diciembre 24, 2024

Zipolite, muerte y vida

By In Crónica

A Zipolite uno viene a renovarse o morir. Está entre las 10 playas más peligrosas del mundo por sus fuertes corrientes de retorno que pueden arrastrar a una persona mar adentro en pocos minutos, y en ella también se mezclan neohippies espirituales con seres que aún conservan la mística hippie sesentera. Le llaman “la playa de los muertos” por leyendas que no se han podido confirmar. La que más se comenta es la de los antepasados zapotecos que venían a depositar acá los huesos de sus muertos, otras sostienen que se llama así por el exceso de zopilotes. Las opiniones, como el pueblo y la región de la costa de Oaxaca, están un tanto divididas. 

Ya nadie tiene que atravesar las tortuosas curvas de la carretera rural por la que llegabas a las playas hippies mexicanas desde la Ciudad de México; ya no necesitas entre 12 y 14 horas entre transportes públicos y el estómago suficiente para soportar altas dosis de Dramamine. La nueva superpista, que tardó en abrirse muchos meses después de lo prometido, y que conecta Oaxaca con Puerto Escondido en cuatro horas y no en seis, facilita el acceso a las playas.

Ahora todo está conectado: desde los brillitos de Mazunte, que ahora parece el blanqueado y casi gringo Tulum y sus perritos callejeros bien alimentados; Zipolite y su eterno olor a pachuli, mota y desgobierno; hasta el olvidado Puerto Ángel donde viven perritos flacos con el abandono en los ojos, donde siempre huele a pescado fresco, pero también a muerte por la sangre de los mariscos que corre por las calles sin drenaje y la de dirigentes políticos asesinados a balazos frente a sus casas o agencias municipales. Sus nichos se pueden ver en la carretera rural 175; sus hijos aún ponen en ellos globos el Día del Padre.

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Zipolite, entre vivos y muertos

Aquí así pasan los días, con la libertad de vivir sin ley, tampoco nadie sabe muy bien si es lunes o martes, al menos no los que vivimos aquí, hombres y mujeres que no cupimos en el sistema. Nadie quería pasar más de 30 años de sus vidas bajo la luz led de unas oficinas seguras, con sueldos cómodos y días de vacaciones. 

Personas arquitectas, doctoras, veterinarias, administradoras de empresas, sociólogos titulados que ahora se pasean en pelotas por toda la playa, la única nudista de México; hombres y mujeres que trataron de construir una comunidad alternativa, una más cercana a sus instintos que a los días del calendario, en tiempos marcados por las temporadas alta y baja, en la eterna espera de la llegada del turismo que acapara las playas de octubre a marzo.

—Antes no era así, había dos o tres palapas, la mía en esta esquina de la playa y la del Shambhala, allá hasta el fondo, ni escuela había. Todos teníamos que ir a Puerto Ángel por una veredita que pretendía llegar a ser un camino de terracería, acá las noches eran negras, llenas de estrellas y de luna, dos o tres velas y nada de ruido— cuenta Lola, propietaria del restaurante del mismo nombre fundado en 1968.

No sé cómo era antes. Cuentan de las eternas fiestas del Bam Bam de apenas hace poco, de toquines organizados por los músicos a la luz de las fogatas en la playa en los años 70, de surrealistas raves en playa Aragón. Yo llegué después, huyendo de la pandemia y todas sus restricciones, también vinieron gentes de todo el mundo por lo mismo. Sentían el encierro en sus ciudades y, como México mantuvo sus fronteras abiertas, en pleno 2021 bebíamos del mismo bote de cerveza y nos prestábamos el cubrebocas para ir al banco.

Fui parte de la gentrificación, de los nómadas digitales; nos mezclamos entre locales, nacionales no nacidos en la región y foráneos mochileros que siempre se van y siempre vuelven. Así tejemos las relaciones, con la impermanencia bien marcada por las temporadas.  

En temporada alta, nadie va tanto a la playa, ni ve a sus amigos, los ritmos de trabajo aumentan como los de cualquier oficinista, incluso más porque hay que recibir al turismo nudista: personas integrantes de la comunidad LGBTIQ+, pachamamers y hippies que venden pulseritas en la playa, swingers con brillantes cuerpos que buscan unicornios en los grupos de Facebook. Ahí sabemos las noticias de los perritos que se pierden o asesinan, de carteras y celulares extraviados en la playa, del siempre impune agresor de morras que pasea como si nada por la carretera y dónde será el novenario del último muerto paseado con música de banda por todo el pueblo. 

Tierra de todos, tierra de nadie

Con el tiempo podemos reírnos ante la hipocresía de quienes ofrecen servicios que no proveen, les conocemos sus secretitos, también nos los conocen y aun así tenemos que caminar en el mismo adoquín con la cara llena de frescura ante las eternas oleadas de calor por encima de los 35 grados centígrados. Sabemos dónde comer y dónde no, por dónde pasar y por dónde no, con quién nos vean y con quién no.

