octubre 25, 2024

El día que renuncié a los vatos

By In Ensayos

Cada vez me siento más como un anfibio: crecer y cambiar de forma y casa según los tiempos, atenta al abrazo de aguas emocionales más cálidas, a buscar tierras cuando hacen falta. Lo confirmé cuando leí que algunas especies de ranas se hacían las muertas para evitar aparearse, en eso también encontré una reciente y muy feliz coincidencia.

No es que no me guste la apareación, de hecho me encanta, pero cada vez me resultan más caros los precios que hay que pagar, desde la dolorosa pasada del rastrillo por todas las partes de mi cuerpo, hasta un recuento pormenorizado de defectos frente al espejo justo antes de salir a la calle, todo para acabar sonriendo como una total imbécil un par de horas ante sus chistes, los buenos y los malos, ante la esperanza de que aquello acabe en un amor bonito o en una gozadera promisoria, porque no solo gastaste en el rastrillo nuevo, se estrenaron calzones de encajes imposibles y destinaron recursos para los taxis. Gastar tiempo, dinero y esfuerzo solo para perder la gracia y la calma.

¿Y todo para qué?

Todo para acabar, luego de tres horas fingiendo interés,  empinada, lejos del goce prometido y pensando en la lista del super. No siempre hay éxito en la caza de algún especialista en acomodadas de matriz y, a decir verdad, con la edad me he puesto más exquisita y menos tolerante. Tampoco las estadísticas ayudan, ¿cómo es eso de que cuatro de cada diez mujeres que están en pareja han enfrentado violencias por parte de quien dice que más las ama? Con ese panorama y otros tantos bocaditos de micromachismos que veo todos y cada uno de mis días, pienso muchas veces en ahorrarme el rastrillo, la comezón consabida de los próximos días y todas mis ganas.

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Después de todo ya había tenido amores bonitos que al tiempo se volvieron pesadillas, no una, ni dos, ni tres veces, sino varias luces de amores que se apagaron tan rápido como se prendieron. Fui la novia, la amante, la casi algo, la “tú nunca”; amé y me amaron un montón. Con los años entendí que el amor nunca es suficiente y que al final todos acaban por irse, yo tampoco hice mucho porque se quedaran, para qué si siempre todo se acaba. 

Pensé que mi falta de apetito por convivir con un vato se trataba de mi camino directo a la menopausia y con ella, a la iluminación; María Sabina, por ejemplo, se volvió una curandera mundialmente famosa solo hasta después de que se quedó sin marido, y no hace falta ver el brillo de Lady Di después de dejar al príncipe Carlos. Y es que con tantos datos y aún cuando la matriz reclame por lo suyo cada vez que ovulo, tengo más dudas de si salir por ahí a que me alineen los chakras y querer un amor bonito, o viceversa, y cada día aumentan mis dudas acerca de si no será ya un sueño de una señora ochentera que todavía cree en los cuentos de hadas. 

Y es que cómo creer si estadísticamente ellos mienten más que ellas, eso incluye tejer datos falsos y verdaderos para enganchar a las mujeres. No es que una no lo haga, pero ya enamoradas somos un poco más piadosas y un tanto más empáticas y si nos dan permiso metemos la cuchara de nuestros corazones en el ser amado. He visto a grandes mujeres renunciar a sus carreras por ayudarle a su novio, a divertidas parranderas de la noche acabar resguardándose bajo la frase de “es que mi marido se enoja si llego después de las 10”. La realidad es que nosotras cambiamos nuestro mundo, con ellos nunca se sabe. 

O más bien sí, y es que los datos, los benditos datos: mientras una mujer pierde casi tres horas diarias una vez que se casa, ellos ganan siete. Con lo caro que sale el tiempo, con las cada vez menos ganas de perderlo porque ya por fin entendí que mi tiempo vale dinero, que prefiero gastarlo en planes trepacerros, rayitas de botox o amigos electrónicos que jamás te reclamarán tus ganas de no escucharles sus eternas peroratas que nunca sabes si son ciertas o no y todo solo porque quieres compartir cama e ideas. Derechos humanos a los que ahora es mejor renunciar y voltear la cara a las amigas, a placeres tan sencillos como los espacios en los que cabe la ternura y el intercambio, sin que nadie espere a que aflojes luego de que te presten una chamarra o pasen por ti. Y no he visto a ninguna de mis amigas querer cobrarse a lo chino el café que me invitaron, la chamarra que me prestaron ni el favor que me hicieron, tampoco las miles de horas compartidas, nosotras no cobramos la empatía. 

