Por: Nikthya González
La piscina estaba llena de agua, pero vacía de personas. El reflejo de las luces de la fiesta era lo único que se veía en ella ahora que había pasado de azul a negra como el cielo nocturno.
Era marzo y aunque la tarde había sido calurosa, la noche no tanto.
A y yo estábamos sentados en unas viejas sillas de plástico justo al borde de esa alberca; escuchando tocar en vivo a bandas locales alternativas, a pesar de que casi no se distinguía nada de lo que cantaban.
Tampoco era como que les estuviéramos prestando atención.
Yo acababa de terminar una llamada que no debí hacer y A parecía también ensimismado en sus pensamientos. No estábamos hablando, pero el silencio nunca era incómodo con él. Su presencia me resultaba familiar y reconfortante, a pesar de que teníamos sólo cuatro meses siendo amigos.
El cabello que le caía por los hombros, escondiendo los múltiples piercings en su oreja, se movió con gracia cuando se acercó a mi oído para preguntar si lo acompañaba a la tienda por algo. Acepté de inmediato.
Dejamos atrás nuestras sillas, sabiendo que alguien más las ocuparía en segundos. A no tenía planes de regresar a ellas y yo estaba feliz de seguirle. Nunca le habían gustado mucho las fiestas, y solo había asistido a ésta porque se suponía que una chica que le gustaba también iría. Pero nunca llegó.
Avisamos a nuestras amigas que iríamos a la tienda, pero no necesitaban nada. Tomé una de las bebidas azucaradas con graduación 5 de alcohol que habíamos comprado en el Oxxo, y mientras salíamos, le pedí ayuda para abrirlo.
El muchacho que había sido el objeto de mi infatuación durante todo el año anterior, nos observó mientras salíamos. Yo fingí que no me daba cuenta. En su lugar, agradecí a A por abrir mi botellita y él me advirtió que no lo bebiera en la calle porque técnicamente es ilegal tomar en la vía pública.
Siempre tan cuidadoso.
No tomé nada hasta que salimos de la tienda y estuve segura de que no había policías cerca. A ya traía un paquete nuevo de cigarros en las manos.
Nuestras siluetas se reflejaban en el suelo por el alumbrado público que rodeaba el pequeño parque que había cerca. Su sombra alta y alargada se detuvo lentamente. La mía, mucho más cortita, tardó un poco más en hacerlo.
—¿Nos quedamos un rato?—, me preguntó señalando con la cabeza una banca. Asentí.
Me gustaba pasar tiempo con él. A era relajado y divertido. Ojalá recordara su carta astral con precisión, aunque estoy segura de que tenía Géminis y Aries entre sus tres importantes y eso explicaba cómo habíamos congeniado tan bien, siendo tan diferentes.
Hablamos durante un rato, hasta que decidió ponerse un poco más serio.
—El vato con el que estabas hablando, quería ligarse a mi ex—,declaró para mi sorpresa.
La mayor parte de la noche me la había pasado con A y con las dos amigas que nos acompañaban, pero estuve un rato hablando con un viejo conocido. Solía encontrarlo cuando asistía a esa clase de fiestas y era una especie de conexión con mi pasado.
No había considerado que también podía formar parte del pasado de A. Y aunque sí pregunté el típico “¿en serio?” había dudas mucho más importantes que resolver.
—¿Por qué cortaron?—,le pregunté, refiriéndome a su exnovia. Nunca crucé palabra con ella pero la había visto por ahí.
A no parecía especialmente feliz de hablar del tema pero tampoco lo evadió o me pidió no hablar de eso. De hecho, en la oscuridad de ese parque, A se abrió y me mostró sus sentimientos. Me contó lo sucedido con más detalle de lo que esperaba.
Fue la primera vez que lo vi vulnerable y tuve unas ganas inmensas de abrazarlo.
***
El sol del atardecer se reflejaba en las ventanas del edificio afuera del teatro donde me encontraba. Faltaba un minuto para que la función empezara cuando A apareció corriendo con el estuche de su cámara colgando del hombro y disculpándose por llegar tarde.
Su cabello negro estaba en su usual forma: suelto, largo y rebelde. Aunque su ropa sí que era diferente. Traía un pantalón de vestir y una camisa blanca de botones, lo que contrastaba demasiado con sus usuales skinny jeans y camisetas de bandas. Aún me parece tierno que se haya arreglado tanto para el teatro. Yo estaba tan acostumbrada al lugar que traía un corto vestido de día rojo y una camisa de mezclilla enorme como suéter.
