Por: Iván Sheridan
Hace poco leí un libro sobre la escena underground gay de los ochenta en México: Tengo que morir todas las noches de Guillermo Osorno. El libro habla sobre la historia del muy simpático Henri Donnadieu, un francés que llegó a México escapando de la ley de su país, y emprendió la aventura de abrir un bar que se volvió icónico: “El Nueve”, ese lugar de culto en la Zona Rosa, donde las expresiones artísticas, culturales, cinematográficas, teatrales, musicales y de los movimientos sociales de las minorías iban de avanzada, mientras Lubezki, Monsiváis, Rockdrigo o Pita Amor departían hasta el amanecer y discutían sobre la sátira política interpretada por la compañía de Drags del bar.
Fue el propio Henri el que me invitó a leer el libro de Osorno. Tuve el honor de conocer al francés cuando abrió una versión moderna de “El Nueve” en Zona Rosa, y pude escuchar de su propia voz, y al calor de unos tragos, por qué consideraba que las fiestas temáticas que ofrecía en el lugar, en ese contexto político y social, lo obligaban a morir todas las noches, metafóricamente hablando.
Lo de morir todas las noches me atraviesa y es que creo que, en mi vida, me he visto obligado a crear un performance histriónico y de sátira para sobrevivir todos los días en esta sociedad terriblemente mocha, terriblemente cuadrada, terriblemente ignorante. Cada noche de mi vida, el telón cae y hay que comenzar de nuevo a la mañana siguiente con una escena más.
A veces me toca morir en mi casa, fuera de escena, después de una larga jornada, acostado en la cama, recibiendo los cariños de mi amado gato, mientras pienso: ¿mañana qué podrá ser? Otras veces me toca morir con algún cabrón, en algún cuarto de hotel o departamento, padeciendo la malilla, entre pipas vacías y sombras en el techo, deseando que el tiempo se consuma al ritmo de los deseos y que el éxtasis culmine para poderme largar; algunas otras veces me toca morir con alguien que logra apreciar los afectos genuinos, las caricias orgánicas, los besos en la frente, tanto como los aprecio yo y en esas ocasiones la muerte tiene un hedor dulce, y quisiera agonía, quisiera letargo, para poder sentir una vez más, sin embargo, la regla es el tiempo y no hay que romperla, hay que huir de esos lugares para no desnudarse del todo, al final, son esos encuentros los que hacen más fácil seguir.
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Morir no es nada difícil, por lo menos eso creo, sólo tienes que enfocarte en la completa entrega, en la total rendición y en el olvido de absolutamente todo. Y no hablo de ser dóciles, todo lo contrario, está empresa exige siempre tener el control. Se puede morir en el placer, en el miedo, en la angustia o en la felicidad. Hay muertes más placenteras o más angustiantes que otras. Sólo se trata de darlo todo, de utilizar las mejores técnicas, los mejores saberes y habilidades para que el espectador quede inmerso en la puesta en escena y se vaya con una premisa en la mente: siempre volver.
El verdadero reto de morir todas las noches es renacer por la mañana, eso de levantarse de las cenizas, sacarse el polvo y lavar las culpas y las carnes e intentar volver a andar, para seguir rompiendo pliegues, expectativas y paradigmas.
Renacer es volver al mundo cotidiano, salir del performance y bajar del escenario. Es besar a mi madre al llegar a casa, darle los buenos días al vecino; colmar el plato de comida de mi gato y sentarme a mi mesa a disfrutar un café y un desayuno con mi madre mientras me cuenta lo que pasó en su día y enlista lo que hace falta comprar.
También es volver a disfrutar lo efímero, pero sustancial, es abrazar a mis sobrinos mientras me explican sus dibujos, platicar con mis hermanos, es escribir mis sentires en una libreta vieja, y agradecerle a mi Dios por un día más, y por todas las bendiciones recibidas
Y es que en el mundo cotidiano, fuera del underground y del performance de la noche, suelo sonreír con gran carisma, suelo dar el paso en una intersección y una moneda al limpiaparabrisas. Además, suelo cumplir con los deberes cívicos, políticos, y económicos de casi cualquier persona, e incluso, doy un poco más, siempre un poco más, pues mi premisa es dejar huella. Y si tengo suerte, algún día me volveré icónico, como el histórico bar.