Eso nunca cambió, cuenta la tía Irma, una de las más reconocidas curanderas del pueblo.  Ella conoce muchos de sus secretos, los murmura cuando ve pasar a las personas más mayores del pueblo para luego seguir a otra cosa, sabe que Zipolite es pequeño y que los chismes se riegan rápido, también así se los llevan las olas, a todos al final les conviene un poco porque saben de dónde vienen las pedradas. 

Irma vino con el eclipse total de sol, cuyo primer punto de vista fue en Miahuatlán, que en aquel tiempo fue “capital científica del mundo”, ahora es parte de la turística ruta del mezcal y también del secreto tráfico de estupefacientes entre la costa y Oaxaca. En Miahuatlán se reunieron científicos y hippies que querían sentir las influencias energéticas del eclipse, de ahí se pasaron a la costa, en específico a Zipolite, un paraíso virgen sin luz y sin ley. Nadie les dijo nada cuando se metieron al mar encuerados y se volvió tradición. 

Las letras de Zipolite son el punto perfecto para ver el atardecer sin que te cobren, ahí todo es gratis y no, porque todo el mundo va y te tienes que topar con amigos y enemigos por igual, pero te aguantas en una especie de tregua que acaba cuando se mete el último rayo de sol. Cuando nacen colores dorados y naranjas y violetas en las olas, a todo el mundo se le olvida que está todo el mundo porque la realidad es que a eso llegamos a vivir a la costa, a olvidarnos un poco de los demás. 

Se vive de las redes que tejen sus habitantes, casi todos conocemos o sabemos algo de la historia de alguien. Las infancias comparten las mismas escuelas y nosotros los secretos de las mejores tiendas para comprar verdura, también los mismos amores.

La sociedad está dividida entre extranjeros, nacionales que no nacieron ahí y locales que se rigen bajo las leyes de usos y costumbres, ahí ya todos nos cuadramos, guardamos silencio, siempre seremos vistos como extraños en tierra ajena. 

La temporada baja, que va de marzo a “septihambre”, que deja a todos con hambre y muertos del calor del verano, con playas vacías que regalan a sus habitantes la paz de atardeceres rojos y morados, la playa huele a mota siempre y la única finalidad de quienes vivimos aquí es la de llegar a tiempo para ver el atardecer.

A esa hora también salen todos los lomitos a jugar, parecen reconocerse entre sí, pocos conocen una correa y  corren libres por toda la playa. Sus humanos fuman marihuana, se cuentan los pormenores de una vida sin tráfico ni el sonido constante de las ambulancias, interrumpen conversaciones para observar algún cambio de tonalidad en el mar o en el cielo alguna alineación planetaria, la presencia de alguna ballena o un barco, el último chisme que mañana será sustituido por otro nuevo, siempre con la sorpresa de que, aún tras varios años viviendo aquí, los atardeceres nunca dejan de ser diferentes, tampoco los chismes.

Ya no podría volver a la Ciudad de México, con sus lomitos de caritas tristes jugando en parques de cinco por cinco, tampoco a la restricción de no poder fumar mota mientras revisas el menú de un restaurante, mucho menos al tiempo de verdad, no como el de acá que se desdobla según las oleadas de calor y la libertad de haber alcanzado sueños, el sueño de haber alcanzado la libertad sin importar a qué costo.

Eso el turismo no lo sabe, como tampoco que los servicios de recolección de basura son semanales e irregulares y que la playa no es cenicero, tampoco que el agua es carísima y que cada cierto tiempo se va el internet. Sólo ven la oportunidad de soltarse los apretados calzones, esperan en sus oficinas todo el año para destinar sus vacaciones en venir y se les ve cada temporada con las piernas reventadas de piquetes de mosquitos pero bebiendo mezcal ante la menor oportunidad, con eso se les olvida; en las fiestas llenas de psicodelia y excesos de Año Nuevo, en el Festival Nudista de febrero que ha llegado a concentrar hasta cinco mil turistas en un solo fin de semana y que nos roban un tanto la paz pero que dejan mucho dinero. No pueden vivir sin la libertad ilusoria que se ofrece en bandejas multicolores, pero dudo que podrían vivir de ella como nosotros porque la costa no es para todos, es para los que quieren morir cada día para renovarse al siguiente

Este artículo fue trabajado y editado en Si pudiéramos enviarnos cartas, un curso sobre crónicas de escritoras latinoamericanas de los siglos XX y XXI, impartido por Mariana Recamier en la #EscuelaDesvelada. En el taller se leyeron e hicieron ejercicios a partir de textos de Clarice Lispector, Cube Bonifant y Hebe Uhart.

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