sintió increíble. Por primera vez en más de un año, pasé 90 horas sin estar un tercio de mi día pegada a una computadora. Por supuesto, no todo fue perfecto, pero lo bueno superó a lo malo. La vista de los atardeceres, el agua cálida del océano en todo mi cuerpo, ver a Ted el pug nadando por primera vez, mis pies sobre la arena, los cerros llenos de vegetación tropical y la comida deliciosa, sin duda eclipsaron lo demás.
Una de mis partes favoritas fue cuando empezó a llover.
No tuvimos más remedio que regresar a nuestro pequeño Airbnb y descansar el resto de la tarde. Estar en la playa no era una opción, por lo que me metí a bañar y al salir, como mi familia insistía en tener la refrigeración del cuarto en 16 grados, decidí quedarme tirada en la sala, sola con un libro digital.
Podía sentir el calor en mi piel, mis piernas pegándose al material del sofá, el sonido del ventilador que en realidad no enfriaba mucho, pero me encantaba. Me quedé al menos dos horas así, leyendo los últimos 20 capítulos de Los Siete Maridos de Evelyn Hugo. Derritiéndome de calor por el tiempo que yo quisiera, sin preocuparme por nada más. Deseé que todas mis tardes pudieran ser así, y me di cuenta de que pronto, nada lo impediría. Estaría libre de horarios, de cuotas de notas, de jefes y de responsabilidades.
Mi tiempo me pertenecía, solo que me había tardado en reclamarlo.
Aprendí mucho durante todo mi tiempo trabajando, especialmente durante los últimos meses. Aprendí sobre el internet, sobre algoritmos; me convertí en fan de BTS, trabajé con personas increíbles. Me conocí como empleada, lidiando solo conmigo. Me conocí como coordinadora de un equipo y sufrí y me emocioné con los altos y bajos que conlleva el tener personas a tu cargo. Aprendí lo que no se debe de hacer cuando se es jefe y lo que sí.
Aprendí a seguir en contacto con todos mis amigos, todos estamos lidiando con nuestras nuevas vidas. Aprendí a apreciar mi tiempo con mi familia y mi tiempo conmigo misma. Aprendí que todo es mi decisión.
Agradecí por todo lo que tenía y por tener la suerte de que mis padres me apoyaran.
Tal vez este verano no fue tan fantástico como el que pasé a los 18, ni estuvo lleno de aventuras. Pero fue igual de iluminador, solo que de maneras distintas. Porque no soy la misma que era a los 18 ni soy la misma que era hace 6 meses.
Tengo 24 y aún me quedan muchos retos que enfrentar, pero este verano me dio las armas para hacerlo.
Wherever that leads.