Por: Mariana Jiménez
¿Se puede amar y adorar infinitamente a alguien sin conocerle? Para el ojo del mundo podría parecer que no, pero el día de hoy es mi responsabilidad decirles que sí es posible. A mí me pasó. Me llevó días —incluso siento que ahorita me sigue costando trabajo— encontrar la manera de iniciar este trabajo. Ni siquiera sé si podría definirlo como trabajo, sino más bien: no encontraba la manera de iniciar este sentimiento.
La inspiración me vino en un camino reflexivo hacia mi casa después del trabajo. Voy pensando en él. Desde el 26 de mayo, hay días en los que de repente siento una punzada en mi cerebro y me acuerdo de algo que vivimos juntos.
El día después casi no dolió, pero conforme pasa el tiempo y conforme la realidad va tomando su curso, se siente más. En cada llamada matutina y nocturna, en cada repaso de actividades de nuestra nueva rutina familiar, que si bien me llenan de gusto, si es algo a lo que no me he acostumbrado. Supongo que será cuestión de tiempo.
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Anoche soñé con él.
Soñé que hablábamos y le decía que me gustaban sus lentes, eran de pasta negra con una moldura plateada. Me desperté, sentí —a simple sentido— el hueco en mi corazón.
Los últimos días me he puesto a pensar que básicamente él fue la persona de sexo masculino que me crió. El que me enseñó sus artistas favoritos que después se convirtieron en los míos. Él fue quien me perdió una vez en el metro de la Ciudad de México para que cuando fuera a la prepa “me supiera mover por la ciudad”. Con él fui a mi primer concierto y mi primera vez en la Cineteca fue en una matinée a la que amablemente me invitó.
No puedo imaginarme ahora sin que él hubiera influido en mí, en mis gustos, en mis ademanes, en mi forma extra sarcástica de ser. No puedo imaginar mi vida sin haber visto Los Simpson cuando tenía 6 años. No me imagino si quiera sin tener la capacidad de combinar mi ropa de forma “fashionista”, de adquirir el gusto por mil otras más. Simplemente no me lo imagino, pero ahora es una realidad que tendré que aprender a formar.

Y sin embargo, pienso que no lo conocía. Su cuarto estaba junto al de mis abuelos y no tenía puerta, solo una cortina. Para ir al baño había que cruzar por ahí. Durante un tiempo lo hicimos, hasta que de manera colectiva decidimos pasar al baño por el patio de la casa, ya que también tenía una puerta por fuera por donde se podía entrar. Él nunca dijo nada, o al menos no lo recuerdo, solo lo aceptó. Aun así, a veces pienso que con nosotras —mi mamá, mi abuela y yo— lo permitía un poco más que con los demás. Ese espacio suyo siempre estuvo abierto y cerrado a la vez, como él mismo. Lo cotidiano me lo acercaba, pero su mundo interno seguía siendo solo para él, un lugar al que no nos era permitido cruzar.
Hay días en los que siento que si le envío un mensaje de WhatsApp me va a contestar, pero no. El último mensaje que le envié solamente decía lo mucho que significa para mí, afortunadamente lo envié a tiempo y no dejé pasar más la vida.
Él significa muchas cosas para mí, insisto en que no dimensiono mi propia existencia sin su influencia en mi vida. Aun así, puedo decir que yo no lo conocía. Para mí, él, su vida y sus pensamientos siempre serán un enigma.
Me hubiera gustado que me permitiera conocerlo de otras maneras fuera de las paternales asignadas a extrema voluntad.

Según yo éramos mejores amigos, aún así no puedo decir que el sesgo de nuestras edades si era un poco un impedimento, después, yo quise seguir haciendo mi propia vida y honestamente él bajó algunos peldaños en mi escalera, aún así no habría habido nada que yo no hubiera hecho por él.
Ahora ya no me queda él, solo me queda su recuerdo, solo se queda su personalidad en mí, solo se queda —aún— el olor de su perfume. También me queda un hueco más en mi corazón.
Él fue quien me dijo que para el cuerpo, llorar equivalía a correr un maratón. Lo que no me dijo es que cuando él se fuera, yo no dejaría de correr maratones.