Las amigas, las benditas amigas 

Me di cuenta el día que tuve que elegir entre mis enraizadas y tóxicas ganas de aprobación masculina e ir con mis amigas. Fue promisorio el momento en el que me vi entre un grupo de vatos, todos arrebatándose las palabras, sin dejar de hablar entre ellos como si las que estábamos ahí no existiéramos, permitiéndonos hablar más por cortesía que por ganas: “si no te la vas a coger”, hasta se burlan cuando alguno valida nuestras voces, lo confirma la realidad, y es que nunca van a dejar de vernos como un objeto que se puede usar según las ganas y sus temporadas. 

Ya no sé si quiera ser parte de ese ese juego, más cuando ahora veo banderas rojas en todos lados y para mí ya esto es más un poco como la piratería o el uso del plástico: no los usas por sus afectaciones en tu largo plazo, reduces la demanda que a lo mejor un día y con un poquito de suerte deriva en mejores calidades. Mientras tanto todo acaba en una huelga sentimental, una agamia, que es el nombre correcto para definir las ganas de estar en soledad, de no romperte la madre en una especie de castración femenina autoimpuesta, ¿para qué?, si al rato además del rastrillo acabas pagando la terapia.

Ese día me cayó una especie de rayo morado en la cabeza, podría desperdiciar preciosos minutos en la ancestral manía de buscar aprobación masculina o irme con mis amigas, elegí lo segundo. Y mientras ellos pedían para la siguiente ronda de caguamas, me inventé cualquier pretexto para irme. Ellas tenían cervezas artesanales que ellas mismas preparaban, dispusieron un postre que mágicamente maridamos con las chelas, poco a poco fuimos llegando más mujeres y acabamos hablando de las heridas de la infancia, de política y negocios, de cómo el bicarbonato y el vinagre blanco nos habían cambiado la vida, de cómo todas le habíamos llorado a lo bruto por algún amor y ahora andábamos como resucitadas. De cosas importantes.

La realidad es que cada vez estamos soportando menos, se acabaron las santas gracias a Shakira y a Beyoncé y ya nadie sabe con qué te van a salir en la próxima vuelta. Desde invitarte a salir y luego cobrarte la cuenta si no “aflojas” aún cuando ellos te invitaron, hasta la posibilidad de acabar muerta si ese día se les pegaron los cables, quizá por eso las mujeres preferimos estar más con un oso que con un hombre

Foto de Anna Shvets: https://www.pexels.com/es-es/foto/gente-mujer-sentado-relajarse-4672486/

Me abracé fuerte a todos los textos de lesbianismo político, al amor entre mujeres como una forma de resistencia política para pasar al “si no es suavecito entonces que no sea”, a la renuncia de la heterosexualidad como una norma, a las muchas otras maneras de compartir y pertenecer más allá de los placeres del cuerpo que a veces llenan más el alma y no ofrecen tantas preguntas, que después de todo ha sido una cueva que ha albergado lo mismo a piratas forajidos del amor que a ladrones de mi paz mental, que solo acabaron por refrendarme el vacío. Al menos entre ellas, mis amigas, me sentía completa.

Lo confirmé durante los días que escribía este texto y los que siguieron, un atropellamiento y una pierna inmóvil por un mes me lo evidenciaron, las primeras que llegaron tras el accidente fueron mis amigas, mi casa se llenó de vecinas que traían caldito y remedios, de otras que venían a darme masajes y a darme terapias varias con imanes, pasadas de huevo y hasta jaculatorias, a contarme lo que pasaba fuera de mi casa y escucharme llorar. Los mensajes y llamadas nunca faltaron; de mis amigos, esos que se decían casi mis hermanos, esos que decían que juntos nos venimos y juntos nos vamos, a ninguno vi en el hospital, y solo uno se presentó los días que siguieron. Tampoco ninguno de mis amantes tuvo a bien mandarme señales de vida y eso dolió porque confirmó lo que mi abuela y mi madre dijeron siempre, que a los hombres solo les importas si les sirves y yo había dejado de servirles a ellos para por fin servirme a mí, y por eso renuncié.

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