Por: Edzna MH.
Existe el tipo de persona que vive bien sabiendo que está sola en el mundo y el tipo de persona que entra en un episodio depresivo cuando se da cuenta que está sola en el mundo. Yo he sido ambas.
Hace tiempo dando clases de inglés conocí a una niña, a quién llamaré Y, que se estaba criando sola –la mayoría lo hace, no importa si la casa está llena–, sin hermanos ni primos mayores, brincando de una ciudad a otra. Me contó que su madre siempre trabajaba y se acostumbró a no verla hasta en la noche, y quien estaba con ella en casa era su padre. Ahora que lo pienso me hubiera gustado decirle que era culpa del capitalismo, no de su madre, porque seguramente ella la quiere mucho.
No era problemática, de hecho era la más perceptiva de ese grupo, pero se aislaba demasiado. Era fácil notar que no tenía las mejores habilidades sociales para sobrevivir dos horas de clase con pubertos. Su papá llegaba muy tarde así que Y empezó a hablar conmigo poco a poco, se abría con una sola persona como no lo hacía con diez. Para mí fue un honor ser esa persona.
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Alguna vez me dijo la primera lección que su padre –un pintor nato– le repetía muchas veces: este mundo no es maravilloso. No me sorprendió por qué estaba siempre a la defensiva.
Crecer con un artista es lo más bello, pero tiene su costo. Implica comprender que vives en un estado que busca lo real, mientras tienes el pie en un mundo hecho de mentiras, en una sociedad que te obliga a jugar.
Entender las caras del mundo es parte de ser consciente pero para una niña es mucho peso. Yo aprendí la división a su tiempo, fue como una doble vida entre luces y sombras. Fue fácil empatizar con ella, a mis 20 años yo no sabía qué hacer con toda esa dualidad en mi cabeza, pensarlo a los 11 debe ser agotador. Crecí con ideas similares a las de Y, las voces mentales me decían que debía proteger mi corazón a toda costa, pero nunca supe de quién.
Cuando eres muy joven absorbes lo que ves y escuchas y el cine se vuelve tu primera fuente cuando pasas mucho tiempo solo. De todo lo bueno que se puede aprender de las películas yo me quedaba con lo malo: amigos que traicionan, madres que dañan con una sola palabra, hombres que lastiman en todas las formas imaginables –no se equivocan mucho, la verdad–. Me quedé en el lado paranóico, especialmente cuando comencé una mala relación con mi madre, eso fue para mí un: sí, el cine tenía toda la razón.
Llegaron personas y experimenté la decepción de su traición o abandono y por supuesto les di un crédito enorme. No fui justa con mi drama equivalente al valor que perdí, a veces me ponía a pensar en cosas que me había dicho mi madre para entonces llorar con sentimiento, pero en sí nunca fue por las personas. La mayoría no merecían ni una lágrima, pero igual yo me hundía por meses porque no sabía cómo reaccionar. Incluso escribía decenas de hojas sobre ellos y el supuesto daño que me habían hecho hasta aburrirme de chillar, me preguntaba por qué perdía el tiempo si esas personas ni siquiera me agradaban. Y sus nombres no volvieron a existir en mis hojas.
Hasta hace poco experimenté el abandono de alguien que sí deseaba tener en mi vida para siempre. Alguien que merece su nombre en todos mis blancos. Alguien que no me hacía cumplir un papel de película para ser amada, y lo perdí. No había sentido que tenía un corazón hasta que lo encontré y se fue.
Creí que lo perdería para siempre y viví el duelo como tal. Lloré, lo hablé con mi mamá, busqué ayuda, incluso hice la rutina de salir a tomar café sola, una de las muchas cosas que el cine me enseñó y funcionó. Pero pronto volvía el ardor en el pecho, la comida no tenía sabor y eventualmente las salidas dejaron de ayudarme. Me sentía como un monstruo, una botella de veneno con patas y solo me saboteaba a mí misma. Dolía cada borde de la grieta pero no terminaba de matarme. Las canciones ya no servían y me conozco lo suficiente como para no poner aquella canción de Lana del Rey. The Blackest Day ya se reproducía en mi cabeza desde ese día, así que no tuve que escucharla para saber que describió mi sentir exacto en cada verso.