—Que guapo—, le dije, luego de saludarnos con un abrazo.
—Siempre—, respondió sonriente.
Bromear con lo guapo que era se había convertido en un chiste recurrente. Ambos sabíamos que lo era y el que fuera arrogante al respecto nos daba risa, aunque esa noche él no fue el más deslumbrante.
Estábamos los dos solos en un palco del teatro y yo no podía apartar la vista del pianista ruso que era la estrella de la noche. Las fotos que había encontrado en internet para mi boletín sobre el concierto, no le hacían justicia. Daniel Kharitonov tenía 21 años, cara de escultura griega y movía los dedos a una velocidad increíble, logrando que sonidos celestiales salieran del piano.
—Quiero casarme—, declaré, probablemente unas cinco veces.
—Yo dejaría a mi novia por este vato—, bromeó A, pero podía escuchar la admiración en su voz. Respetaba mucho a los músicos tan dedicados y talentosos.
—Quédate con tu novia, él es mío—, respondí y se rió.
Sin embargo, eventualmente tuve que despegar la vista para escribir el boletín por el que estaba ahí, mientras A se alejaba para ir a tomar fotografías. Un par de sus amigos también llegaron a tomar fotos, pero no se quedó con ellos.
Inclinamos nuestros asientos hacia atrás y comenzamos a hablar de la vida. Nuestras voces no molestaban a nadie ya que todos los asistentes habían comprado boletos para los asientos de la planta baja. Los más baratos. Nosotros teníamos ese palco gracias a mi jefa, que me permitía traer acompañantes gratis y sentarnos donde quisiéramos. Pero no se me había ocurrido ir al segundo piso, hasta que A lo sugirió.
Sus amigos se fueron luego de unos minutos, se asomaron a nuestro palco para decir adiós. A y yo nos quedamos platicando en la oscuridad.
Creo que siempre recordaré esa vista. El enorme candelabro lleno de pequeños cristales que colgaba del techo, las antiguas cortinas rojas enmarcando el escenario, el rostro de A a centímetros del mío, iluminado por la luz tenue y el pianista ruso convirtiendo aquellas melodías en el soundtrack de la noche.
Hablamos de todo. De sus problemas con su novia y de los míos con mi existencia. De música y de comida. De cómo queríamos vivir y de cómo probablemente moriríamos porque parecía que a nadie le importaba el cambio climático.
Nuestros brazos se estaban tocando, estábamos prácticamente acostados en esos elegantes asientos y nuestros rostros estaban muy cerca para no tener que subir la voz. Estábamos tan cómodos el uno con el otro que el contacto físico nunca había sido algo relevante. A tenía la costumbre de invadir mi espacio personal cuando hablábamos, como si todo fuera un secreto. O se sentaba tan cerca que nuestros costados quedaban pegados. No me molestaba, y parecía que a él tampoco le incomodaba cuando me daba por poner su cabeza sobre mi regazo para jugar con su cabello. Todo era amistoso.
No sé porqué esa noche se sintió diferente.
Nos quedamos callados por algunos momentos y algo en la energía cambió súbitamente. Algo se volvió más denso en el aire. Por primera vez, la pregunta de qué se sentiría besarlo, me atacó. Nos miramos fijamente por un segundo, cuando repentinamente, el pianista terminó de tocar una pieza y todo el teatro comenzó a aplaudir. Me enderecé rápido para imitar a la multitud. Por el rabillo del ojo, pude ver que A hacía lo mismo.
Cuando el concierto terminó, caminamos hacia su auto.
Yo aún trataba de sacudirme ese repentino impulso, esa duda que comenzaba a germinar. Me gustaba ser su amiga, y hasta ese momento había pensado en él siempre como un amigo. Me gustaba nuestra dinámica, me caía bien su novia y sabía que involucrar sentimientos románticos lo iba a arruinar todo. Así que, como siempre, fingí que todo estaba bien.
Le expliqué mi interés en la ley de atracción y me escuchó con atención mientras conducía. A siempre me ponía atención, siempre respetuoso y nunca cuestionaba mi inteligencia o se sorprendía de que supiera algo. Sentía que podía contarle lo que fuera.
