agosto 25, 2023

Los márgenes del mundo

By In Especiales

La noche, de nuevo la noche, la magistral sapiencia de lo oscuro, el cálido roce de la muerte, un instante de éxtasis para mí, heredera de todo jardín prohibido.

Alejandra Pizarnik

Por: Mariana Mora

La mañana ya acumula algunas horas. El calor se empieza a diseminar en el vagón del metro, pero yo tiemblo de frío. Siento una tristeza profundísima, desesperada, como si todo estuviera a punto de morir. A mi alrededor la gente va al trabajo o a algún lado y eso me llena de culpa. Yo vengo sudando todavía toxinas de una noche feroz, y ellos –todos los demás– parecen tan correctos a mi lado. Me agarro fuerte del tubo para no caer y mi cuerpo roza el de Carola. Ella sonríe, llenísima de vida. Carola no le teme al dolor que la noche a veces deja y por eso sé, al verla, que esto que siento mientras los últimos restos de dopamina abandonan mi cerebro, va a pasar.

“Lo malo de la noche es que termina”, escribió Sara Hebe en una canción que habla de drogas. Pienso con nostalgia en la euforia que sentí unas horas antes, como si esa sensación nunca fuera a volver. Hace apenas unos minutos miraba el cielo cambiar de color en el patio del Libido, conmovida por el amanecer, los cuerpos bailando a mi alrededor y la impresión de ser libre con otros, por un rato. 

El efecto de algo que parece libertad es de mis favoritos en la fiesta. Tal vez por eso es algo que la humanidad hace desde que existe y aún en los peores tiempos. El final, si nos va bien, nos encontrará bailando. 

Creo que a Carola y a mí nos unió el baile. No recuerdo mucho de cómo nos conocimos, pero sé que poco a poco descubrimos que la otra amaba entregarse a la pista como si el cuerpo encontrara ahí su razón de ser. Tengo alrededor de diez años bailando junto a ella y sé que en las noches de ser poseídas por la música hemos cultivado gran parte de nuestra amistad. 

Por eso, cuando Carola viajó a Medellín para visitarme mientras yo vivía allá, ambas sabíamos que tendríamos fiestas imborrables. Unos días antes de que ella llegara me habían atropellado y yo estaba herida: tenía la mano vendada, raspones en los brazos y en las piernas y me costaba caminar; pero no salir a bailar no era una opción. Así que compramos pastillas de éxtasis y nos arrojamos a las promesas hedonistas de la noche.

También venía Santi, uno de mis mejores amigos colombianos y gran amante de la música, las drogas y lo que juntas hacen en nuestros cuerpos. Nos conocimos en un parque, hablando de la retumbante combinación del LSD con el éxtasis y pronto supimos que pasaríamos tiempo bailando juntos. 

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Nos encontramos los tres en un barrio del sur de Medellín famoso por sus bares. La noche empezó con un toquín de acid house y techno que nos engulló por completo. El éxtasis borró, literalmente, todo el dolor del accidente y su lugar lo ocupó una sensación inmensa de dicha y placer, como si la música y mi piel se fundieran. A mi alrededor, no sólo mis amigos, también todos los otros, gozaban como si el mundo no doliera.

Hay algo ritual en la música electrónica. Las fiestas donde se baila en trance tienen mucho de sus orígenes: un montón de cuerpos reunidos, bailando solos, ojos en blanco, poseídos por la percusión que los domina. Solo que acá no se baila para que llueva o algún dios nos escuche; bailamos para hacer catarsis, que reemplaza la necesidad de creer en algo. 

El techno tiene sus orígenes en la música africana. Este género nació en Detroit, una ciudad poblada por afroamericanxs que perdieron su trabajo –y la promesa de bonanza del sueño americano– tras el cierre masivo de fábricas de autopartes. Ahí surge esta música que sintetiza los tambores de sus ancestros para explorar la “sintonía entre el hombre y la máquina”, como narra Onyx Ashanti en el documental Black to Techno.

Quien ha estado en una fiesta de música electrónica -y sobre todo bajo los efectos de algún estimulante- sabe que, en el poco aire que deja la humedad del sudor, se respira amor. No por nada el acrónimo PLUR fue lema fundante de la cultura raver: Peace, Love, Unity, Respect. Por lo menos así se siente, aunque probablemente muchos estamos luchando con nuestras bestias internas mientras nos sonreímos y abrazamos en la pista. 

Mientras bailaba, una extraña me abrazó y puso un frasquito de popper bajo mi nariz. Inhalé sin pensarlo. Sé que ese gesto bizarro es de compañerismo, que quizá ella pensó “te veo aquí bailando a mi lado y quiero que goces como yo”. Solidaridad es regalarle placer a la otra.

Después del primer bar, atravesamos la ciudad montados los tres en la moto de Santi hasta el Libido, un arrabal donde la fiesta tiene pocos límites. En el Libido siempre vi personas que no se ven mucho en el día: dealers, trabajadoras sexuales, cuerpos trans, cuerpos desnudos. La noche acoge lo que la rigidez del día rechaza. Heredera de todo jardín prohibido.

Ahí bailamos más, mucho más, al ritmo del darkwave. Dos de mis grandes amores y yo, sumergidxs en un mar de cuerpos cubiertos de látex. La noche se vuelve borrosa a estas alturas. De pronto pasaron tres o cuatro horas. El cielo comenzó a clarear sobre nosotros. El efecto del éxtasis comenzó a ceder. “Lo malo de la vida es que te arruina”, dijo también Sara Hebe. 

El bajón –que no es más que una consecuencia obvia de estar arriba– tiene un componente fuerte de culpa. Las buenas costumbres queriendo disciplinarme la mente. “Lo malo de lo bueno es que me gusta”. Salimos del Libido cuando ya no nos quedaba energía para seguir de pie, ni sustancias que ayudaran. Nos despedimos de Santi, que se iría en su moto, y entramos al metro.

En el vagón pienso en lo bellos que son los márgenes del mundo. “Lo bueno de lo bueno me fascina”. Me agarro a Carola, que pronto estará de regreso en México. Pasaremos el frío de la resaca juntas y eso es suficiente. 

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