Busqué paz en canciones nuevas y viejas, me encontré en los tesoros de Belanova y Taylor Swift. De la nada All Too Well se había vuelto mi soundtrack por varios meses. Eran canciones que podía cantar sin ahogarme. Una tarde me di cuenta que estaba viviendo una réplica de But then he watched me watch the front door all night, willin’ you to come. And he said, “It’s supposed to be fun turning twenty-one”.
Alguien en la Tierra –además de mi mamá– había logrado romperme ¿cómo logré seguir respirando? Toda mi preparación paranoica de películas no sirvió porque terminé viéndome igual que Bella perdida en la ventana con Possibility de fondo. Pero encontré refugio en las letras de toda artista femenina, eran como madres diciéndome: “Niña, estás amoratada, pero estarás bien.” Y lo estoy.
Supe que mi shock emocional duraría un buen tiempo, quizá una vida, y yo no tenía el lujo ni el tiempo para hundirme. Así que dejé de treparme el avión con mis intentos de evasión en cafés y teatros.
Encontré fuerza y técnica para detener mis lágrimas cuando mis ojos se hinchaban, esa era mi señal de alto. Seguí moviéndome y pensé ¿qué diría el sabio papá de Y? El mundo no es maravilloso.
Esa idea me hacía daño pero me consolaba. Me hizo pensar que el mundo no es dañino, otras mujeres han tenido más grietas que yo y no se rompieron. Aun así me dejé caer por algunos días, obviamente, porque no tengo la grandeza de ellas, pero con el paso del tiempo vi que la persona no me causaba un solo sufrir, solo era yo experimentando un corazón activo y una lista de daños colaterales por los patrones que ignoré toda mi vida. Tuve que dejarme sentir todo hasta saber qué hacer, continué con mis actividades y proyectos pero no tenía fuerza para todo.
En mi último día como maestra –mi depresión hacía difícil reír y cantar con niños que se daban cuenta que yo estaba mal, y pensé que merecían a alguien alegre– subí a la terraza por mi material, subiendo me encontré con Y y tuve mi última conversación con ella. No le dije que me iba, no soy buena dando explicaciones. Hablamos sobre el sol: en un episodio de Phineas y Ferb, Doofenshmirtz hace un plan que por primera vez sale bien y dispara el rayo de su máquina para quemar el sol. Quemar el sol.
Nos reímos bastante y pensamos sobre cómo destruir el sol realmente, nosotras con cuerpos pequeños. Concluimos que no podemos, a no ser que el sol decida explotar solito en millones de años o mañana.
En ese momento la vi y supe que ella entendía o algún día lo haría, que lo que llamamos nuestro corazón o espíritu es igual que ese sol. Puedes creer que todos conspiran en tu contra –en raras ocasiones es así– pero la verdad es que la mayoría está ocupada cuidando lo suyo. Solo hay un botón de autodestrucción y ellos no tienen acceso. Pueden lanzarte bombitas que duelen mucho, pero no tienen tu botón. Así que puedes hacer llantos cinematográficos y tormentas de fuego por la anécdota o realmente sufrir los bombardeos. Pero muy en el fondo, cuando no te haces pendejo y calmas la paranoia, sabes que nadie tiene la capacidad real de “romper” (espiritualmente) al otro. Simplemente dominamos el arte de culpar a otros.
Y sí, el mundo no es muy gentil, no lo puedes subestimar pero tampoco vale la pena vaciarte la vida afilando y afilando cuchillos que rara vez usarás. Puedo decirlo con seguridad.
Seguí mirando a Y, tratando de grabarme su cara para no olvidarla y me recordó a mí misma cuando tenía 10 o 12 años, con ese espíritu de ojos asombrados y por el otro lado con los nudillos listos si alguien amenaza.
A cierta edad me convencí tanto de que el mundo es tan horrible que el asombro se me escondió en algún cuarto profundo, pero sé que aún lo tengo por ahí. Lo siento cuando mi corazón se alegra de latir, cuando mis manos se quedan en paz por un momento. Ni siquiera yo misma logré destruirme por completo, solo me escondí.
Me despedí de la niña mentalmente mientras seguía hablándome.
Nos quedamos ahí, viendo cómo el sol se iba y yo también.