No recuerdo de qué más hablamos, lo que sí recuerdo es que dije algo gracioso o inteligente y él palmeó mi muslo desnudo mientras se reía.
El contacto repentino me tomó por sorpresa. No era como que nunca lo hubiera hecho, pero su mano se quedó ahí, sobre mi pierna, más tiempo del usual. El pensamiento intrusivo me atacó otra vez.
Tal vez sí quieres besarlo. Tal vez él también quiera.
De nueva cuenta traté de ignorarlo, pero parecía imposible.
A detuvo el auto en una luz roja y extendió su mano hacia mí, con su palma abierta hacia arriba. Era la señal para poner mi mano sobre la suya y darnos palmadas hasta que la luz cambiaba a verde. Era un juego inocente, pero no podía evitar lo nerviosa que me estaba poniendo. Estar en su auto, su mano en mi muslo, la música del teatro, el segundo en que nos miramos a los ojos, verlo usando una camisa de vestir. Todo se sentía distinto. Todo era demasiado.
Cuando llegué a casa, me volqué en mi diario. Y en la madrugada, después de llenar varias páginas, decidí pedir que el universo hiciera lo que fuera lo mejor para nuestra amistad. Decidí que mi vida era inconcebible sin él y que prefería tenerlo como amigo, que perderlo como cualquier otra cosa.
Al día siguiente, A me contó cómo en medio de la noche, su novia le había hablado para arreglar la pelea que habían tenido. Casi suspiré aliviada.
Las cosas continuaron como siempre luego de eso.
En ocasiones me pregunto si él también sintió la energía intensa aquella noche. Si A tuviera un diario, ¿qué habría escrito sobre esa noche? Y ¿qué habría pasado si yo le hubiera pedido algo diferente al universo?
Más de esta Desvelada: Aquellas noches
***
Faltaban pocos días para regresar a clases cuando nos reunimos en el centro. Cuando empezamos a ser amigos habíamos acordado salir a tomar fotos, pero habían pasado años desde entonces y era la primera vez que lo hacíamos, aunque el clima no estaba de nuestro lado. Justo cuando íbamos a empezar, comenzó una lluvia que no se detuvo por un buen rato.
Caminamos cubriéndonos la cabeza con nuestras respectivas mochilas hacia un lugar seguro, y cuando el agua dejó de caer con mucha fuerza, buscamos algo que hacer mientras considerábamos si seguir con el plan o dejar las fotos para otro día.
Algún snack sonaba como buena opción, por lo que nos quedamos en un puesto cubierto con una gran capa de hule. El hombre estaba vendiendo bolsas de palomitas con mantequilla derretida.
El cielo estaba gris y aún chispeaba, por lo que podía sentir mi cabello más esponjado que de costumbre mientras engullía mis palomitas. Estaba emocionada por tomar fotos y ahora el clima lo había arruinado todo.
Sin embargo, mientras la bolsa de papel kraft, embarrada de mantequilla, se vaciaba, el cielo también comenzó a despejarse. Animados y con algo en el estómago, emprendimos la aventura.
Deambulamos por calles desiertas, esquivando charcos y acompañados por el olor a tierra mojada mientras nos tomábamos fotos en los lugares que se veían estéticos. Nos reímos porque no sabíamos cómo posar y por nuestros cambios de outfit. Caminamos tanto que llegamos al parque.
Me senté en la banqueta, para acomodar mis botas cuando A me detuvo para que no me moviera.
—Espera, quédate ahí—, me indicó apuntando la cámara en mi dirección.
Es la foto que siento que más me refleja como la que era en ese entonces y la que realmente siempre fui. Los hombros caídos, la piel llena de marcas de acné, el cabello aplastado y la comisura del labio ligeramente hacia arriba. Nunca sabiendo si debería sonreír o no.
A fue el único hombre al que alguna vez le tomé una sesión de fotos y es chistoso que nunca las vi, porque las tomé con su cámara. Tengo todas las que él me tomó a mí, pero solo tengo una de las que yo le tomé a él. La única que subió a redes sociales. Fue la favorita de ambos desde el momento en que se la tomé, estaba tan emocionado que le envió a su novia una foto de la pantalla de la cámara. Ella y yo coincidimos en que ahí, A lucía como una mezcla entre dos artistas, aunque no puedo recordar a cuales.
También olvidé pedirle que me enviara las fotos que tomé del atardecer mientras él se cambiaba, porque fue uno precioso. De esos que vuelven el cielo rosa con distintos tonos de morado. Pero creí que podía pedírselas en cualquier momento.
En nuestra plática de ese día, abordamos el futuro como nunca lo habíamos hecho. Nos incluimos en todos los proyectos que teníamos. Le ofrecí mi ayuda con todo lo que él quería hacer y él me pidió leer mis escritos, incluso me alentó a terminar esa historia que nadie, excepto mi mejor amiga, ha leído. Él quería leerla incluso aunque insistí en que era tonta.
Obviamente, estoy escribiendo esto porque nada de eso pasó. En realidad, esa fue la última vez que salimos.
***
Las bandas que escuchamos en aquella fiesta con alberca seguro se desintegraron ya; nunca volví a pisar el segundo piso del teatro y esa sesión después de la lluvia, fue la última vez que fotografié a alguien con una cámara profesional.
Es frustrante no poder señalar, con seguridad, el punto exacto en que todo se rompió. Pero se rompió.
La amistad entre A y yo, no pasó tan desapercibida como lo creí. Cuando les dije a mis amigas que algo andaba mal, aprovecharon para preguntarme si nunca nos habíamos gustado. Cuando una compañera del salón me preguntó por A y comenté vagamente que ya no hablábamos tanto, me preguntó si no había algo más entre nosotros. Cuando me encontré a uno de los mejores amigos de A en un bar, le conté con mezcal en la sangre de nuestra repentina distancia. Él me preguntó si nunca había pasado algo entre nosotros. “Conozco a A y se portaba diferente contigo” reveló, “pero nunca quise preguntar”.
Admito que me pasé mucho tiempo considerando las suposiciones de todos. Pensé en maneras de corregirlo, pensé en enfrentarlo y preguntarle qué había pasado, ¿por qué me dejaba atrás así? Sin embargo, sentí que sería demasiado intenso. Y de por sí, siempre he sentido que soy demasiado intensa.
De todas formas, las suposiciones no iban a devolverme nuestra amistad. Nuestro vínculo se fue extinguiendo poco a poco, aunque nunca hubo un cierre real.
Quizá por eso su presencia sigue impregnada en los recuerdos que tengo de aquellos años, de aquella yo.
Quizá por eso de vez en cuando aparece en mis sueños, y nos sentamos con los costados pegados para hablar de todo.
Quizá por eso escribo esto, porque me cansé de despertar tratando de encontrar razones por las que eso ya no va a suceder en la vida real. Porque necesitaba una forma de procesar y aceptar que a veces las personas solo salen de tu vida sin decir por qué, y que eso no significa que no fueron importantes. Y, aunque soy muy intensa, las personas indicadas no se han ido de mi vida.
***
Nuestra conversación de WhatsApp, que estaba llena de selfies, audios borrachos, peleas con stickers y memes, se borró cuando cambié de teléfono. Ahora solo queda un audio de 6 minutos que no he vuelto a escuchar desde el día que fue enviado. Pero también, desde entonces, me siento mejor.
Finalmente estoy empezando a sonreír, en lugar de atormentarme, cuando recuerdo todo lo que compartimos. Las fiestas, los bailes, los tacos de tripas, el café, los helados, las pizzas, las risas. Sonrío ante aquella foto de mi cumpleaños número 21 donde A tiene la mano en mi cintura y mi cabeza está sobre su hombro. Disfruto la música que escuchábamos en su auto, incluso a esa banda.
“Amanecer, colgado de lamentos. Creo que voy a estar bien”.
***
La última vez que lo vi nuestro vínculo ya estaba por extinguirse, pero fue él quien me llamó.
Iba apurada y tratando de pasar desapercibida, cuando escuché su voz decir mi nombre por primera vez en meses. Me detuve, sorprendida y me giré hacia él.
A me abrazó y aseguró que me extrañaba.
—Yo también te extraño—, dije con la cabeza enterrada en su pecho.
Aunque me preguntó hacia dónde iba y estaba por acompañarme, su amigo le dijo que alguien había enviado un mensaje avisando que el maestro ya había llegado. Ambos nos vimos con decepción, pero le dije que no se preocupara.
Nos dimos un beso en la mejilla como despedida y continuamos con nuestras vidas.